Una vez más y por las fatídicas razones de hace más de una década, fui huésped del Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular de La Habana.
Volvió mi vida a ponerse en manos de galenos consagrados como el Dr. Lorenzo Llerena, las doctoras, Sheila, Inés, Grisel. También fui visitado por las doctoras Damaris y Johana. Volví a sentirme seguro en medio de circunstancias complejas por un corazón dañado.
¡Y qué valor tiene esto! ¡Cuánto ánimo y esperanza dan al paciente! Eran, en todos los casos, caras, voces y manos conocidas. Estaba allí parte de ese gran caudal científico cubano.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención es el número creciente de jóvenes enfermeras y enfermeros y de doctores mexicanos que hacen su especialidad o su entrenamiento en el Instituto, cuya profesionalidad traspasa frontera y no pocas veces han sido protagonistas de vidas salvadas en lugares donde ni la esperanza había llegado.
Confieso que nada dolían los pinchazos de las inyecciones, cuando, mientras se introducía la aguja, tenía frente a mis ojos, la sonrisa amable —muchas veces casi infantil— de quienes, para llegar al Instituto o luego regresar a sus casas, algunos lo hacen, en bicicletas y la mayoría en “botellas” o carros “boteros” donde gastan buena parte de su salario, para ir o venir desde la institución en 17 y Paseo, hasta La Habana Vieja, San Miguel del Padrón o cualquier otro municipio habanero.
Son jóvenes con pasión por lo que hacen y también con insatisfacciones y falta de respuestas concretas a muchas de sus inquietudes.
Son jóvenes de aquí y que quieren estar aquí, pero que también aspiran —como todos a esa edad— a disfrutar de las virtudes de nuestra música, bailar o cantar, poder beber, aunque sea un caro refresco o una inalcanzable cerveza, en lugares donde compartan con familiares, amigos y amigas, compañeros de aula o de trabajo.
Mientras meditaba sobre lo linda que es la juventud, recordé lo que contaba una acompañante de un vecino de cuarto: para llegar aquí tuve que coger en “botero” que me cobró 1 200 pesos por traerme desde la calle 26 hasta el hospital. Igualmente, recordé la imagen de aquella doctora que, para llegar, aunque fuera tarde a su puesto de trabajo, acudió a un taxi que le pidió 2 000 pesos para llevarla del Cerro al Vedado. También, el vecino, recién dado de alta en el Hospital Fajardo, que tuvo que venir a pie, aunque tenía puesta una sonda, porque no tenía los 1 550 pesos que le pedía en “carro de alquiler”, de los que se supone brindan servicio en esa piquera.
Y así pueden venir a la mente parte de las realidades que se viven en una capital donde nos preguntamos dónde están los inspectores, y si existe o no existe quien regule esos atropellos contra los ciudadanos.
Estoy convencido de que quienes piensan y actúan como los jóvenes del Cardiovascular, constituyen una mayoría que tenemos que cuidar, conversar con ellos, y contribuir a que su proyecto de vida sea aquí, donde están, donde quieren estar, estudian, trabajan y viven y estoy seguro que se unen a quienes apuestan por nuestro proyecto y se proponen contribuir a su consecución.
Foto de portada: Tomada de Geomédica