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Con José Martí aquí y ahora, y siempre

Con vistas a la conmemoración del centenario (enero de 1991) de la publicación de “Nuestra América”, cardinal ensayo de José Martí, al autor del presente artículo se le pidió una intervención para el panel auspiciado en el Aula Magna de la Universidad de la Habana por la Unión de Jóvenes Comunistas y el Seminario Juvenil de Estudios Martianos.

Su intervención, que tituló Ser o no ser con José Martí, y poco después fue publicada por la Casa Editora Abril, nació a la vez de la petición mencionada, y de un comentario que poco antes había oído, hecho por un profesional de los estudios históricos. Podría resumirse en que “José Martí es tanto más actual cuanto más se aleja del socialismo”, un “se aleja” que en todo caso cabría entender como “se le aleja”, porque Martí está y estará en el seguro sitio donde se encuentra. Así surgieron, con el enfoque y el título de la intervención, el subtítulo —Algunas implicaciones y sugerencias desde aquí y ahora— y su rumbo, que de alguna manera se recordará en los siguientes párrafos.

El primer siglo del ensayo martiano se cumplió cuando la Unión Soviética —dicho con áspera y eficaz expresión de Fidel Castro— se había desmerengado, y con ella lo que se tenía por socialismo real. Ese rótulo podría discutirse, pero incluyó, aunque fuese aleatoriamente y al margen de la voluntad de sus creadores, un aporte: se acuñó calzado por la idea de que ese socialismo era, como también se dijo, el realmente existente, y vida y dudas —he ahí el aporte— propiciarían entender lo de real en su doble raíz etimológica: res, de donde viene realidad, y rex, origen de realeza. Por esta última acepción empalma, de paso, con lo monárquico.

Hasta la demolición de la URSS y del socialismo supeditado a ella fue habitual certificar que el socialismo, aquel, era irreversible, término que en la historia no tiene trazas de ser fiable. Al parecer, además, el modo de pensamiento —o de no-pensar—insuflado en la idea que ese vocablo abonaba, propició ver doctrinariamente socialismo en todo lo que mereciera considerarse revolucionario, así como devaluar todo lo que no se ajustase a los principios e ideales socialistas, según ek supuesto socialismo real e irreversible. Si no cabe asociar todo eso, de modo indiscriminado, con lo doloso y los estragos del oportunismo, tampoco se debe estimar acertado, ni ajeno a torpezas.

En semejante contexto ni el legado de José Martí se libró de interpretaciones mistificadas. A riesgo de simplificar en exceso el juicio, y sin pretender ni remotamente agotar argumentos, apúntese que a veces se lamentaba que no hubiera sido marxista y leninista, o se hacían malabares buscando en qué medida podía considerarse que se acercaba a serlo. Se le aplicaban conceptos o cartabones que no iban con él, y de algún modo se le devaluaba por su personal religiosidad y, filosóficamente hablando, los componentes idealistas de su pensamiento, o se cargaba la mano para sostener, insinuar al menos, que no era religioso, y presentar como ateísmo sus posiciones anticlericales.

Un marxista francés que, al decir de Juan Marinello, tenía nombre de sabio, y lo era, Noël Salomon, buscaría con inteligencia y honradez una manera de entender cómo el idealismo filosófico atribuible a Martí en comparación con el materialismo dialéctico e histórico —y que él estuvo lejos de ser cuestión de dogma— no le impidió situarse en lo más radical y avanzado de la praxis para su entorno y sus fines revolucionarios. De ahí que Salomon lo definiera como idealismo práctico y a Martí, por tanto, como idealista práctico.

Pero el estudioso que bregó por el conocimiento del marxismo y de Martí en Francia, y en la formación de discípulos valiosos para esos cometidos, no se libró de objeciones que más o menos apuntaban al diversionismo ideológico. El enfrentamiento del abarcador concepto etiquetado con ese nombre resultó complejo, y no hay espacio en estas líneas para tratarlo, pero puede darse por sabido, al menos en lo básico. Y si hay razones para no asumir todas sus aristas, los excesos cometidos tampoco legitiman el debilitamiento de la necesaria lucha ideológica.

Si en distintos lares, señaladamente —pero no solo— fuera de Cuba, las posiciones contrarrevolucionarias, diametralmente opuestas a los caminos martianos, seguían (y siguen) su rumbo, que incluía (incluye) tergiversar a Martí, en Cuba, aunque no fueran mayoritarios, no faltaron los extremos opuestos, con ostensibles intentos, por ejemplo, de conciliar su legado, si no igualarlo, con Marx y Lenin. Pero el problema no estribaría en buscar las coincidencias que podría haber, y hay, entre ellos, sino en los modos erróneos y descontextualizados de hacerlo.

Junto con los lamentos que suscitaba ver, o imaginar, puntos a los que Martí no había llegado, lo que habría que “perdonarle”, se daban afanes que movían no ya a ver las coincidencias aludidas, sino a extrapolar conceptos, a desnaturalizar la realidad, a falsearla. No bastaba que, antes que Lenin, Martí hubiera creado un partido político para unir las fuerzas revolucionarias de un país, y lo hiciera con guías organizativas y conceptuales en que disciplina y libertad se conjugaban al servicio de la lucha.

Se tendía ver al Partido Revolucionario Cubano regido por el centralismo democrático en términos leninistas, y hasta se le calificó de partido de nuevo tipo. Pero, dado su contenido específico para entender el proyecto de Lenin, esa expresión no equivale precisamente a un nuevo tipo de partido. Y, para algunos, el temprano antimperialismo de Martí no parecía valer tanto por sí mismo como por el aval que le vendría de los estudios hechos por Lenin años después sobre el imperialismo ya más formado.

Martí creó un solo partido para encauzar su proyecto y aglutinar con ese fin el frente pluriclasista interesado en liberar a su patria, en medio de otros partidos que representaban otros intereses, contrarios incluso. Políticos de muy diversas ideologías podrían fundar también para sus propios fines un partido, pues la idea de crear varios partidos a la vez parece patrimonio del absurdo. Pero no faltaron aseveraciones de que Martí había sido iniciador del unipartidismo, práctica política y concepto que ni siquiera cabe ubicar en la Rusia de Lenin, donde había otros partidos, no solo el bolchevique.

El cartabón doctrinario —dogmático, y hasta colonizado—, impedía ver la originalidad de Martí, quien no necesitaba sentarse a esperar que en Europa, ni en Eurasia, ni en ninguna otra comarca del mundo aparecieran las respuestas para las preguntas que él debía hacerse, y se hacía, como representante y líder de un movimiento revolucionario de liberación nacional. De una revolución, añádase, que se daba en Cuba, con un desarrollo económico y social determinado, y rodeada, de un lado, por los pueblos de nuestra América y, del otro, por la potencia imperialista que se preparaba para dominar el continente y lanzarse a la búsqueda de la hegemonía mundial. Tales aspiraciones, que empezaron a consumarse en 1898 con la intervención de los Estados Unidos contra la independencia de Cuba, Martí las vio a tiempo y no solamente las denunció: preparó contra ellas la revolución cubana de 1895.

Para decirlo glosando palabras suyas, Martí pertenecía a la estirpe de los seres primarios —esos que piensan por sí mismos: un logro que para él era un deber básico de toda persona—, y pensando en su patria y en nuestra América, y en el mundo todo, halló en los pobres de la tierra —era uno de ellos— los principales aliados, el arca de la alianza del afán independista que, salvo excepciones, los más opulentos abandonaban. A la vez, con la experiencia que le dio vivir en los Estados Unidos cerca de quince años en el tramo final de su destierro forzado, comprendió que ya no se trataba solo ni en lo determinante de independizarse de España, sino también de los Estados Unidos.

Al parecer, desde que el socialismo dejó de estar de moda —lo que puede verse con entusiasmo, si equivale a que, aunque no sea una realidad consumada en parte alguna del mundo, se convierta en un modo lúcido y firme de pensar y actuar—, la mengua de prejuicios doctrinarios propiciaría mejores condiciones para frenar la tentación de juzgar a Martí y su legado con patrones ajenos. Pero también, y hasta se vería como algo más elegante y “científico”, podía reducírsele a una especificidad que menguaría su valor universal.

Así, por las ganas de alejarlo del socialismo podía llegarse a ignorar que su proyecto político se basaba en pilares que hoy siguen siéndolo en el planeta —no solo para Cuba y nuestra América— para todo afán emancipador que lo sea de veras y, por tanto, para los ideales justicieros condensados en el rótulo de socialismo.

Señaladamente en el caso de Cuba, pero no solo en ella, el socialismo será tanto más socialista cuanto más se acerque a Martí, en quien seguirá hallando las lecciones que vienen de una sólida base ética opuesta de raíz a toda forma de corrupción, y sobre la cual se asientan otros dos pilares indispensables en todo empeño de alcanzar justicia política y social: echar la suerte con los pobres de la tierra —echarla de verdad, no como consigna— y abrazar la lucha antimperialista.

Traicionar a los pobres y abandonar la lucha antimperialista son modos seguros de no alcanzar el socialismo y, para Cuba como nación, sería otro 19 de mayo terriblemente devastador. Martí está y estará donde está: no es él quien debe acercarse a nosotros, sino nosotros a él. En una relación que requeriría mayor espacio para elucidarla —felizmente hay textos que han contribuido a esa tarea—, Martí no fue antisocialista, y tampoco tenía que ser socialista, pero sembró luz para el socialismo, y los ideales socialistas en Cuba, y su realización, deben ser plenamente martianos, o no llegarán al socialismo.

Imagen de portada: Isis de Lázaro

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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