Particularmente celebro la aparición de este texto y reconozco en Rodrigo y Gonzalo García Barcha, hijos del célebre escritor, su arrojo para haber emprendido esta osadía. Valoro, asimismo, el trabajo del editor, Cristóbal Pera. Imagino que no ha de ser tarea fácil hurgar en las distintas versiones de la obra. Por ello, él mismo relata la preciada ayuda que le prestó Mónica Alonso, secretaria personal de Gabo, en su afán por adivinar a veces las anotaciones, las marcas de corrección del propio autor; advertir el sentido al variar el uso de adjetivos; identificar algunas omisiones, inconsistencias, incluso errores, provocados no por descuido del literato, sino por el progresivo desvanecimiento de sus facultades mentales.
La ilustración que hace David de las Heras para esta novela se conjuga maravillosamente con
el diseño de portada que logró Nora Grosse. Es ésta nuestra primera impresión del libro. La imagen de una mujer de espaldas, sosteniendo un ramo de flores frente a una tumba, hace que el lector se anticipe a pensar en el contenido de la obra: duelo, tristeza, culpa, remordimiento, son algunas posibilidades. Dolor, despedida, gratitud, renacimiento espiritual, son algunas otras. Las letras en relieve añaden un elemento estético atractivo y proporcionan una textura adicional a la portada de una novela que, como afirman Rodrigo y Gonzalo en el prólogo, “tiene algunos baches y pequeñas contradicciones, pero nada que impida gozar de lo más sobresaliente de la obra de Gabo: su capacidad de invención, la poesía del lenguaje, la narrativa cautivadora, su entendimiento del ser humano y su cariño por sus vivencias y sus desventuras, sobre todo en el amor. El amor, posiblemente el tema principal de toda su obra”.
Sabemos que García Márquez es, quizás, el exponente más reconocido del realismo mágico y que, en sus obras, los eventos pueden saltar hacia adelante y hacia atrás en la línea temporal de la historia, creando una sensación de circularidad y atemporalidad. Sabemos también que sus protagonistas suelen ser personas comunes enfrentadas a circunstancias extraordinarias, y están hábilmente desarrollados con rasgos distintivos, pasados intrigantes y motivaciones profundas. Así lo advertimos al conocer a Ana Magdalena Bach, una mujer de cuarenta y seis años que, cada 16 de agosto, viaja a una isla, se registra en un hotel habitual, visita la tumba de su madre, una célebre maestra de primaria que no quiso ser nada más, pero tampoco nada menos, y luego, al día siguiente, regresa a casa con su familia. Las descripciones detalladas y evocadoras de García Márquez llevan al lector a la misma isla que visita la protagonista año tras año y lo hacen viajar en el transbordador, trasladarse en el mismo taxi que la conduce al cementerio; lo hacen pensar en las espigas florales, altas y delgadas, de colores variados, manjar de mariposas y colibríes, que constituyen el ramo de gladiolos que, como acto litúrgico, le ofrece la hija a la madre ausente en cada visita al camposanto.
Ana Magdalena es hija de un maestro de piano que se desempeña como director del Conservatorio. Está casada con Domérico Amarís, un director de orquesta que viene también de una familia de músicos; “hombre de cincuenta y cuatro años, bien educado, guapo y fino”. Su matrimonio había alcanzado los veintisiete años. Se amaban desde hacía mucho. Por eso no dudó Ana Magdalena en casarse con él antes de terminar la carrera de Artes y Letras. Juntos procrearon dos hijos, un hombre y una mujer. El primero tiene ya veintidós años; la segunda, dieciocho. En estas casi tres décadas de matrimonio se había adaptado a su marido, “se hizo como él, y él la conoció tan a fondo que terminaron por ser uno solo”. Por esta razón, a su esposo le pareció sospechosa la actitud de su mujer luego del viaje más reciente a la isla donde Micaela, su suegra, había pedido ser sepultada tres días antes de su fallecimiento. La notó distinta. Y es que, en aquel viaje al panteón, el “único lugar solitario” en donde ella no podía sentirse sola, había conocido a un ingeniero civil que terminó llevándola a la cama. Ana Magdalena “había fornicado y dormido por primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo”. El cortejo había comenzado en el bar del hotel en el que se había hospedado. La música, la comida, la ginebra con hielo y soda, habrían hecho que ella se sintiera “pícara, alegre, capaz de todo”. Quedó deslumbrada entonces por un hombre distinto y distinguido, “aseado, impecable en el vestir”, con unos grandes ojos amarillos que la hipnotizaron y con el que habló de música y literatura, y de quien tenía la sensación de conocer desde siempre.
Ana Magdalena, una lectora asidua que disfrutada de las novelas de amor, había comenzado a vivir su propia fantasía y a mirar el mundo de otra forma. Se dio cuenta entonces de que “siempre anduvo por la vida sin mirarla”. Pero también tomó conciencia de que se había entregado a un hombre del que no sabía ni siquiera su nombre. Ese hombre la había hecho vibrar. “¿Por qué yo”, preguntó él? “Fue una inspiración”, contestó ella. Con una prosa rica en metáforas y simbolismo, García Márquez nos relata la historia de una mujer que, luego de aquel acontecimiento, no volvería a ser nunca más la misma. Mujer que, en el octavo mes del año, en el calendario gregoriano, habría de volver al cementerio y aquella isla, para debatirse “entre el decoro y la tentación”.
Tomado de la Jornada de Semanal