I
Desde su primera estancia en México, en 1820, la imponente naturaleza de la nación hermana cautivó al joven Heredia. Asunto de sus poesías, por entonces, fueron los volcanes y las pirámides de las culturas ancestrales que habitaron Mesoamérica. Las odas “Al Popocatepetl” y “En el teocalli de Cholula”, son buenos ejemplos, en particular, la segunda, donde manifiesta una notable madurez para la descripción y reflexión filosófica con solo diecisiete años de edad.
La precocidad demostrada en dicha oda, aún hoy es parte del debate sobre las posibles modificaciones y correcciones que le hiciera el poeta en las dos ediciones de sus poesías que con posterioridad publicó, la de Nueva York (1825) y la de Toluca (1832).
A cuatro años de concebir su primera versión de la oda “En el teocalli de Cholula”, la naturaleza volvería a deslumbrarlo con otra de sus maravillas, en esta ocasión, durante su visita a la región de los Grandes Lagos, frontera natural entre Canadá y Estados Unidos donde se encuentran las cataratas del Niágara. De esta experiencia, por supuesto, también dio testimonio a partir de la epístola y la poesía, sólo que, por esta vez, la relación entre ambos géneros fue de las más logradas y emblemáticas de toda su obra literaria.
De hecho, la carta no es segunda del poema, si nos atenemos a su concepción literaria y función descriptiva. Ella es el complemento en prosa de lo que llegó a ser la oda.El acercamiento al torrente de agua se anuncia en aquellos sentidos que estimulan y preparan el intelecto y la sensibilidad del poeta para el encuentro: el oído y el olfato. El sonido cada vez más ensordecedor por la cercanía de las cataratas, y el frescor ambiental del agua pura hecha del tiempo que corre interminable.
En esta carta, Heredia deja un testimonio imperecedero del estado del poeta previo al hecho poético que le anima e inspira, en este caso, al pasar de la poesía a la prosa, cual dos estados superiores del espíritu relacionados entre sí. (La primera versión de la oda, fue concebida el mismo día in situ; la carta, días después).
Por último, el sentido de la vista… La visión final, real de lo intuido y sentido como una locación del destino, se presenta ante sus ojos en toda su magnitud. En un primer momento lo visto sobrepasa su imaginación, así como toda idea de grandeza que pudiera haberse hecho camino a su encuentro. De ahí la continuidad entre ambos géneros, al igual que las aguas que arrastra el torrente (la prosa) antes de despeñarse en el espacio (la poesía).
Sereno corres, majestuoso, y luego
En ásperos peñascos quebrantado
Te abalanzas violento, arrebatado,
Como el destino irresistible y ciego…
Y, de ahí, también, que ante tan magnífica escala de la naturaleza, con irreprimible nostalgia recuerde aquella otra más humilde, pero no por ello menos bella y entrañable, que con fervor de cubano en tierra extranjera entonará en inmortales versos:
Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista
Con inútil afán? ¿Por qué no miro
Alrededor de tu caverna inmensa
Las palmas, ¡ay! las palmas deliciosas
Que en las llanuras de mi ardiente patria
Nacen del sol a la sonrisa y crecen,
Y al soplo de las brisas del Océano
Bajo un cielo purísimo se mecen?
La naturaleza une, porque es asiento de un mismo sentimiento de patria, que llamamos humanidad. En ese espacio-tiempo, finalmente, Heredia concibió su oda más conocida y, quizás, la más divulgada de todas las que ha inspirado el Niágara en los más diversos idiomas en estos últimos tres siglos.
II
De regreso, se establece en Nueva York, donde logra un trabajo estable como profesor de español y francés en una escuela para niños de la clase alta. Y se da a la tarea de compilar sus obras bajo el título nada presuntuoso de Poesías. A finales de 1824 la selección está lista para imprenta, por lo que verá la luz en enero de 1825.
Esta primera edición de sus poesías tendrá 162 páginas y estará dedicada a su tío don Ignacio Heredia. Sin embargo, destaca en la misma el hecho de que no aparece ni el poema epístola “A Emilia”, ni el que le dedicara a Washington en Mont Vernon. Las razones de ambas ausencias se han relacionado con la esperanza del poeta de un fallo a su favor en la causa que se le seguía en Cuba y, en consecuencia, la posibilidad cierta de que su obra poética entrara y circulara entre sus compatriotas sin censura.
El tribunal, finalmente, falló en su contra el 23 de diciembre, aunque no fue de su conocimiento hasta enero de 1825 —¡oh, ironía!—, data de la primera edición de sus poesías. La condena: extrañamiento perpetuo de la isla.
La oportunidad de volver a reencontrarse con los suyos, por el momento, queda fuera de su plan de vida; por segunda vez, el destino lo deja a solas entre la poesía y un renovado rechazo al sistema colonial imperante. Su Rubicón, seguir combatiendo con sus versos por la independencia de Cuba, y ser el primero de los grandes poetas de su tiempo en cantarle a la libertad en la América hispana.
III
México recién había alcanzado su independencia, aun cuando España intentará en vano recuperar el antiguo virreinato en 1829. En Nueva York, el representante del país azteca, es el muy activo ecuatoriano Vicente Rocafuerte, quien llegaría a ser presidente de su país.
El reconocimiento que empieza a tener la poesía de Heredia en Europa, incluso en España, y sus antecedentes patrióticos reafirmados con la decisión en su contra por parte del gobierno colonial de la Isla, llevarán a Rocafuerte, admirador de su poesía, a escribirle una carta de recomendación al primer presidente de México, Guadalupe Victoria, necesitado como estaba su país y gobierno de gente joven, talentosa y de ideas independentistas.
La respuesta del presidente es afirmativa. Heredia no duda; en agosto de 1825 parte de Nueva York con destino a México, desembarcando en Alvarado, puerto cercano a Veracruz, el 15 de septiembre del citado año.
Si dos años atrás un posible naufragio le pareció de mal augurio, en esta ocasión la travesía por mar le debió reanimar aquellos primeros sueños de poeta de la independencia, cuando a la vista del monte llamado Pan de Matanzas, lleno de amor patrio, concibió el “Himno del desterrado”, verdadero monumento literario que inspiró a los cubanos en las tres guerras por la independencia nacional que libraron en el siglo XIX.
México sería su segunda patria; en esta tierra hermana residió durante su exilio político, y en ella murió a la edad de treinta y seis años, un 7 de mayo de 1839.
La influencia de su poesía, en particular, la patriótica, más su obra como periodista, profesor, historiador, crítico literario y dramaturgo, contribuyó a reavivar en las nuevas generaciones de cubanos el ideal independentista; el mismo que a casi dos décadas de su muerte, se haría grito de guerra en Yara, un 10 de octubre de 1868. ¿Qué otro mejor Poeta Nacional para la nueva patria que nacía?
En el 220 aniversario de su natalicio en Santiago de Cuba, un 31 de diciembre de 1803, honrarlo, como dijo e hizo José Martí, honrará siempre a todo cubano y latinoamericano verdadero.
¡Hasta la poesía siempre!
Tomado de La Jiribilla
Foto de portada: Dominio Cuba