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Melaíto a mano alzada

Que levante la mano el que quiso ser pintor, no de giocondas, campesinos felices o gitanas tropicales, ni de campos de girasoles, ni de junglas, ni de marinas, sino de los muñequitos de Melaíto.

Cuántos intentaron alcan­zar la perfección de aque­llos rostros imperfectos y de cuerpos anatómica­mente imposibles, que no eran nadie en particular, pero podían ser —y «dime si no es iguali­to»— alguien del barrio o de la familia…

Y nuestros mayores, por mucho tiempo rién­dose el doble, hasta que aprendimos a leer de manera literal, y luego humorísticamente, los globitos de texto que completaban el chiste.

¿Sobre qué reflexio­namos y nos reímos los cubanos? Tal vez la respuesta más exacta se encuentre en el suplemento humorístico nacido como A Millón, en el centro de la isla, el 20 de diciembre de 1968, en momentos en que Cuba le echaba mano a todo —y el humor no fue excepción— para producir 10 millones de toneladas de azúcar en la zafra del 70.

No, nunca fueron, y por eso siempre digo que esa poco dulce cir­cunstancia, al menos, nos dejó como compensación a Melaíto y Los Van Van (1969).

Era niña en mi natal Placetas y se nos fueron los pies detrás de los «melaítos», que «estaban pintando a la gente». Lo que pasó lo he contado: se impuso la «faci­lidad» de mis rasgos a la belleza de mi hermana, y regresé a casa convertida, por primera vez, en obra de arte.

Qué alegría verlos luego dando color y vida a personajes que, agigantados, pobla­ron el mural con, quizás, la ubicación más atípica de cuantos han dibujado: en la pared de una dependencia de la Empresa de Bebidas y Refrescos —y refresqueros no son—, frente al costado de la iglesia católica del pueblo.

Qué orgullo que en mis tiempos habaneros me preguntaran por el villaclareño que en la década de los 80 puso a los capitalinos a hacer cola en los estanquillos de la Rampa.

Qué aprieto procurar dibujar con pala­bras estos 55 años que, en parte, no viví.

No coincidí con Zafrito ni con el chinito-cubano Mela-ito, de Orlando Marín, que legó ese pegajoso nombre. No estuve cuando la mocha se convirtió en símbo­lo del humor criollo; pero, vaya suerte, escuché detalles de su forja en tinta y cartulina, en la voz de su creador, René de la Nuez, uno de los caricaturistas que vino desde La Habana a respaldar el empeño.

Hubiera disfrutado los días iniciales en que los chistes saltaban del papel para corromper la seriedad de la editora —entonces encabezada por Alfredo Nieto Dopico—, como me contó el primer director de Melaíto, el fallecido Douglas Nelson Pérez Portal, Chispa. Aunque logré imaginármelos haciéndo­me socia, por coterraneidad, de Pedro Méndez, su sustituto al frente del grupo de artistas jodedores criollos, y hoy Premio Nacional de Periodismo José Martí y del Humor.

No asistí a las negociaciones —no saben por qué tan breves— tras las cua­les Planta Mecánica cedió al dibujante técnico Rolando González Reyes para su conversión profesional en Roland —genio, figura, caricaturista—, cuyo vacío como redactor no logro llenar desde la condi­ción de colaboradora, tan honrada por las firmas de Leoncio Llanes, René Batista, Jesús Consuegra, Maritza Ávila, Joaquín Andrés Castells, Ricardito, Gelasio Triana y los caricaturistas Alexis, Albenz, Betán, Lema, Polo Peña, Feddor, Richar, Janler, Cabrera, Osval y una larga lista de locales y visitantes.

Nunca vi al constructor Francisco Rodríguez Ruiz, a pie de obra, dibujando en los sacos de cemento vacíos; sin embar­go, disfruté la picante mezcla de Panchito, a la postre, tutor de un joven llamado Alfredo Lorenzo Martirena Hernández —hoy, uno de los más premiados humo­ristas gráficos del país—, emplantillado definitivamente tras la partida del sagüero Alberto Morales Ajubel hacia el DDT.

Antes, en 1975, ya Félix Adalberto Linares Díaz, que en pleno Servicio Militar había sido reclutado por el arte, le dio al humor la oportunidad de ganar a un dibujantazo.

Más recientemente, llegaron Javier Cu­bero Torres y Ramón Díaz Yanes, dos de la generación de los 70 que hicieron profesio­nal el sueño infantil de pintar muñequitos.

La Tía de los humoristas, Celia Farfán González, sí que puede darle color a esta crónica, no ahora con la poligrafía moder­nizada, sino a base de puro plomo como en el viejo Melaíto. Diseñadora titular en no sé cuántos formatos, en estirones y encogidas de páginas y ediciones, hasta que, reducidas a cero, quedaron como únicas alternativas mostrarse en una tirilla dentro del Vanguardia o tras los cristales de la ciudad; no como ahora, cuando a falta de papel, e incluso si lo tuviéramos, contamos con la enorme vidriera de la web y las redes.

Así se han hecho aún más universales aquellos muñequitos, y con ellos, estos artistas de la gráfica y el periodismo, capaces de pintar, con el pincel del humor, giocondas y obreros, junglas y estadios, burócratas y gitanas tropicales, campos de girasoles y escenarios de guerra, científi­cos y microbios, marinas y surcos, enemi­gos y compadres…

Cincuenta y cinco años chapeando —digo siempre «a lo Van Van»— bien valen para alzar la mano (y la copa, si aparece) por Melaíto, pues su largo trazo es, también, la certeza de que, a pesar de todo y hasta de nosotros mis­mos, los cubanos seguimos riendo.

Tomado de Vanguardia

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