Les confieso que hoy estoy mucho más nervioso que cuando hace ya 13 años, desde este mismo lugar, mis compañeros recién licenciados en Periodismo, me dieron la honorable misión de que hablara en nombre de los graduados. Recuerdo que entre tantas cosas a decir, elegí un recorrido anecdotario que además de mover la reflexión, hizo reír a mis amigas y amigos.
En cambio hoy, mis palabras tienen un propósito diferente. Debo, según me encomendaron mis queridas Maribel Acosta y Karla Picart, hablarles a los que felizmente se gradúan hoy y homenajear a alguien que, sin duda, me resulta muy cercano, quien fuese mi decano los cinco años de la carrera, y quien, a 10 años de su desaparición física, sigue siendo un referente para los periodistas cubanos: Julio García Luis.
En aquel frío enero de 2012 muchos nos enteramos de su muerte a través de nuestros padres que sentados frente al televisor supieron la noticia: no sabían qué decirnos o cómo hacerlo, porque no se había ido cualquier persona, sino El Decano. La funeraria y luego el cementerio se llenó de gente, no solo su familia, los amigos, el gremio periodístico, sino también muchísimos estudiantes. Y es que él había guiado los pasos en esta Facultad de 10 generaciones.
Por eso, una vez escribimos que además del Premio Nacional de Periodismo José Martí —que recibiera en 2011— debieron otorgarle un premio especial por prestar su carro para todas las actividades de la FEU, por firmar nuestras cartas y permisos solicitando lo inimaginable, por desfilar en un bicitaxi en los Juegos Caribe, por abrazar a la muchacha que lloraba en un rincón de la facultad por problemas familiares, por cuidar celosamente nuestras «Copas de cultura» y por defender a sus estudiantes en cualquier trinchera y ante cualquier funcionario.
Cursando primer año, para cumplir con una tarea de los profes Iraida y Roger, lo entrevistamos. Nos recibió en su pequeña y para nada lujosa oficina, descolgó los teléfonos y durante hora y media conversó con nosotros sobre Periodismo.
«La agenda de la prensa no está tan influida como debiera por la agenda de la gente y sí más influida por la agenda “de arriba”. Es cierto que en todos los países del mundo la prensa responde en gran medida a las agendas de los gobiernos, pero esto no es una limitante para que la prensa nuestra se alimente con los temas que vienen de la calle. Falta mucho en nuestra prensa sobre los problemas que preocupan a la gran mayoría de la población cubana». Aquella fue la primera lección que recibimos de él.
No solo nos dio clases, fue con nosotros al campo a recoger papas, inauguró —siempre con breves palabras— los juegos interaños de deporte, asistió a cada Festival de Cultura, autorizó cada edición de la Papilla (una revista dedicada al chucho), en el que incluso una vez apareció publicada una parodia de la canción El taxi, de Ricardo Arjona, donde el decano era el protagonista.
Julio fue, además de ese gran periodista del que hablan los libros, una persona excepcional. Si se rompía el camión se bajaba a empujar, si había que autorizar a una fiesta de disfraces en la Facultad —que reunió a cientos de personas y terminó a las tres madrugada— confiaba en nosotros y nos ponía una única condición «Tienen que dejarlo todo como está», y así lo hicimos, porque el respeto, la confianza y el cariño, eran mutuos y a toda prueba.
Por eso cuando algún «sesudo» insinuó que le llegaría la liberación de su cargo antes que terminara nuestro quinto año, amenazamos, y muy seriamente, con irnos en huelga, disciplinada y responsable, a sentarnos en la escalinata. Y él mismo disolvió nuestro movimiento de rebeldía, prometiéndonos que se despediría de nosotros en esta misma Aula Magna, en nuestra graduación, y, por supuesto, lo cumplió.
Julio García nos dejó muchos legados: su obra periodística, su rol al frente de la Unión de Periodistas de Cuba, sus aportes en el campo de la docencia y la investigación, pero el mayor de todos fue su ejemplo. Merecedor de premios y halagos, lo más grande que se llevó de este mundo fue el cariño de generaciones enteras de periodistas, comunicadores y cientistas de la información que vieron en él a un padre, a un amigo.
La última vez que nos habló desde su rol de decano, fue aquí, desde este sitio, hace ya 13 años. Y el mensaje final de su discurso, que será el mismo que me tomaré la licencia de dejarles hoy, se resumía en tres palabras, que a fin de cuentas, resultaron ser una sola, pero que después de vivir y entender el conjunto de superficialidades, celos y autosuficiencias que a cada segundo asechan a quienes ejercemos esta profesión, resultan abrigo y consejo imprescindibles.
Así nos dijo, y así les repito hoy.
Modestia, modestia y modestia.
¡Muchas gracias!