Como minúsculos dioses, los fotógrafos recortan segmentos del tiempo y convocan una quinta dimensión de la vida: la perdurabilidad del momento en una imagen… ¿Pero interesará filosofar sobre la fotografía y sus administradores, los fotógrafos? ¿Acaso el hábito de verlas, atesorarlas, no limita cualquier intento de meditar sobre esa magia tecnológica, química y física domesticadas que echó sus humos definitivos en el siglo XIX, apoyándose en Niepce, en Daguerre, que se basaron en Da Vinci, incluso en Aristóteles, y en el XX se desarrolló tanto que se concibieron cámaras tontas; esto es, sin necesidad de ojos ni dedos sabios?
No tengo intenciones de filosofar. Quise simplemente presentar el tema. Porque lo capital ahora es reproducir dos cartas inéditas de Dulce María Loynaz. En esas dos tarjetas de cartón, de 13 por ocho centímetros, la desgarrada y serena autora de Poemas sin nombre confiesa aversión hacia los fotógrafos —al menos hacia uno de ellos—, a la vez que les otorga un papel básico en la vida. Y divulga que les ha dedicado una novela.
A pesar de su brevedad, son documentos que favorecen pisar el dintel de la espiritualidad de la poetisa. Los doy a conocer porque en 1981, cuando fui a entregárselos, ella me los dejó otorgándome implícitamente el permiso para utilizarlos. Ese día, 9 de octubre de 1981, fue la única ocasión en la que vi y hablé con Dulce María. Aquella tarde me preguntó de pronto: “¿Usted tiene Jardín?”. Y luego de mi negativa, cuyos síntomas de ridículo ya he contado prolijamente en otra página, dijo: “Me refiero a mi novela”.
Yo no la había leído. Dulce María, en cambio, la leyó cada diez años a partir de 1951, cuando la editorial Aguilar la publicó en España. No pude averiguar por qué ella cumplía un rito al que son renuentes otros escritores que piensan que el libro, tras su difusión, no les pertenece, se les independiza y, por tanto, lo olvidan. O temen hallarse con errores, deslices, que ya nadie podrá salvar… al menos en esa edición.
Y no le pregunté la razón de su fidelidad a Jardín porque en el momento de mi visita ignoraba yo su costumbre. La descubrí más adelante, cuando terminé de leer la novela en el ejemplar que ella me regaló finamente dedicado. En la última página había escrito, con su letra desbordada, aparentemente inhábil: “Ayer domingo 9 de agosto de 1981, en compañía de Beba y Angelina leí por última vez este libro. Lo venía haciendo desde su publicación una vez cada diez años”. Y debajo, su firma.
Parece evidente que Dulce María leyó, o releyó, cuatro veces su novela. La primera, en 1951, año de la primera edición; la segunda, en 1961; la tercera, en 1971, y la cuarta, en 1981. ¿La habrá leído en 1991? Lo dudo. Porque también parece evidente que me obsequió el único ejemplar de que disponía. La presencia de la nota autógrafa lo atestigua. Y también, el inapelable “última vez”. Ese término sugiere que se había propuesto no oficiar más ceremonia tan íntima. Quizás, al regalármelo con el valor agregado de su decisión manuscrita apartó la tentación inmediata.
Retornando a nuestro asunto, las cartas que intenté devolverle fueron dirigidas a Ascensión Tejera, hija mayor del poeta Diego Vicente Tejera y entonces esposa del doctor Alfonso Forcade, diplomático que fue embajador de Cuba ante la Santa Sede. “Chon”, con quien sostuve una filial amistad, de hijo a madre, desde mis 20 años hasta su muerte, me las cedió. La primera data del 13 de marzo de 1940. Este es el texto:
Querida amiga mía:
Muy buena has sido tú y tus compañeras queriendo oír mi palabra, pero más aún quiero que lo sean, que lo seas tú, Chon, complaciéndome en un pequeño ruego.
Ayer tarde me retrató un fotógrafo, especie de ser apocalíptico que me inspira un verdadero terror. No dejes que mi retrato se publique, no dejes que se publique nada sobre mí. Guarden esa tarde para Udes. Y piensen que nada me es más grato que el silencio cuando puedo saber que no es indiferencia. Creo que tú sabes cuán sinceramente te lo pido.
Eso espero de ti; y que vengas a verme también como dijiste. Tuya: Dulce María Loynaz.
La otra, en tarjeta similar y sin fecha, pero aludiendo a los mismos hechos y por tanto a los mismos días, dice:
Querida Chon, gracias por tu carta, una de las pocas que yo guarde; cartas como esa consuelan muchas cosas.
Todavía con la grata impresión del martes, te recuerda Dulce María.
Al dorso, una posdata:
Los fotógrafos son cosa importante, son verdaderamente de las pocas cosas importantes que existen. Algún día te leeré algunas páginas de la novela que les he dedicado.
¿De dónde provino esa aversión a los fotógrafos? ¿Quién era ese ser apocalíptico: el género o un individuo? En cualquier respuesta, la contradicción planta sus púas, sus muelas, porque, no obstante el rechazo, ensalza a los fotógrafos hasta ubicarlos en el nicho de las pocas cosas importantes del mundo. Y en los años sucesivos la fisonomía de la escritora famosa se introdujo en la cámara de decenas de fotógrafos. Quizás Aldo Martínez Malo, que le heredó la papelería y la frecuentó domésticamente, pudo descifrar el jeroglífico, aunque hay más de uno. Porque, ¿por qué son de las verdaderas cosas importantes?
Sobre esa cuerda tan floja y ante esas confesiones, otra pregunta importuna al cronista, y posiblemente al lector. ¿Será Jardín la novela que Dulce María dedicó a los fotógrafos? Se sabe, por confesión de la autora en el prólogo, que en 1935 ya estaba escrita. Y aunque no he hallado en él una referencia explícita a los fotógrafos, la atmósfera del libro huele a imagen, a instantánea. Es una mezcla de los claroscuros del pasado y del presente, de olores húmedos, rancios, y de aromas más jóvenes, limpios.
La obra toda de la poetisa de Los juegos del agua entraña un atreverse hacia más allá de las movedizas fronteras del tiempo. De viaje por Egipto, siendo muy joven, pretendió desdoblarse, aventurarse por las galerías de lo inasible, y le escribió una Carta de amor a Tut-Ank-Amen, el adolescente faraón, entonces recién extraído de la profundidad momificada y arqueológica del pasado. “Daría —le dice— mis ojos vivos por sentir un minuto tu mirada a través de tres mil novecientos años…”.
Esa, a mi entender, es la clave poético literaria de Dulce María Loynaz. Ella, como sugiere en uno de los poemas sin nombre, está siempre doblada sobre un recuerdo, haciendo alusiones a las sombras. Incluso, la luz es sombra. “¿Y esa luz?” —pregunta la poetisa, y responde: “Es tu sombra”.
Y qué otra cosa puede ser la fotografía sino la sombra perdurable de la luz. La petrificación de la luz. Cuánto poder el del fotógrafo que, como minúsculo dios, si no crea el tiempo, lo detiene. Nos pone a hibernar en una estampa rígida pero expresivamente definidora, como acuse de la memoria en el fervor hiriente de la nostalgia.
Tal vez por esa facultad de hacer claudicar el fluir de los días, para Dulce María Loynaz el fotógrafo era “una especie de ser apocalíptico”. Apocalipsis en su raíz de revelación. Y Nicéforo Niepce, que en 1826 captó en el cajón de su cámara la primera fotografía de la historia, y Jacobo Daguerre, que mejoró el invento, quizás más que técnicos hayan sido poetas. Porque buscaban la visión de lo eterno en lo perecedero. Y a la vez, supone uno, los aterraba el vacío del pasado.
Ilustración de portada: Isis de Lázaro.