Aun pasando a distancia prudencial de ellas, con overol, casco, guantes, espejuelos y careta antigás bien ajustados, he advertido en zonas tóxicas de las redes sociales un concierto que desconcierta: sus más «conspicuos tejedores» disparan a ráfaga, con los proyectiles de mayor calibre que admite la virtualidad, a los recientes cambios de altos funcionarios decididos en Cuba.
Enseguida uno se pregunta por qué atacan cuando fueron retirados de sus cargos algunos ministros que eran casi asunto fijo en la pizarra diaria de la contrarrevolución. La respuesta brota por sí sola: no es posible que la Isla «del inmovilismo» —según ellos— haga sus propias jugadas y les quite de un tajo unas cuantas páginas al guion de su rabianovela.
¿Quién sabe cuántos ataques a ministro o ministra de los relevados estaban listos para nuevos podcasts y ahora serán tiempo y dinero perdidos? Así, los operadores del odio se vieron obligados, como los francotiradores que fallan un disparo, a ajustar la mira a nuevos blancos. O, lo que es igual, a cambiar los nombres al centro de sus diatribas.
Tuvieron, literalmente, que improvisar frente a micrófono y, dado su escaso talento, el drama les sale comedia. Lo más curioso es que, de fiscales, de cierta manera se erigieron en «defensores» de figuras que antes denostaban a placer, y de hipercríticos de un Gobierno de plantillas dormidas pasaron a fustigar al Gobierno que anunció sustituciones.
Mezclando a Fidel y Maceo, habría que decirles: no nos entendemos, señores (lacayos de) imperialistas; sin embargo, el pasaje es más hondo que las puntuales muestras de odio con influenza —son influencers letalmente virales, a no dudar— de estos individuos que muchos de nuestros ciudadanos se atreven a atender cándidamente, sin nasobuco, en las redes sociales. La mentira enferma.
Lo admito: no puedo dejar de relacionar la decisión del Gobierno con las palabras de Raúl Castro el primero de enero pasado, en Santiago.
Tras hablar de confianza; que es, junto a unidad, la palabra que más define y salva en esta tierra, el General en Jefe de Cuba —siendo ya El Viejo, el conductor, el estratega y recio guerrillero, lo veo como lo más cercano a Máximo Gómez que tenemos hoy— dijo sin anestesia que los no capaces, los no preparados y los cansados, los que tengan deudas con las exigencias del momento, debían ceder sus puestos.
Probablemente el pasaje, con Raúl como centro, inspiró esos titulares tremebundos sobre limpieza doméstica, lucha intestina entre legendarios barbudos y jóvenes afeitados y neutralización de rivales que tanto entretienen a la «contranostra» de Miami por estos días.
Habría, al respecto, que apuntarles dos cosas: primero, que a sus 92 años Raúl Castro está sobrado de autoridad para emitir una opinión así —su frase de mantener el pie en el estribo significa justamente seguir involucrado en los destinos de la nación—; segundo, que, como tantas veces, Raúl no dijo sino lo que en los barrios y en las casas, en las fábricas y las escuelas, en los laboratorios y en los teatros dice desde hace rato el pueblo de Cuba.
La gente exige que el sacrificio de los dirigidos se corresponda con la eficiencia de los dirigentes y esa demanda —la más natural del mundo, pero a la que el pueblo cubano, por su resistencia, tiene un derecho extraordinario— concuerda íntimamente con el llamado de Raúl a los cuadros a meditar qué más hacer «para justificar la confianza y el ejemplar respaldo de nuestros compatriotas».
En fin que, si quedaba alguno por enterarse, desde entonces debe saber, como sabe Raúl, cuánto cuesta a las familias humildes ese respaldo prolongado. Ahora bien, la autoridad moral para evaluar esos y los cambios que vengan en Cuba es patrimonio de los hijos del país —ya estén dentro o fuera de él— que compartan las angustias y esperanzas de un pueblo criminalmente cercado por los mentores de estos pregoneros de la contrarrevolución. Quien agrede a los hermanos no puede decirse familia.
Cuba no tiene que acomodar su tablero a las reglas del enemigo; más bien lo contrario. Si aquel critica, habremos de felicitarnos y decir como no dijo el Quijote: «Ladran, Sancho; entonces cabalgamos». Que se preocupe el Gobierno cuando gane el elogio del adversario, porque entonces será el pueblo quien lo censurará.
No dudo que el concepto de Revolución de Fidel implica también cambiar a todo el que deba ser cambiado. El Che Guevara, ese dirigente paradigmático y a veces hermosamente «incómodo», describe también para hoy, desde su texto El cuadro, columna vertebral de la Revolución, que algunos de ellos «… han triunfado plenamente, pero hay muchos que no pudieron hacerlo completamente y quedaron a mitad del camino, o que, simplemente, se perdieron en el laberinto burocrático o en las tentaciones que da el poder».
Desaparecieron, aparecieron… a veces con corchos en las espaldas, ya sabemos. Como los ciudadanos de filas —que espontáneamente se ponen de acuerdo para levantar en peso una nación y lo hacen como si nada…—, los cuadros están condicionados únicamente por las cualidades humanas y el talento, correlación que a la postre decidirá su duración como tales o el anónimo paso a «otras responsabilidades».
Nadie debería asombrarse porque unos cesen o sean cesados; sin embargo, es tan fuerte el reflejo atávico a evadir el tema que, francamente, me siento un poco raro escribiendo esto cuando los periodistas cubanos debíamos ser los primeros en comentar sin reservas tales asuntos, más allá de las escuetas notas oficiales, y en evitar que los malosos de siempre nos roben la arrancada en la noticia y a menudo, con su tergiversación, hasta el pendón de la meta.
Mientras se expliquen y correspondan con el clamor de la calle, los cambios (también de altos funcionarios) no debilitarán, sino harán más fuerte, la Revolución. Lo que es paradójico y difícil de entender es que —por más esfuerzos que hagan o valores humanos que tengan ciertos funcionarios— sectores decisivos francamente estancados, que mantienen trabadas las aspiraciones de progreso de miles o millones de personas, conserven intacta su tripulación de mando.
De cara a la realidad, a cada rato alguien repite en cualquier sitio la pregunta dolorosa que una noche le hizo a Cuba Daniel Ortega, desde la Plaza de la Revolución: «¿Dónde está Fidel?». Ya sabemos la respuesta: Fidel pelea desde otro flanco. En un período histórico absolutamente breve, este archipiélago definitivamente chico tuvo el privilegio de parir y/o cobijar a genios del pensamiento, la ciencia, las artes, la geopolítica, las armas, la conducción popular… sin embargo ahora nos toca avanzar (solo) con hombres. ¡Y ha de hacerse!
Por eso los «normales» debemos honrar a los gigantes con la atención a su genio. Escuchar, por ejemplo, cómo Máximo Gómez recomendaba a los cubanos «… ser atinados en la elección de ministros […] que no alfombren sus casas […] antes que las espigas maduren con abundancia en los campos de la patria […]» y no tener «… ministros con mujeres que vistan de seda, mientras las del campesino y sus hijos no sepan leer y escribir».
Así era el guerrero «cascarrabias» que el imaginario popular cubano retrata indefectiblemente llamándonos, desde el atril de su caballo, a encontrar ese justo medio a menudo perdido en nuestra muy criolla desmesura; Gómez, el primer vigía del campamento de la patria, el corneta al que hemos de escuchar cada vez que alerte en nuestras filas de trote por sendero desviado o corrupción. Y al que toque cepo mambí… ¡cepo mambí!
Objeto de no pocas incomprensiones e ingratitudes, el curtido general defendió a machete limpio la vocación de servicio que debe regir un Gobierno, idea central, igualmente, en el proyecto de República de José Martí, quien sostenía que incluso «… el jefe de un país es un empleado de la Nación, a quien la nación elige por sus méritos para que sea en la jefatura mandatario y órgano suyo…».
Para el Apóstol, un hombre era apenas «el instrumento del deber» y el gobierno mismo, «…un encargo popular: dalo el pueblo; a su satisfacción debe ejercerse: debe consultarse su voluntad, según sus aspiraciones, oír su voz necesitada, no volver nunca el poder recibido contra las confiadas manos que nos lo dieron, y que son únicas dueñas suyas».
Leyendo ese pensamiento uno entiende mejor dónde se afincaban las consultas infinitas y la puntual rendición de cuenta de Fidel al pueblo, pero todos sabemos lo que hacía el Comandante con las opiniones que sobre nuestros cambios emitía la inefable contrarrevolución de enfrente.
La rotunda seducción que Fidel Castro ejercía sobre los cubanos se nutría justamente de Martí, el tribuno más escuchado por la independencia, desde el siglo XIX hasta hoy. Tal vez intuyendo con décadas de adelanto la llegada de ese «hijo», el Delegado sostenía que «…no debe gobernar el que no tiene capacidad de convencer». El caguairán de la piedra culminó la Revolución de Céspedes y convenció siempre: le cumplió al Apóstol y nos cumplió con creces.
Siguiendo el rastro del Apóstol, cambiemos con Fidel lo que —y al que— debe ser cambiado para afirmar los avances que necesitamos y sentémonos a la puerta de nuestra casa, como el hombre sereno del proverbio árabe, no tanto a ver pasar el cadáver del enemigo, sino la perreta derrotada de quienes en las redes se llenan los bolsillos monetizando las dilaciones de la Revolución.
Foto de portada: Alberto Korda
Excelente y necesario análisis.