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Piña, mamey y zapote

―Mira, para que se acabe de una vez la discusión…

Y Alberto sacó de sus alforjas, par de frutas de textura rugosa y parda, unas más redondeadas y otras más ovaladas. Como un experto, sacó el cuchillo y cortó una de ellas que dejó asomar una inequívoca carne rojiza, con una semilla lustrosa y elipsoide al centro. Este es el zapote, expresó.

A seguidas tomó el cuchillo de otra manera, hizo unas incisiones en la esférica corteza y arrancó con maestría la cáscara, para dejar al descubierto una masa amarillenta y dos ásperas semillas insertas en ella. Este es el mamey, sentenció.

― ¿Has escuchado aquel viejo refrán: “A lo que natura no da… piña, mamey y zapote”?

―Pues sí, mi abuelo y mi madre lo decían con frecuencia.

―Ellos tenían clarito que mamey y zapote eran dos cosas diferentes… ¿y sabes lo que quiere decir?

―Bueno… que aquello que no viene contigo, el don que no te dan, luego es difícil de agregar, incluso aunque te esfuerces…

―Creo que la cosa va por esos rumbos, sí… Te los dejo, el mamey y el zapote, que tengo que seguir con mi venta.

―No, no, espera un momento, que yo también tengo una sentencia que tiene que ver con el tema: “La hora de los mameyes”. Dicen que proviene del color de uniforme del ejército inglés, cuando la toma de La Habana. Tú sabes que los cubanos, no perdonamos.

―Ah, bueno… si hubieran tomado Santiago, sería: “La hora de los zapotes”.

Y tras semejante ocurrencia, ahí mismo sobrevino la carcajada. Y la despedida. Para mi amigo, todo parecía zanjado; pero a mí la curiosidad me asaltó inmediatamente. Recordé a mi profesora de Gramática ilustrando la arbitrariedad del signo lingüístico, según la perspectiva de Ferdinand de Saussure. Aquellos sonidos o signos que nombran conceptos o cosas, no guardan relación con la cosa misma que designan. Es decir, un objeto puede ser el mismo, pero recibe diferentes denominaciones.

Siempre me he preguntado cómo fue ese proceso de abstracción, quién asoció por vez primera un sonido, un nombre, un trazo con algo específico, con eso justamente y no con otro ¿Quién nombró a la tierra, tierra y al agua, agua, y el resto de los signos asociados a esas realidades en cada idioma?

Son interrogantes que nadie ha podido responder.

Eso sí, una vez asentado en determinada comunidad el signo lingüístico, esa “unidad mínima de comunicación”, esa palabra, esa manera de decirla y de pensarla… no es posible modificarla a nuestro antojo. Nos incomunicaríamos. Y aunque la lengua es un ente dinámico, que naturalmente toma y deja palabras ―sometidas al tiempo, las circunstancias, las influencias― la médula del lenguaje nos llega como un legado indispensable, como una huella insustituible.

Una palabra es siempre más que una palabra. Es una convención aceptada y procesada que porta no solo un significado, sino una tradición, un carácter, una identidad, una historia. Y cada vez que una imposición la rebaja o la aniquila, se desgaja parte de todo aquello que porta consigo.

Huellas y nombres

Nuestra búsqueda nos llevó hasta nuestra zona geográfica: México, Sudamérica, América Central y el Caribe, Estados Unidos. En muchos sitios del hemisferio occidental, esta baya de masa roja se conoce como zapote (o sapote), mamey zapote, mamey de tierra, zapote de montaña, zapote colorado y mamey rojo. ¿Qué os parece?

Así, el mamey colorado, o simplemente mamey (denominación en el occidente cubano) y el zapote (nombre que toma en el oriente de nuestro archipiélago) hacen referencia a la misma fruta de la Pouteria sapota, que pertenece a la abundante familia de los sapotáceos. El mamey colorado es, en consecuencia, un zapote.

El término zapote proviene del náhuatl “tetzontzapotl”, que significa color de tezontle, roca roja de origen volcánico muy abundante en tierra azteca. En general, zapote se usa en muchas tierras para designar frutas esféricas, grandes, dulces y con semillas.

Por su parte, el mamey (a secas) también es nombrado mamey amarillo, mamey de Cartagena de Indias, mamey de Guacayarima o mamey de Santo Domingo. Tiene el nombre científico de Mammea americana. Y es igualmente de mesocarpio dulce, comestible; pero menos conocido entre nosotros que el mamey colorado o zapote.

Recuerdo cuando fui jurado de un evento de radio en La Habana y el premio lo obtuvo el excelente radiodocumental Hayaca de San Luis, de un colectivo encabezado por los realizadores Lisandra Pérez y Georkis Cedeño. Es un poblado santiaguero que se caracteriza por una larga tradición en los platos a base del maíz, y el trabajo contaba las peripecias de un grupo de humildes pobladores que lo elaboraban y vendían.

―¿Hayaca?… ¡qué cosa es eso!

―Se trata del tamal, respondí sonriente.

El término, aseguran varios especialistas, proviene del verbo ayúa o ayuar (guaraní) que significa revolver o mezclar y aparece en varios escritos de siglos atrás. En Venezuela ―donde se consume mucho y donde se le llama del mismo modo que en el oriente cubano―, la voz popular asegura que el nombre tiene que ver con que al platillo se le echa lo que se puede, una cosa de “allá” y otra de “acá’” (ayaca).

Como ese, pudiéramos citar muchos ejemplos…

Hay que decirlo de una vez y por todas: no hay un “nombre verdadero”, no hay una denominación “correcta” y otra “incorrecta”, no hay motivos para las chanzas o las descalificaciones. Cada signo está validado por sus propios hablantes en su práctica comunicativa. Solo hay espacios para las dominancias del lenguaje, allí donde impera el colonialismo mental, donde se interpreta “lo diferente” como “lo inferior”.

Las verticalidades comunicativas, las prácticas del “centro” y “la periferia’, han sido causas de daños de largo alcance, de procesos torcidos, incluso de intentos de imposiciones y/o borrados identitarios. Cuando hablo de estos temas, siempre recuerdo a un amigo que me comentó cómo ha pertenecido a tres provincias diferentes, sin moverse un ápice de su propia casa.

Tal vez mi amigo Alberto, no sabe lo que ha causado con estos regalos, con estos mameyes que curiosamente también han tenido su hora en pleno siglo XXI, lejos de 23, fuera del Malecón.

Tomado de La Jiribilla

 

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Reinaldo Cedeño
Periodista, poeta y promotor cultural. Ha ganado en dos ocasiones el Premio Nacional de Periodismo Cultural. Premio Latinoamericano de Crónicas (Portal Nodal Cultura, 2016). Creador del Concurso Caridad Pineda in Memoriam de Promoción de la Lectura. Entre sus libros: El hueso en el papel (Editorial Oriente, 2011), A capa y espada, la aventura de la pantalla (Fundación Caguayo-Editorial Oriente, 2011), Poemas del lente (Hermanos Loynaz, 2013) y La noche más larga. Memorias del huracán Sandy (compilación, Ediciones Santiago, 2014 y 2015). Actualmente es redactor-reportero de la emisora Radio Siboney, miembro del Consejo Nacional de la UNEAC y vicepresidente del Comité Provincial en Santiago de Cuba. (Santiago de Cuba, 1968)

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