Este de ahora, que vuelve a convertir los primeros días de diciembre de 2023 en un hervidero febril desde y para el cine en la capital cubana, es nuevamente el festival de Tomás Gutiérrez Alea. Entre los argumentos a favor figura la cábala de lo que hemos dado en llamar aniversarios redondos o cerrados: los treinta años del estreno de Fresa y chocolate, los 55 del alumbramiento de Memorias del subdesarrollo, y los 95 de la llegada al mundo (11 de diciembre de 1928) del mismísimo Titón.
Conmemoraciones aparte, lo realmente trascendente transita por tomar el peso exacto al legado de quien, junto a Alfredo Guevara, Julio García Espinosa y Santiago Álvarez, nutrió de savia cubana la fundación del Nuevo Cine Latinoamericano. Si Alfredo desde la conceptualización articuladora, Julio con la defensa de un cine imperfecto y descolonizador, y Santiago mediante la renovación revolucionaria de los códigos de la pantalla documental, hicieron posible una imagen diferente y reivindicadora de los actores sociales de cada uno de nuestros países y de la región en su conjunto, Gutiérrez Alea, Titón, en sus filmes, marcó con el fuego de su talento una poética singular, grávida de propuestas incitadoras, que se inscribe en una visión nuestroamericana, para decirlo con el justo término martiano.
En los menesteres de pensar el cine y realizar películas, Titón siempre fue un adelantado. Al sueño juvenil de ser pintor sucedió el de dominar la imagen en movimiento. Graduado de Derecho en la Universidad de La Habana, título que aseguraba la solvencia económica, guardó el pergamino para encaminarse a Roma, donde estudió en el Centro Experimental de Cine y bebió de primera mano en las fuentes del neorrealismo italiano. Esa influencia se hizo visible en El mégano –compartió dirección con García Espinosa-; el retrato de la miseria y la opresión irritó a la dictadura batistiana que incautó el filme.
Neorrealismo a la cubana en un principio y luego realismo e imaginación a la manera de Titón: de la participación activa en el departamento de Cine del Ejército Rebelde a la fundación del Icaic, la impronta del realizador sustanció el advenimiento del nuevo cine cubano que corrió parejo a las transformaciones revolucionarias de los tempranos años 60. De estas dejó testimonios documentales de un inmenso valor –Esta tierra nuestra y el impacto de la Reforma Agraria; Asamblea General y el apoyo popular a la Primera Declaración de La Habana; y la obra urgente y coral Muerte al invasor, sobre la victoria en Playa Girón-; y paralelamente, una muy personal mirada épica en el largometraje Historias de la Revolución.
El sentido del humor irrumpió en su temprana filmografía. Se sabe que en uno de sus primeros intentos, cuando era activista de la Sociedad Nuestro Tiempo, intentó filmar el absurdo de un cuento de Kafka. En el Icaic, el comediógrafo desató sus dotes para hacer reir desde el compromiso social. Ahí están Las doce sillas y, con plena vigencia, La muerte de un burócrata, que muchos deberían ver a estas alturas del siglo XXI. Humor negro que se acentuó en Los sobrevivientes y su última realización, Guantanamera.
Lo suyo fue ir al fondo de las cosas, sin sacrificar el tono con que se proponía develar verdades, o al menos aproximarse a ellas. No comulgaba con modas ni le interesaba caer bien. Búsquense en su correspondencia o en los textos cruzados con Alfredo Guevara aristas polémicas y eventuales desencuentros, ambos con sus verdades como escudo pero siempre, fuera de toda duda, el más auténtico espíritu revolucionario.
Quizá la más acabada muestra de ese talante de Titón está en su indiscutible obra maestra, Memorias del subdesarrollo, estrenada en momentos que parecían clamar por la puesta en pantalla de temas más cercanos a la épica, como sugerían películas como Lucía, de Humberto Solás, y La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez.
La novela de Edmundo Desnoes –fallecido en Nueva York a los 93 años de edad, en vísperas de la inauguración de la actual edición del Festival de La Habana- ofreció al cineasta material suficiente para plasmar las dudas de un hombre atrapado entre su origen burgués y la imposibilidad de comprender la naturaleza de los cambios que se operaban en el país, mediante una narración fílmica compleja, intelectualmente provocadora y sutilmente brechtiana.
A Memorias… no le han faltado reconocimientos. The New York Times la incluyó en la lista de los diez mejores filmes de todos los tiempos, confeccionada por el British Film Institute. En 2009 el medio digital Noticine lanzó una encuesta internacional con el fin de calificar la mejor película iberoamericana de la historia, y la cinta de Gutiérrez Alea compartió honores con Los olvidados, de Luis Buñuel, y El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. Tales distinciones inclinan pero no obligan; la clave de Memorias… reside en que estamos ante una obra “filmada ayer para los espectadores de mañana”, acertadísimo juicio del crítico Luciano Castillo, director de la Cinemateca de Cuba.
Nunca vivió de la fama Titón. Si alguien supuso quietud después de Memorias…, nada mejor para desmentir la más mínima sospecha de inercia que el proyecto inmediato, Una pelea cubana contra los demonios, película experimental si la hay en su catálogo, que de algún modo se empata con Cumbite, su versión de la novela de Jacques Roumain, Gobernadores de rocío, y antecede otra obra maestra, La última cena.
Tampoco rehuyó la perspectiva de entrar con la manga al codo en los conflictos económico-productivos que gravitan en la aspiración de concretar, en un país subdesarrollado, un modelo socialista, tal como se aventuró a mediados de los años 80 con Hasta cierto punto.
El riesgo y la verdad coronaron su carrera artística. Fresa y chocolate rompió amarras y creó conciencia acerca de la necesidad de una ética revolucionaria que desterrara prejuicios, dogmas y dobles raseros morales. Fue esa otra gigantesca pelea cubana contra muy temibles demonios, llevada a cabo por un artista en el límite de sus fuerzas físicas, mas no humanas ni estéticas. Juan Carlos Tabío, tal como hizo con Guantanamera después, colaboró en la realización de la película basada en un extraordinario cuento de Senel Paz.
¿Qué más nos hubiera dado Titón si la máquina del tiempo fuera capaz del prodigio de prolongar la existencia humana? ¿Acaso su soñada versión de Los pasos perdidos, de Carpentier? No valen las especulaciones. Sus películas y desafíos penetran los intersticios de las salas de proyección y los foros de debate de este diciembre cinematográfico en La Habana de festival, que es el festival de Titón.
Foto de portada: Cine cubano, la pupila insomne