Quien escribe estas líneas mantiene la esperanza de haber oído mal lo que creyó oír en un espacio de la imprescindible TeleSur, y dicho por un alto funcionario venezolano de la cultura artístico-literaria, al presentar a una cantante de su país, quien interpretaría “una canción de Lucho Gatica”: nada menos que Contigo en la distancia, que sobresale entre los grandes himnos compuestos al amor por un artista cubano esencial, César Portillo de la Luz.
Al contarlo en una escueta nota de su perfil de Facebook, hubo numerosas reacciones, comentarios incluidos, lo que —para su tristeza— no suele ocurrir con publicaciones suyas como las dedicadas a Palestina. Numerosas personas expresaron disgusto por la errónea atribución de la joya citada a un cantante chileno que hizo época y estaría entre sus intérpretes, pero que, si lo fue, no parece haber dejado huellas como autor.
Tan sólida es esa canción de Portillo de la Luz, que su significación no debe reducirse —ni esa ni otras suyas— al reino de un movimiento específico, aunque sea uno tan productivo como el filin. Vale también decirlo de la obra de otro de sus grandes pilares, José Antonio Méndez, a quien cabría alabar con el título de uno de sus más señeros triunfos: La gloria eres tú.
Dicho movimiento nació en La Habana y campeó en toda Cuba —de tan aplatanado, el anglicismo de su bautizo pasó de feeling a filin—, y desbordó o sigue desbordando los límites insulares. Quizás su mayor repercusión fuera de Cuba se haya dado en México, donde triunfó especialmente Jose Antonio Méndez. Pero rebasa ese país la cifra de relevantes intérpretes de las canciones del filin, victoria en la que ha descollado precisamente Contigo en la distancia.
Las reacciones ante la nota aludida al comienzo de este artículo son explicables, pero el caso concreto señalado en ella está harto lejos de ser un punto aislado en los caminos de la difusión musical. La referencia particular a TeleSur obedeció a que fue en un espacio suyo donde ocurrió la pifia, pero ni remotamente ha sido ese medio el único donde han hallado camino errores que mueven a certificar que en todas partes lesionan habas.
El propio autor de la nota —que en páginas de hace algunos años impugnó dolosas manipulaciones mercantiles asociadas al tema y abundó en las singularidades de las letras cancionísticas y su relación con la poesía— ha reprobado en la misma plataforma de Facebook la impunidad con que frecuentemente se omiten o se confunden los nombres de quienes han compuesto las canciones: los créditos acaban beneficiando a sus intérpretes. Lo comentó recientemente a propósito de Veinte años, grandiosa habanera sobre la cual volverán estas líneas.
Señaladamente los vocales, pero los instrumentales también, los intérpretes son el vehículo por excelencia para que las canciones lleguen al público y sean apreciadas y disfrutadas por él. Para mencionar unos pocos ejemplos cubanos, basta recordar la identificación con el extraordinario Benny Moré de las que él inmortalizó con su inconfundible singularidad. Añádase el caso, quizás menos conocido, del destacado compositor Enrique Bonne, cuyo ritmo pilón en particular pasó a considerarse creación de Pacho Alonso, en lo que no cabe atribuir dolo al gran cantante, unido a Bonne por afecto y vínculos de amistad casi familiares, y por ser santiagueros de ley ambos.
Desconocer a quienes componen la música de una pieza puede llegar a lo escandaloso, y por lo general corren peor suerte quienes aportan la orquestación, aunque esta llegue a ser un elemento de gran trascendencia, o hasta fundamental. Pero en quienes forman parte de un binomio autoral, el silenciamiento de quienes “solamente” escriben los textos llega al ninguneo más implacable.
Ocurre a menudo aunque sea la contribución del conocido uruguayo Mario Benedetti a los memorables espectáculos de Las mil y una Nachas, realizados principalmente con voz de Nacha Guevara y musicalizaciones de Alberto Favero, ambos argentinos. En Cuba se debe recordar la colaboración que mantuvo con el célebre músico y compositor Ernesto Lecuona el poeta Gustavo Sánchez Galarraga, quien suele terminar ignorado “olímpicamente”, como se dice en lengua popular. Puesto que la nómina sería extensa o interminable, añadamos apenas una pregunta: ¿Cuántas personas, entre las que conocen y recuerdan La cleptómana, que fue popularísima y enriquece el repertorio de Buena Vista Social Club, saben que el texto es un soneto, “Cleptómana”, de Agustín Acosta?
Hay que ser un José Martí, un Antonio Machado o un Miguel Hernández para que en las canciones compuestas a base de la musicalización de poemas suyos sus nombres no sean borrados en la difusión. Y así y todo no es inusual que —quienquiera que haya aportado la música— canciones con poemas de Machado, o de Miguel Hernández, pasen a tenerse como obra del intérprete: Joan Manuel Serrat en este caso. Similar destino le ha tocado en ocasiones a Nicolás Guillén, autor del poema empleado en la canción de igual título, La muralla.
Repítase: esos son solo unos pocos ejemplos. Ahora mismo quien escribe no recuerda a cuál de sus amigos no cubanos estudiosos de José Martí —¿sería el entrañable Alfonso Herrera Franyutti, mexicano, quien murió hace ya varios años?— en un aeropuerto fuera de Cuba lo ayudó a franquear obstáculos el llevar en su equipaje “libros del autor de La guantanamera”. Con ello no solo se saltaba por encima de significativas mediaciones autorales, que no es momento para esclarecerlas, sino también la obra de Joseíto Fernández, responsable de la fijación musical, cancionística, de La guantanamera, y para muchos su mejor intérprete.
Volvamos a Veinte años, que con frecuencia circula en las redes como obra de quienes la interpretan, lo que implica un desconocimiento harto indeseable y, como en otros ejemplos, legalmente punible. Al terminar de actuar una agrupación vocal que si no es más conocida no será por falta de calidad, el articulista se acercó a quien la dirigía para agradecerle el cuidado con que, al presentar las piezas del programa, puntualizó en casi todas la autoría de la música y la de la letra.
Así alimentaba el conocimiento del público, que se enteraba, digamos, de que un maestro de la composición sinfónica de la talla de Leo Brower también se ha dado el gusto de crear una obra coral sobre refranes populares, anónimos como suele ser en tales casos. Pensando en todo eso, añadió que habría sido también muy útil precisar un hecho muy poco sabido: María Teresa Vera, gran intérprete a su vez, no era la creadora absoluta de Veinte años, cuya letra es obra de la también cubana Guillermina Aramburu, a quien suele ignorarse en los créditos. Pero el articulista se llevó la sorpresa de ver que ese dato lo desconocía la persona de elevada preparación musical con quien dialogaba.
Detenerse en detalles de esa índole tiene un solo propósito: subrayar la necesidad de que todas las personas que asuman la responsabilidad de difundir el legado musical procuren disponer de la mayor y más precisa información posible para su tarea. Vale decirlo igualmente de otras áreas del conocimiento, no solo artísticas, pero la música goza de especial popularidad y, por tanto, requiere un tratamiento particularmente responsable.
Antonio Machado, valiéndose de sus magistrales heterónimos, expresó: “Escribir para el pueblo —decía un maestro— ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos —claro está— de lo que él sabe”. Lo que añadió, tampoco tiene desperdicio. Estando por medio el gran Machado, ese razonamiento no puede tomarse como norma de lo común, pero sí como un desiderátum ejemplar y estimulante. Convoca a todas aquellas personas cuyas funciones —sea cual sea su clasificación laboral— impliquen trasmitir al público una información, oral o escrita, que merezca considerarse profesional, especializada o, cuando menos —que no es poco—, seria. Y atañe asimismo, en primer lugar, a los propios artistas.
A un cantante en quien cabía suponer preparación, el articulista, azorado, le oyó anunciar con entusiasmo que interpretaría Ódiame, “del mexicano Agustín Lara”. Era difícil permanecer en calma ante ese anuncio, tratándose del célebre vals creado por el peruano Rafael Otero López, a partir —se ha argumentado— de poemas de su compatriota Federico Barreto y del colombiano Guillermo Valencia. Pero la atribución a Lara —¿será que alguna vez lo interpretó, aunque no parezca o no sea afín a su estilo?— vendría a ser una entre tantas que han dado Ódiame como obra de sus intérpretes, ya se trate del trío Los Tres Reyes, mexicano en su origen, o el cancionero ecuatoriano y también compositor Julio Jaramillo, entre otros.
Cuando, para calificar asuntos que supuestamente no requieren mayor concentración o sentido de responsabilidad, se acuñaron las frases “eso es musical” y “tómalo musicalmente”, se irrespetó la profesionalidad requerida en todo lo que concierne a la música, única entre las artes cuyo nombre, tan común ya, rinde homenaje a las Musas.