Una obra escultórica no llega a feliz término sin el acertado uso de implementos desbastadores, que permiten quitarle a la piedra lo que le sobra para ser la escultura que se creará, y el trabajo de costura exige eliminar las puntadas provisionales —bastas— hechas para asegurar la calidad del resultado final.
Pero si el desbastador se maneja mal, la obra puede acabar devastada o inservible. Imaginemos al David de Miguel Ángel con un hueco en el rostro. Y contra Cuba actúan fuerzas desbastadoras y devastadoras. Las segundas, con cuartel general en los Estados Unidos y subordinaciones en otros países, se suponen conocidas, pero a menudo no parecen serlo tanto, ni siquiera dentro del país y —en un contexto y por motivos que requerirían una elucidación particular— por todo el pueblo que las sufre.
De tan sistemáticas pueden parar en “invisibles”, pero pueden detectarse con mayor facilidad, mientras que las desbastadoras pueden camuflarse o confundirse con el desbaste necesario y —tal vez sea ese el mayor peligro— montarse sobre la ingenuidad y la repetición. A Cuba no se le perdona nada, para condenarla se emplean todos los recursos disponibles. Se magnifican sus errores, y se le endilgan falazmente otros.
Claro que nada de eso se hace para propiciar que cambie únicamente lo que deba cambiar, sino todo: de preferencia, lo que no debería cambiar, si de mantener el buen rumbo se trata. Si Cuba, digamos, abogó por fomentar un deporte revolucionario, distinto del rentado, habrá para quienes ahora no solo se trate de asumir que, en las circunstancias mundiales, esa idea no es sustentable. La onda es reprocharle a Cuba el intento transformador, y alabar cuanto venga del deporte regido por normas mercantiles.
En el sañudo afán de vilipendiarla, se acude a todo, sin pudor, y sin el mínimo temor al ridículo. Una riña de antaño entre un deportista y un director de equipo se presentará como prueba de la podredumbre de toda una sociedad, de un sistema. En un estadio de otro país que dependa de césped natural, varias jornadas de intensas lluvias provocarán crecimiento desmesurado de la yerba y otros obstáculos que impidan cumplir el programa de juegos trazado. Pero en Cuba eso es señal de desastre.
Otros países no mantendrán series nacionales de pelota con la calidad que les impide alcanzar el ser abastecedores de peloteros para circuitos internacionales. Pero a Cuba se le ponen trabas para imposibilitar que tal suministro fluya de modo “natural”, y con ello se propician deserciones que luego se esgrimen para devaluarla. Y, además, se le exige que sus series nacionales tengan la calidad de cuando sus peloteros se concentraban en ellas: salvo excepciones, no pocas vinculadas con la deserción.
Cuba ha intentado que la práctica del deporte se base en valores éticos, y los medios de propaganda que se ceban contra ella enaltecen lo contrario de esos valores. Un lanzador le propinó un pelotazo premeditado al bateador rival que en un partido previo le impidió completar un juego sin jits ni carreras, y esos medios amplifican los alardes con que el lanzador se jacta de haber tomado la venganza. Por añadidura, un espacio de la televisión cubana dedicado al deporte comparte el nombre con uno de tales medios.
Cuando en un clásico mundial de pelota brilla, hasta ser o casi ser decisivo, un jugador que no se ha vinculado antes con las ligas rentadas, habrá que ver si es él quien recibe los mayores elogios, sino los que por distintos caminos se habían incorporado a esas ligas. Y habría que ver si en la narración vernácula de la pelota se mantiene el justo equilibrio entre los elogios destinados a los peloteros de calidad que se mantuvieron en sus series nacionales y los que regresan de contratos con el deporte rentado.
Estos apuntes andan muy lejos de ser exhaustivos: los empeños de desbaste y devastación abarcan todas las esferas. No hay que extrañarse de que, si Cuba abrazó el propósito de que la mujer brillara por sus virtudes profesionales, laborales, deportivas, no como objeto de belleza y adorno, ahora se busque eliminar esa meta. Y el tesón de tal búsqueda se puede presentar como defensa de los derechos de las mujeres.
La otra cara de los afanes por menoscabar a Cuba es ocultar sus logros, no mencionarla cuando sería justo reconocerle aciertos. Cumpliendo tareas diplomáticas en España le correspondió al autor de este artículo asistir a distintos encuentros, no pocos de ellos en la Casa de América, de Madrid, que no se debe confundir con la Casa de las Américas creada en La Habana por la Revolución con la guía decisiva de Haydee Santamaría. En uno de esos encuentros, alrededor de 2008, la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) presentó a quien, como embajador suyo, tendría la misión de propiciar planes educacionales en los países de Iberoamérica.
Había que armarse de paciencia, o de exceso de diplomacia, para no saltar frente al aludido embajador, Felipe González, de quien hablaba con gran entusiasmo el representante de la OEI, sigla que recuerda una tristemente célebre en nuestro hemisferio. Con igual entusiasmo hablaba también de la necesidad de que, apoyados por esa organización y su embajador, los países de Iberoamérica empezaran a cumplir su deber con la educación de sus pueblos: todos estos países, pero dicho con un puntero imaginario que señalaba hacia la América de habla hispana y portuguesa, no a las naciones que dieron nombre a esas lenguas.
Terminado el encuentro, el diplomático cubano se dirigió al representante del COI, quien entonces buscaba ganarse simpatías en Cuba —el político y banquero Enrique Iglesias—, y sostuvo con él un sucinto diálogo, que aún recuerda: “¿Así que ningún país del área se ha ocupado verdaderamente de la educación de su pueblo?”, y su interlocutor respondió: “Ninguno”. “¿Y Cuba?”, volvió a preguntarle el cubano, a lo cual Iglesias respondió con expresión de perplejidad: “Bueno, Cuba sí”. “¿Entonces por qué ni la mencionaste?”, insistió el cubano, y esta fue la respuesta que obtuvo: “Se me olvidó”.
El diálogo ocurrió hace más de quince años, y retacearle a Cuba logros en otras esferas podría hasta entenderse, o discutirse, pero ¡¿en educación?! Pero la anécdota es apenas una uña en la mano peluda de ocultamientos y manipulaciones puesta como sombra implacable sobre este país. Tal práctica entra frecuentemente en el reino de la inercia, y se percibe hasta en medios informativos asociados con las causas que Cuba ha defendido y debe seguir defendiendo.
No es extraño ver un panel en el cual, al tratar sobre empeños revolucionarios, o progresistas al menos, en nuestra América, se mencionan como ejemplos varios países, pero no a Cuba. A veces, al final, alguien parece despertar, percatarse de la omisión, y añade: “Y Cuba”. Hasta podría percibirse algo así como: “¡Ah!, y Cuba”.
Si es un déficit de esos medios, algo —derecho no le faltará— debe hacer Cuba para contribuir a que sea subsanado. Y si el déficit obedece al influjo de limitaciones suyas, entonces siéntese a pensar qué debe hacer, qué está o puede estar a su alcance para que se revierta el ninguneo. No estar ya de moda no sería lo que más deba preocuparla: dejar de ser moda para mantenerse como un modo necesario, como un ejemplo de acción, de conducta, de vida, no es deplorable, sino más bien de agradecer.
Le corresponde a Cuba estar alerta y activa —con pensamiento y hechos, no con lemas— contra todo lo que pueda desbastarla y hasta devastarla, venga de fuera o, acaso en especial, de dentro, porque puede ser lo peor. Ni por un minuto debe menospreciar el daño que le causen las limitaciones objetivas que afronta, y las medidas con que necesite tratar de vencer los obstáculos, sometiéndolas con luz y sin cesar a los ideales de una Revolución hecha con los humildes, por los humildes y para los humildes.
Para no pocas personas fuera de Cuba, y también dentro, puede ser fuente de desorientación el que algunas medidas que en otros países son parte de paquetazos neoliberales —dígase, por ejemplo, aumentos de precios, privatizaciones en distintos grados con el consiguiente fomento de desigualdades, y otras— en Cuba se asumen como expresiones de la necesidad de mantener un proyecto revolucionario. Lo que sea error, subsánese, y si viene de la necesidad de enfrentar valladares fabricados por los enemigos de ese proyecto, explíquese bien. Sobre todo, no falte el ejemplo de conducta, de vida, de consagración, por parte de quienes tienen la tarea de buscar soluciones.
Se sabe que lo que se entiende por revolución no será un proceso infinito en el tiempo: ninguna lo ha sido. Pero el proyecto cubano merece —y debe, y necesita, y para sobrevivir ha de lograrlo— seguir siendo revolucionario y, en esa medida, continuidad de la Revolución misma de la cual surgió, y garantía de la permanencia de la nación que esa Revolución vino a rescatar y salvar de la voracidad imperialista.
Desde su fragua como país fundado sobre saqueos, esclavitud y masacres, los Estados Unidos se plantearon apoderarse de Cuba. No para convertirla en un estado más de la rapaz Unión —lo que tampoco cubanos y cubanas de honor aceptarían—, sino para hacer de ella una posesión al servicio de sus genocidas planes bélicos, y de sus experimentos económicos y políticos. ¿Habrá que excluir los de guerra biológica y otros engendros? La naturaleza de esa potencia está cada vez más a la vista del mundo. Basta ver la relación que mantiene con su sucursal sionista en el Medio Oriente, y con la masacre del pueblo palestino.
Confieso que me acaricia el alma leer este enjundioso y apasionado alegato de un consagrado Maestro de las palabras y las ideas. Tómesele como ejemplo e inspiración para quienes, confío en que una mayoría aunque algo menor de nosotros, persistirá sin descreimiento ni fatiga en la defensa y profundización de las convicciones y la continuidad del proceso revolucionario que le ha dado dignidad y sentido a nuestras vidas. Una vez más: gracias Toledo.