La idea empezó a gestarse ese sábado por la noche. Un montón de imágenes dispersas daban una visión vaga de los destrozos provocados por las lluvias y la inusual granizada en estas latitudes tropicales. Pero nada como vivirlo en carne propia o sentir en la espalda reposar el peso del tronco caído.
Precisamente me disponía a salir a mi guardia en el turno en la redacción del matutino de Radio Reloj cuando vi el estado de Mario invitando a quien estuviera dispuesto a ayudar a contactarse con él. De la nada me vi envuelto, cual cofradía sanadora, en medio de la vorágine de preparativos junto a otra veintena de jóvenes que no tenían claro que encontrarían en el lugar pero con la convicción clara de que había que estar allí.
Sin meditarlo apenas valoré la dureza de la jornada que se avecinaba. Suponía básicamente salir de la guardia de lleno al bregar durísimo de las labores recuperativas consciente de que en la noche correspondía una vez más cumplir con la guardia.
No obstante, la moderación e instinto de autopreservación poco valieron ante la estela que anteriormente había acompañado en los Centros de Aislamiento y otras tantas batallas pasadas. Una vez más había que estar allí. No hacerlo supondría hundirse en la inconsecuencia de quedarse a medias a la hora de hacer lo que se predica.
Quién escribe ahora también se cuestiona ¿Cómo darle lugar a las llagas y el agotamiento propio sin parecer en el proceso un mero quejica al lado de los que lo perdieron todo, o casi todo? Pero prescindir de ese sacrificio, que en el momento se asume de manera sencilla y natural, sería un relato sesgado de la humanidad de quiénes, muchas veces desde la sombra, no escatiman esfuerzos a la hora de luchar, al menos desde su pedacito reducido, por un país mejor.
Si hubo un dios que descansó al séptimo día sobre el conformismo de su creación para luego consagrarlo sagrado, nosotros no podíamos permitirnos ese lujo.
Un grupo de cincuenta muchachos desembarcó en Fontanar, en el municipio capitalino de Boyeros, para allí dividirse en dos grupos para llegar hasta puntos afectados donde nos garantizaron la faena aguardaba. Valga aclarar que cuanto pudimos hacer supo a muy poco al lado del despliegue de los linieros, los combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y los cuadros de la Juventud que laboraban sin descanso para retornar a la normalidad lo antes posible.
Nuestro propósito claro reflejaba en parte la necedad de oponer, sin ser remotamente comparables, la fuerza creadora al lado de la naturaleza caprichosa que destruyó en segundos lo que quizás costó una vida edificar. Estábamos allí para, entre golpe de mocha y viaje a botar los desechos, refundar algo de esperanza, aliviar un dolor o calmar a aquella alma atormentada por los avatares de la vida y decirle que viniste, al menos por un instante, a compartir su suerte y recibir juntos el impacto de su golpe.
Estremecía profundamente el alma la calidez de aquella comunidad que hizo aparecer coladas de café y dos pomos de refresco para compartir con el grupo y aún en su desgracia, lamentaban no poder brindarnos un poco de agua fría tras dos días sin corriente, o ver andar al pequeño hijo del delegado, que encarnado por el espíritu de su progenitor, nos guío por los lugares donde estaban los adultos mayores y las personas más necesitadas.
Sobrecoge asimismo pensar en la disposición de Stef, la estudiante alemana en mi “brigada” internacionalista, que tras seis meses de estancia en la isla retornará a su país graduada de cubana tras laborar sin señal de fatiga por horas bajo el sol inclemente y tomarle especial afición a trasladar vagones y que en su español chapurreado respondía a quienes intentaban sustituirla en la tarea que no se creyeran que por ser tercermundistas éramos los únicos que podíamos pasar trabajo.
Reminiscencias de una jornada de locura compartida. De un cuerpo bronceado irradiando calor y manos temblorosas tras blandir firmes el machete para abrir camino entre los destrozos. De un espíritu reafirmado en las convicciones por las que lucha, de creer en primer lugar en la bondad y percibir sus atisbos aún en la catástrofe en el hombro presto a cobijar el sufrimiento ajeno y en la solidaridad capaz de hermanar a las personas y los pueblos. En esas, muy resumidas las razones que ningún viento ni tempestad podrá arrebatarnos.