A la luz de una chismosa en un bohío, allá donde el diablo dio las tres voces, en una esquina de Jatibonico, conoció a Guillermo Tell, y hasta se puso en la piel del hijo del cazador y del propio ballestero, cuando este se vio obligado a disparar la flecha contra la manzana, que, a duras penas, sostenía el niño en la cabeza. Quizá desde entonces Yoleisy Pérez Molinet piense más en el prójimo que en ella misma.
Y supo de este héroe suizo y de tantos otros personajes, gracias a la amabilidad de José García, un guajiro culto que le abrió las puertas de su casa de palma y techo de guano. Para este montuno y la hoy editora general de Escambray, aquel cuarto, atestado de revistas y libros, era la copia de la mítica biblioteca de Alejandría. Lo adivino por la pasión con que habla; allí se sentía como tojosa en la llanura.
He de imaginarla por la guardarraya, flaca como un garabato —hoy tampoco luce muchas carnes—, sorteando los charcos, en compañía de su hermano, para llegar hasta aquella mole de concreto y cabilla que la Revolución plantó en Reforma 6, a solo un paso de Ciego de Ávila, para que los estudiantes aprendieran que la comida no caía del cielo.
En aquella secundaria básica en el campo, donde su mamá Maira trabajaba en la cocina, Yoleisy descubrió la televisión; tendría siete años y, por ese tiempo, Cuba se paralizaba a las 7 y 30 de la noche para disfrutar de la aventura de turno, El halcón.
De la rebeldía de Mehmed, una versión turca de Robin Hood, ante el señor feudal y de su sentido de la justicia bebió la colega; que llega a ser lava y volcán, si alguien osa tocarles a los suyos, incluidos sus subordinados.
Difícil que ello lo crea hoy su maestro Eloy, de la pequeña escuelita en Reforma 6. Dicen que aquella niña no era capaz de matar ni una mosca. Similar ocurrió al mudarse para Las Charcas, en Jatibonico. Con 11 años en las costillas, tampoco solía mataperrear en el barrio. Sus muñecas eran los libros.
En la etapa de Secundaria tampoco desapareció el amor declarado de Yoleisy hacia la lectura, evidente, luego, en sus habilidades en la escritura en los concursos de Español y Literatura, sobre todo en sus tiempos en el Instituto Preuniversitario de Ciencias Exactas Eusebio Olivera, de Sancti Spíritus.
Pese a su inclinación hacia las letras, cuando tuvo entre sus manos la boleta para optar por la carrera universitaria se vio frente a un dilema: su mamá soñaba ver a su hija con el estetoscopio ceñido al cuello y descansando sobre la blanca bata. Aunque, a decir verdad, a Maira lo que preocupaba era la distancia, la distancia que podía tomar de ella la niña de sus ojos.
Aun así, luego de pedir consejo a un matrimonio del propio Jatibonico: él, reportero y su compañera, psicóloga, la muchachita optó por Periodismo. Mas, debía vencer otro escollo: la prueba de aptitud. Y cuando Pérez Molinet creía haberse llevado el gato al agua, la interrogante venida de un miembro del tribunal —profesor de la Universidad de La Habana— la encogió al tamaño de un zunzún:
—¿Conoces a Senel Paz?
—No.
Dijo “No” con tanto susto que el profesor debió leerlo en la mueca tímida dibujada en la jovencita de Las Charcas. Por suerte, un colega de Escambray, en específico, Israel Hernández, hizo la salvedad: en ese tiempo, pocos espirituanos conocían el relato El lobo, el bosque y el hombre nuevo, de ese autor, no publicado hasta esa fecha por ninguna editorial de alcance nacional, y Titón y Tabío no tal vez no planificaban filmar todavía ni una escena de Fresa y chocolate, inspirada en el cuento del escritor de origen espirituano, Premio Juan Rulfo (1990).
A finales de agosto de 1991, gracias a la gestión de su padrastro Gino se vio encima de una Girón rumbo a La Habana. A su lado, Maira. A Yoleisy le pareció que a la capital cubana la habían mudado para Hong Kong; para la Conchinchina, aseguraría la mamá. Jadeando por tantos kilómetros dejados atrás, arribó la guagua a la residencia estudiantil de F y 3ra.
Nunca antes Yoleisy había puesto un pie en un elevador. En el piso 15 le asignaron el cuarto. Le cogió tanto miedo a aquel armatoste, que, cuando bajó por primera vez, lo hizo por la escalera.
El lunes 2 de septiembre se estrenaba como estudiante universitaria. Pronto afianzaría su pasión por las letras. A gran parte de sus compañeros de clases les daba urticaria ejercitar las líneas de conexión en Gramática; una especie de resonancia magnética a la construcción de los textos, que revela si usted redacta claro, medio enmarañado o enmarañado y medio. Yoleisy disfrutaba, como pocos, aquellos análisis sintácticos. Según parece, nacía en ella la editora de puro linaje que es, desde hace años, en Escambray.
Como le sucedió al resto de sus colegas, para ella cursar la universidad devino una carrera de resistencia. El Campo Socialista y su torre-campanario más portentosa, la Unión Soviética, se habían desplomado, y el alud de escombros y de desesperanzas intentaba borrar la Revolución cubana del mapa geopolítico mundial.
De tanto caminar, hizo un trillo desde F y 3ra. hasta la Terminal de Ómnibus Nacionales. De vez en vez, su familia de Jatibonico organizaba colectas para enviarle por guagua lo mismo un puñado de arroz que unos limones o dos huevos, que freía en el cuarto en aquel artefacto de ladrillos refractarios llamado hornilla; por supuesto, si había electricidad.
—La situación del país está mala ahora; pero, ¡qué va!
Lo acuña quien subió y bajó la escalinata de la más encumbrada universidad cubana luciendo blusas y vestidos hechos con sacos de harina, teñidos artesanalmente. Y Yoleisy jamás se sintió menos que nadie. Era lo que su mamá le podía dar; su Maira, la que casi pierde los ojos por tanto humo, por tanta leña prendida delante de un fogón en este o aquel centro de trabajo, para mantenerla a ella y a su hermano.
A pesar de haber pasado más trabajo que un forro de catre en la universidad, Pérez Molinet sostiene que el hambre no le tiró la alegría al fondo del pozo. Ni a ella ni a sus amigos espirituanos. Alude a Rogelio Rodríguez Rabí, Osliani Figueiras Lorenzo y Alain Jiménez Díaz —egresados con anterioridad—, quienes le hablaron maravillas del ambiente creativo existente en Radio Sancti Spíritus, promovido por la periodista Elsa Ramos Ramírez, a la sazón subdirectora del área informativa. En efecto, llegada la hora, tocó puertas y lo logró: su debut profesional en septiembre de 1996 sería en la emisora, no en Escambray, como indicaba inicialmente la boleta de ubicación laboral.
Al cabo del primer año de trabajo, recibió un aguijonazo, quizá una lección de vida, cuando Elsa le informó su evaluación.
—Podría ser “Excelente”, pero no la tendrás para que no te confíes.
Yoleisy salió medio cabizbaja de la oficina. Y se propuso demostrar sus capacidades profesionales. Su currículo empezó a acrecentarse con premios en festivales y concursos.
Esas virtudes también las apreció luego el director provincial de la Radio, Carlos Rafael Diéguez, a quien ella debe su partida hacia Nicaragua en noviembre de 1999. El huracán Mitch había talado prácticamente la nación centroamericana. Los médicos cubanos llegaron casi sin amainar el azote del viento; junto a ellos, un equipo de prensa. Yoleisy lo integraba. Fueron seis meses de cruzar ríos en botes, subir montañas a golpe de ovario; de constatar la pobreza a chorros. Las imágenes de los niños pidiendo limosna en las calles siguen prendidas en la retina, en el pecho de la reportera.
Desde cualquier teléfono, enviaba sus tributaciones para Radio Rebelde; las páginas de Escambray se privilegiaron con el decir pulcro de la jatiboniquense. Nuestro director, Borrego, un clásico cazatalentos, le tiró el ojo desde entonces. Al regresar de Nicaragua, asumió la corresponsalía de la emisora nacional.
—Rebelde fue una camisa muy larga para mí.
La humildad la rebasa. Borrego la seguía rondando. Y cada vez que coincidía con ella en una cobertura reporteril, volvía con el estribillo: “Por fin, ¿cuándo vienes con nosotros?”. El “Sí” llegó en el 2004; seis meses más tarde, asumió la jefatura del Departamento de Redacción.
En términos prácticos, ella respondía por los procesos de edición editorial y diseño del semanario; en términos prácticos, además, su crédito como periodista se evaporaría de las portadas y del resto de las páginas, y aparecería, en letra apenas perceptible, al final de la última plana.
—Nunca me he sentido a la sombra. Creo que soy útil, muy útil. Incluso, también me siento parte de los muchos premios que han merecido mis colegas.
Al escucharte, pudiera pensar que tu departamento es el ombligo del periódico, le comento para provocarla.
—No, no es el ombligo; pero sí el rostro de Escambray frente a sus lectores. Por ello, me duele, me avergüenza el menor error publicado.
Y adelanta su respuesta ante la pregunta que se cae de la mata: entre las equivocaciones más sonadas bajo su mandato se encuentra el cambio del nombre de José Ramón Monteagudo Ruiz en el 2008; en portada salió “José Manuel”. Así se llamaba un chofer, compañero nuestro del periódico. Era la primera nota informativa de Escambray donde se mencionaba a la máxima autoridad política de la provincia.
Hoy, Pérez Molinet, la que casi ni se atrevía a quitar una coma al texto de un colega prestigioso, no ha reparado en una condición: de los 45 años de fundado Escambray, lleva 18 con las riendas de la edición general entre sus manos. Ha sobrevivido a todas las tempestades inherentes a la Redacción de un medio de prensa. Ha sobrevivido porque, como lo sabe su hija Lía —su más cercana consejera— a la joven de Las Charcas desde hace rato le nacieron espuelas.