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Adiós a Julio César, el hijo del carbonero

Supimos que le dio un gran infarto y estaba “malito”, esa palabra rara que usamos para definir lo terrible y que los cubanos entendemos tan bien que no hace falta agregar detalles. En medio del repentino estupor por la noticia, un colega dijo: “El ‘Cascarero’ está fuerte, bien comío, seguro sale de eso”.

Después creímos que tal optimismo era posible cuando nos dijeron que ya estaba recobrando su buen humor, locuaz, valiente; pero no, la Parca había decidido otra cosa y repitió la dosis al corazón guerrero de Julio César Pérez Viera, que esta vez no logró ganar la partida. Terrible.

Murió al filo de la 1:00 de la madrugada; en esa hora tranquila en la que la noche comienza a hacerse mañana y la pereza se ocupa del cuerpo de una manera muy singular.

Quizás ahora, mientras sus hijos, amigos, familia, colegas y oyentes nos aprestamos al adiós, el alma de Julio ya ande por su Cascarero querido, recorriendo por última vez los sitios en los que ayudaba a su padre Monguito a hacer carbón durante el tiempo muerto de la zafra; los rincones en los que la mamá Pola le decía que ella quería de él un abogado, un hombre “leído y escribido”, y donde recorrer la costa con sus hermanos y leer eran pasiones incomparables.

Ahí, en esos parajes pobres del norte del municipio de Jesús Menéndez, en su Chaparra entrañable, le fue naciendo el gusto por el Periodismo. Desde esa cumbre se enroló en sus primeros pasos, que sucedieron en Radio Libertad; se armó de valor para pasar un curso sobre el tema y comenzó, sin saberlo siquiera, a andar el camino terco de una profesión en la que fue fundador y alumno, crítico y apasionado, emprendedor y arrojado, como la mayoría de los atrevidos de la generación primigenia de la que forma parte indisoluble. A la hora de su marcha al infinito era el corresponsal de Radio Progreso en Las Tunas.

Cuando le dieron el Premio Rosano Zamora Paadín por la Obra de la Vida, en el Periódico 26 se sintió que el lauro era un poco de todos nosotros. Porque Julio fue fundador de nuestro órgano de prensa y más de una vez alabó a sus maestros, reconoció las nostalgias por el ardor de la palabra impresa y el olor inconfundible de la tinta, y dijo que el nuestro es el colectivo en el que mejor se había sentido en todo su paso profesional.

Fue el propio Rosano Zamora (Gallo) quien le dio sus primeras clases y nombres como Freddy Pérez, junto al muchachito que fue Roberto Escobar, Oscar Góngora (el Brujo), Roberto Doval, José Infante, Juan Soto, Nelson Marrero…, afloraban siempre en sus nostalgias.

Foto: Reynaldo López

Julio sabía exactamente cuándo era el momento de encender la grabadora. Nunca le tuvo miedo a la verdad, sin importar quién haría de eso algo personal y cerraría para siempre la puerta de su oficina a sus apuntes, porque del abuelo semianalfabeto y lúcido que tanto amó aprendió un día que “los jefes se van y los periodistas quedan. No se puede tener miedo de decir la verdad, nunca”.

No por gusto son legendarios sus reportajes críticos, hechos rompiendo monte en carro o en bicicleta; sus comentarios sabor terremoto y sus conversaciones acaloradas en las que escuchar también era parte importante y, sobre todo, hacer las cosas de la profesión, sin volverlas personal.

Me quedo con su carisma, el valor mayúsculo que le dio siempre a la familia y su risa campechana un día cualquiera en la ciudad, con su sombrerito fiel y su honestidad para reconocer un trabajo que le gustó y sugerirte algún nuevo tema.

Tremendo el periodista que se nos va, uno del tipo de los que dan pelea, lo escriben bien, lo dicen mejor y tienen contenido en la agenda para aportar toda la vida.

Tomado del Periódico 26

Foto de portada: Reynaldo López

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