“Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida. El 14 de marzo de 1977 él levantó el auricular del teléfono de su casa, un piso 12 sobre la Avenida del Libertador desde el que se ven el hipódromo de Buenos Aires y la costa uruguaya, escuchó la voz de un hombre que dijo: ‘Llamo para hablarle de su hija’, y respondió con un grito: ‘¡Montoneros hijos de puta! ¡Ustedes son los responsables morales de la muerte de mi hija! ¡Los voy a cagar a tiros!’. O algo así. Para entonces, Jorge Labayru llevaba tres meses creyendo que su hija estaba muerta”, se lee en uno de los fragmentos que integran La llamada (Anagrama, 2024), el reciente libro de la periodista argentina Leila Guerriero.
Esa escena crucial le sirve a la cronista como una suerte de cordel del que tira para armar con idas y vueltas temporales y una estructura envolvente repleta de observaciones, el retrato de una mujer. Inteligentemente armado a partir de fragmentos –¿cómo sintetizar una vida? ¿cómo condensar esta vida?– en La llamada se superponen capas de la historia de Silvia Labayru.
Las escenas, montadas con maestría por la autora y reconstruidas a partir de decenas de encuentros con la protagonista y con su entorno, además de un centenar de entrevistas que realizó a otros personajes clave, conforman una sucesión. En una secuencia, a todas luces irreductible y para nada lineal, Guerriero narra y describe con todo detalle los días de una mujer que provenía de un linaje militar y llegó a integrar el sector de Inteligencia de la organización Montoneros; que fue secuestrada y torturada por la dictadura cuando tenía 20 años; que debió parir a su primera hija en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y entregarla a su familia a los pocos días; que fue sometida a una suerte de “reeducación” en ese centro clandestino; que fue violada por militares y por la esposa de uno de ellos; que fue obligada a participar, junto a Alfredo Astiz, de una operación en la que el represor se infiltró en plena dictadura en Madres de Plaza de Mayo y por la que terminaron desaparecidas algunas integrantes de esa organización, familiares de desaparecidos y las monjas francesas Alice Domond y Leonie Duquet; que sobrevivió a la ESMA y vivió controlada por las autoridades militares; que se exilió y fue rechazada por otros exiliados en Europa porque la veían con sospechas por haber sobrevivido; que brindó su testimonio en juicios en los que se investigó, entre otros asuntos, delitos sexuales cometidos durante la dictadura; que cuestiona algunos relatos cristalizados por parte de algunos organismos de derechos humanos; que vive entre España y Buenos Aires luego de reencontrarse con uno de sus grandes amores de la juventud; que no quiere ni puede de ninguna manera pensarse exclusivamente como una víctima eterna.
Convertida en una suerte de suceso editorial en España desde su lanzamiento a comienzos de 2024, la publicación llegó por estos días a las librerías argentinas y su autora habló ante elDiarioAR en Buenos Aires.
–“Hay una pregunta que hacen siempre: ‘¿Por qué elige las historias, con qué criterio?”. Quizás con el peor de todos. Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer, O no“, se lee en la página 22 de La llamada. ¿Por qué decidiste complicarte la vida, entre comillas, con la historia de Silvia Labayru?
–Con cualquier historia yo creo que uno se complica la vida, no solo con la de Silvia. Me parece que siempre es una complicación sobre todo cuando hacés un libro ¿no? Cuando hacés un perfil largo para una revista, también pero es una complicación que por lo menos en el tiempo dura menos. Me parece que una de las cosas que me ayudaron a la hora de narrar tiene que ver con haber enfrentado esto como cualquier otro de los trabajos que he hecho. No lo sentí como “ah bueno, ahora ante esto tengo que tener una especie de cuidado o de solemnidad”. En todo caso, tuve el mismo cuidado que tengo con todos los otros perfiles, con todas las otras crónicas. También cierta soltura en la mirada, en la escritura, en el reporteo. En este caso es un tema que nos toca a todos, o por lo menos a los de cierta generación, muy de cerca. De algún modo estamos todos atravesados por la dictadura y los desaparecidos. Si ante ello tenés una actitud narrativa reverencial, yo creo que un proyecto así puede aplastarte. Así que las dificultades que presentó este trabajo fueron las dificultades que presentan todas las cosas en la etapa del reporteo, que es tratar de agotar todas las fuentes posibles y lidiar con alguna fuente que no te quiere hablar.
–¿Olfateaste de entrada que esta historia que te había llegado a partir de un mensaje del fotógrafo Dani Yako iba a estar bien enfocada en el retrato de una persona o eso lo fuiste encontrando después?
–No, para mí fue claro que era un retrato de ella. No es que en un momento pensé “ah, esto podría ser una crónica sobre la ESMA o sobre las mujeres que parieron en la ESMA”. Nunca hubo otra posibilidad, siempre fue el retrato de ella. Es que ella tenía muchas singularidades, dentro de las muchas de las historias de las personas que pasaron por ahí. Acá había muchas marcas muy fuertes: el nacimiento de la hija en el centro clandestino, el proceso este de, entre comillas, su reeducación por parte de los militares, las violaciones, la historia de Astiz obligándola a hacer de su hermana ante las Madres de Plaza de Mayo y las monjas francesas, su exilio. Había en todo un peso muy singular.
–Al mismo tiempo, al recorrer las páginas del libro, se pueden observar también cuestiones que tienen que ver con la trastienda. Gran parte de los encuentros que tenés con Silvia son con la pandemia de fondo, con las dificultades para viajar, las restricciones, los barbijos. ¿Por qué decidiste que se colaran de alguna manera estos detalles?
–Sí, creo que hay una diferencia. O mejor dicho, hay dos cosas. Por un lado están todos estos elementos de la observación de lo que pasó alrededor de los encuentros. Y eso tiene que ver con cómo a mí me gusta escribir. Digo, a mí me gusta mucho pensar en un perfil o en una crónica como un documental, sólo que escrito. Entonces siempre tengo una manera bastante visual de abordar la escritura, con escenas y descripciones puntuales. Me parece que toda la gestualidad de una persona, la manera en la que habla, en la que se mueve, el lugar en el que está, la ropa que usa, todo eso dice mucho. Si no un texto sería el equivalente a una pantalla negra con la voz en off, el recorte de una persona dando declaraciones. Eso a mí no me interesa ni como lectora ni como persona que escribe. Me ocupé mucho en éste y en los otros libros de cuidar eso que podría llamarse como cierto dinamismo de la narración. Viste que Bioy Casares decía que la vida entra en los relatos a través de los detalles. Yo tengo eso, el ojo en el detalle. De hecho cuando terminaba las entrevistas con Silvia Labayru volvía a casa y tomaba nota sobre cómo había estado el clima ese día, qué tenía puesto ella, si me iba a despedir a la puerta y el gatito salía y corría un poquito por el palier y volvía. Guardaba todas esas cosas para después hacerlas encajar con la narración de lo que había pasado ese día a la hora de escribir. Por el otro lado está toda esta especie de trastienda que mencionaste que para mí no es la trastienda, sino que es escribir. Con esto me refiero a las observaciones relacionadas con el detrás de escena del oficio. Como las dudas que tiene un periodista, las preguntas que se hace acerca de la entrevistada. Observaciones mudas diría yo o pensamientos acerca de lo que pasa con el propio oficio del periodismo. Y eso creo que empezó a estar presente, muy presente, en Una historia sencilla que es el libro de 2013 creo, y estaba también en Opus Gelber que salió en 2019. Me parece que esa es un poco la idea: poder ver cómo la presencia de un periodista siempre es una intervención en la realidad de otro. Aunque permanezcas, como en este caso, lo más distante posible es como la búsqueda que hacemos todos. Siempre hay un punto en el que te preguntás “¿y si yo no hubiera estado ahí, qué hubiera pasado?”.
–Los episodios que se relatan en el libro tienen más de 40 años, por lo que las personas que entrevistaste debieron hacer en todos los casos un ejercicio de memoria. Pero con todas las particularidades del caso: muchos de ellos dieron su testimonio en juicios, otros suelen contar lo que les ocurrió en homenajes o relatar de distintos modos las atrocidades de las que fueron víctimas. ¿Cómo fue para vos trabajar con la memoria con sus rugosidades, con sus trampas, como materia prima? ¿Y cómo se evitan las repeticiones o las versiones cristalizadas?
–Hay un punto en el cual eso es inevitable. Porque incluso la misma Silvia Labayru relata algunas cosas de una manera muy igual a sí misma, diría. Lo que leía en eso es que se trata de la manera que encontró también de poder contar esto sin que esto la dañe cada vez que lo cuenta. A pesar de que ella tenía miedo de parecer más fría y eso a mí nunca me pareció fría. Al contrario, vi en ella muchas ganas de contar, pero de contar como oponiéndose a la idea de ser la víctima eterna. Lo decía: “No voy a llorar”. Así que por un lado aparecen estos relatos que se relatan todo el tiempo igual, no solo en ella sino en otra gente. Y creo que tiene que ver con una especie de barrera defensiva. Lo que a mí me sirvió mucho es hacer un poco lo que hago siempre, que es tratar de reunir en torno a determinados momentos muy sensibles varios testimonios. En el caso de Silvia, el primer encuentro con su marido cuando la sacaban de la ESMA o la entrega de su hija Vera. Traté de iluminar esos momentos con la mayor cantidad de testimonios posibles. De todos modos, lidiar con la memoria humana siempre es complejo porque la gente recuerda de distintas maneras. Con el paso del tiempo inevitablemente vas contando a veces un cuento que se va desvirtuando un poquito. Se va como plantando una especie de leyenda. Por otro lado, la gente también se olvida mucho de muchas cosas. Sobre todo de los eventos más traumáticos. Entonces para mí fue muy importante confiar en esto que hago siempre que es rodear el testimonio del protagonista de muchos testimonios periféricos. Y eso creo que me ayudó a iluminar el relato desde otro lado. Llenar huecos de memoria que eran eso, que eran huecos. Reponer información. Contradecir la versión de la protagonista. Contradecir con la versión de la protagonista la versión de otro entrevistado. Creo que esa es la tarea de reconstrucción que uno más o menos siempre hace cuando encara una cosa así con cualquier personaje en un perfil, con una persona como ella o con Bruno Gelber, qué sé yo.
–En este caso, debiste encarar preguntas difíciles sobre situaciones muy duras. En un momento en el que necesitás consultarle a Silvia un dato para algo muy grueso de la historia, apelás a lo que llamás en el libro “la excusa periodística” que da impunidad, en otro momento, cuando tenés que preguntarle sobre las violaciones decís en un fragmento “no hay manera de pedir detalles sobre esto”. ¿Cómo se hace ese balanceo para preguntar o cómo modular ante estas cuestiones?
–A veces se trata de ecualizar. Creo que es una cuestión de sentido común.Pasa que todas eran cosas muy heavies con muchos puntos complejos. Como yo tenía mucho tiempo para hacer esas entrevistas no estaba apurada por hacer preguntas difíciles rápido, no tenía eso de ir rapidito que hay que llegar a esto. Y la verdad es que yo creo que lo que hice fue aplicar un poco el sentido común. Con esta tranquilidad que te da el tiempo largo de reporteo. Si yo hubiera querido seguir un año más hablando con ella, creo que hubiera podido. Porque se armó como una relación que permitía eso. Entonces, cuando me tocó hacer las preguntas difíciles fueron momentos en los que sentí que ya las podía hacer.
–Sobre la tortura, por ejemplo, ella abre una ventana todo el tiempo, diciendo que nadie le había preguntado sobre eso.
–Todo el tiempo. Era como decirme “preguntame, preguntame”. Yo no sé si estoy demasiado psicoanalizada o qué pero lo leí así cuando ella lo repetía. Yo creo que cuando uno escribe tiene que tener claro primero que nada cuándo tiene que hablar el protagonista del asunto y cuándo tenés que glosar la información y contarlo vos. Fijate que en las escenas cuando ella cuenta la violación y cuando cuenta la tortura está ella en primera persona. Porque si hubiera tomado yo la información y la hubiera glosado, hubiera quedado una cosa súper sensacionalista. Todo eso que ella contaba no necesitaba de ninguna cosa más para ser una bestialidad. Cuando me contó lo de la tortura lo que me contó está en el libro en su voz. Cuando hablamos de las violaciones –y eso que muchísimas veces hablamos de las violaciones– ella me contaba más o menos lo mismo y está con su relato o con los testimonios de los juicios. Le pregunté específicamente por la vez, digamos, inaugural, cómo fue ese arranque del espanto. Siempre con delicadeza en un territorio, además, que es el de la intimidad.
–Hay un concepto que circula entre algunos entrevistados del libro y que Silvia claramente provoca rechazo, que es esto del síndrome de Estocolmo. Vos das cuenta de que ella rápidamente reacciona cuando esa idea aparece en alguna conversación sobre su historia. ¿La habías tenido en cuenta durante tu investigación? Rápidamente se pone en contra.
–La verdad es que yo nunca lo tuve en la cabeza. El síndrome de Estocolmo es según entiendo, una identificación con el captor, con el secuestrador. Una especie de transferencia casi amorosa. Y ella todo el tiempo tuvo claro que, no solo en el caso de (Alberto) González que la violaba sino en el caso de todos militares que eran seres que ella detestaba profundamente. Ella en un momento me dice “yo nunca perdí de vista quiénes eran estos tipos ¿qué síndrome de Estocolmo? Yo siempre supe. Nunca perdí de vista allí adentro quién era quién”. Creo que la figura del síndrome de Estocolmo es como una simplificación de la situación. No creo que haya maldad o mala intención. Pero yo sabía que ella era muy reactiva con esto y cada vez que alguien me decía síndrome de Estocolmo en alguna entrevista yo pensaba “esto va a ser un problema”. Pero al mismo tiempo, yo no estoy allí para corregir en una entrevista o lo que dice otra persona. Creo que en el fondo es una figura cómoda, muy popular. Como ahora, que la gente le tiene “fobia” a todo. Y por ahí no es una fobia exactamente, por ahí es miedo, alergia, o no te gusta. Puedo entender que para muchos usar términos así sea una manera sencilla de explicar algo mucho más complejo que eso. Pero también entiendo lo que le pasa a Silvia: durante años pesó sobre ella toda esta idea de ser alguien que traicionó y que por eso sobrevivió. Entonces cualquier cosa que la acerque a cualquier figura que pueda hacer pensar que ella tuvo algún tipo de acuerdo con esta gente naturalmente la altera. Y yo puedo comprender perfectamente esa reacción de su parte.
–¿Cómo leíste después de todas las entrevistas y de tu investigación ese rechazo muy cruel alrededor de Silvia que se produjo entre los exiliados cuando ella llegó a España después de haber vivido todo lo que vivió?
–Sí, es una de las cosas que más me sorprendió en todo el trabajo de investigación. Tal vez muy cándidamente yo no sabía que estas cosas pasaban, ¿vos sabías eso?
–No, la verdad que no. Quizá un poco naif, me imaginaba más un recibimiento en el aeropuerto, cartelitos, abrazos.
–Tal cual. Yo hubiera esperado cartelitos y gente diciéndole “vení, contame”. Pero visto ahora creo que esto fue así por una cosa generacional. Para gente que no participó como vos o como yo en ese tipo de militancia resulta difícil de comprender. Pero si vos leés las reglas de organizaciones como Montoneros, te agarra una cosa que vos decís “¿todo esto no es un montón para pedirle a una persona?”. Yo de todos modos me especialicé en la vida de esta mujer, no soy especialista en las organizaciones de los ‘70, pero sí puedo decir que visto desde afuera y visto desde ahora, todas estas cosas nos parecen un poco crueles. En el caso de Silvia Labayru, fue pedirle a una persona que sobrevive a un campo de concentración, que fue torturada, que fue violada. Todo este rechazo, además, venía de gente que no había pasado por nada de todo eso porque eran personas que estaban exiliadas sin haber pasado por centros clandestinos. Y digo, está bien que se hayan ido del país porque si no los hubieran masacrado. Creo que tuvo que ver con una convicción: mucha gente estaba sumamente convencida de una idea de mundo y que para lograrlo había que seguir ciertas reglas. Esas reglas incluían cosas como tomarte una pastilla de cianuro si te agarraban para que en la tortura no cometieras la tentación de delatar a tus compañeros viste. Si no tomabas la pastilla y si sobrevivías, el mensaje claro era que algo habías hecho para sobrevivir. Digo, hayas hecho lo que hayas hecho para sobrevivir. A mí me parece súper cruel pedirle explicaciones a una persona que salió de una circunstancia así.
–¿En el caso de Silvia por qué fue tan extremo? ¿Pensaste en algún tipo de explicación?
–Explicación no sé. Visto desde ahora yo creo que puedo encontrarle explicación al caso puntual y es que ella quedó muy asociada con uno de los hechos más crueles o quizás el más cruel de toda la dictadura, que fue la desaparición de la madres, las monjas y los familiares de desaparecidos. Eso fue fatal y se expandió, tuvo repercusión internacional. Obviamente repercutió mucho en la gente que estaba exiliada y fue un horror. Fue un horror. Digo, cada uno que haya desaparecido es un horror pero esto fue una cosa espantosa. La figura de Astiz, siniestro, infiltrándose en este grupo de mujeres que ya tenían familiares desaparecidos fue espantosa. Desde afuera supongo que era muy difícil entender cuáles eran las condiciones en las que una persona llegaba a esa circunstancia. Que no era que estando desaparecido en un centro clandestino levantaba la mano y decía “bueno, si necesitan a alguien yo estoy, eh”. Pero desde afuera se veía como una colaboración aunque esté clarísimo que los obligaban a eso. Digamos también que eran otros años, eran otras épocas y uno puede comprender que desde la convicción de que estás militando allí, en una organización que tiene una estructura militar, pienses que tenés que obedecer y seguir las reglas. Entonces, si estás convencido, esas reglas te parecen muy lógicas. Aunque a nosotros hoy nos parezcan un poquito despiadadas.
–En este sentido, contás en el libro que un amigo te dice “por fin te metiste con los ‘70”, un tiempo al que parecería que siempre estamos volviendo.
–Yo creo que si hubiera asumido que tenía esa responsabilidad de decir “voy a contar los 70” en un libro hubiera sido una mochila muy pesada. Nunca hubiera podido con eso. Yo estaba muy interesada en la historia de ella, de esta mujer, y por supuesto el libro habla de una época y la larga sombra de esos años, porque cuento su vida hasta sus 66 o 67. Y esa larga sombra de aquello que pasó cuando ella tenía 20 años sigue acechando. Creo que el clima de época está, pero como de soslayo. No es que yo quería escribir un libro sobre los 70. Yo creo que hay gente muy capacitada que ha hecho muy bien eso y que tiene habitaciones enteras repletas de documentación sobre la época. Pero yo no soy esa clase de narradora. A veces se confunde el periodismo narrativo con el periodismo de investigación. Yo no soy una periodista de investigación. Entonces, teniendo claro el foco, yo no quería contar la historia del asalto a no sé qué en Tucumán o tal o cual acción de un grupo. Y, sobre todo, quise hacer mi trabajo con intención de nunca generar un juicio moral. Yo no estaba ahí para juzgar ni a los Montoneros, ni a ella, ni a lo que habían hecho. Ni siquiera lo que le habían hecho a ella. Era contar su historia.
–En el medio, aparecen curiosidades de ella, de quienes fueron sus amigos o parejas y de otros entrevistados. Varios de ellos hablan mucho de sexo, por ejemplo, en los testimonios que reuniste. ¿Te llamó la atención esto?
–¡Sí, muchísimo! (risas). A mí como periodista me servía que me contaran todo. Yo no soy nada pacata, pero de verdad que era muy conmovedor ver cómo para todos ellos era muy importante decir si se habían llevado bien o mal con Fulano en la cama o si tenían mucho sexo o poco sexo. En un punto me resultó divertido. Me parece también parte de una pulsión vital genial, que también es muy generacional. Yo no creo que no hable de sexo por ser pacata sino simplemente porque es una cuestión que forma parte de una intimidad. Pero pensá que era la generación de los 70. No me voy a poner a hacer sociología barata, pero a esta gente en su plena juventud no le pasó lo que le pasó a la gente de mi generación, que fue el HIV. Había una cosa más libre. Quizás tuvo que ver con eso. Pero sí, el sexo circulaba ahí de una manera y ahora mismo hablan así. Ella misma (Silvia Labayru) va contando que se acostaban los unos con los otros como quien se dice “pasame la panera”. Divertido, ¿no?
–¿Hay un momento que decís basta, hasta acá llego, en estos trabajos tan intensos? ¿Cómo funciona eso?
–Sí, cuando sentís que tenés la historia ya contada en términos de que todos los huecos, los agujeros te quedan claros. Uno nunca puede conocer a alguien hasta el fondo, pero tenés que tener la sensación de que lo conoces hasta el fondo. Por un lado, una humildad para saber que no podés y, por otro, la sensación de que sí lo lograste. A veces pasa que intentás muchas veces con un entrevistado llegar a un lugar equis con las preguntas. Pero cuando las respuestas son siempre las mismas y llegás siempre al mismo callejón ya aparece una cosa de decir “bueno, acá no hay más” o “nunca voy a encontrar nada”. Ahí también es momento de irte. También creo que cuando pasás tanto tiempo con una persona corrés el riesgo de que después de pasado un límite eso empiece a desgastarse. Silvia siempre fue súper generosa, jamás me hizo sentir esa incomodidad, pero yo creo que hay que cuidar que eso no pase también.
–Después de darle un cierre a una historia tan intensa, ¿te ponés con algo nuevo? ¿Te tomás un tiempo de respiro o cómo lo manejás?
–Después de entregar cualquier historia te quedas completamente vacía. Después de entregar La llamada me fui a la Costa Brava a hacer una residencia y pasé allá dos meses. De eso salió un texto sobre la estadía de Truman Capote en la Costa Brava, donde él escribió parte de A sangre fría. Era un texto súper difícil de hace y de investigar y qué sé yo. Salió esa cosa mucho más chica, pero fue difícil. Después de eso seguí, hice perfiles, viajé y ya me metí con otro libro. La verdad es que no esperaba meterme con otro tan rápido. Nunca me pasó una cosa así de terminar una cosa y saltar a otra. Y a lo mejor tiene que ver con que la historia que estoy contando me interesa mucho, pero también con no dejar que ese vacío se estire mucho. Siempre pasa igual, no hay cómo evitar ese vacío. A mí me pasó después de cada uno de los libros. Pero no porque pase siempre deja de ser horrible. Pero qué sé yo, escribir es una carrera de larga distancia, tenés que estar escribiendo siempre. No sé cómo hace la gente que escribe una vez cada tanto, yo escribo todos los días.