Kiepja ni siquiera intenta agarrar la taza de té, ni luce cómoda en el vestido largo y ancho. Kiepja, ¿acaso no quieres pertenecer a esa nación que construyeron sobre tus muertos? ¿Cómo no vas a querer esa patria ensangrentada con los tuyos? La cámara filma y te observa y, desde el poder simbólico, te violenta de otro modo: intenta hacer de ti algo que no, no puedes ni quieres ser.
Es la noche del 8 de diciembre cuando te observo, pero sentada con algo de frío al ver Los Colonos (Chile, 2023), en el cine Chaplin, en la edición número 44 del Festival Internacional de Cine Latinoamericano. La película (dirigida por Felipe Gálvez) transcurre en una sala medio vacía —no había silencio, en cambio, porque partes del público rompen ese pacto de sellar los labios— y narra el viaje de Segundo, un chileno mestizo, un excapitán inglés y un mercenario estadounidense que cercaron las tierras concedidas al terrateniente español José Menéndez (que interpretó Alfredo Castro) bajo sus órdenes y sin el mínimo respeto por las comunidades originarias que vivían en Tierra del Fuego.
En el camino te encontrarán, Kiepja, y tu imagen desafiante sintetiza el espíritu del filme, de un retrato visual y sonoro de la colonización, de la denuncia hecha desde la belleza.
Tu mirada carga más poder que la bala que mató al pueblo selk’nam (ona). Donde pudo haber un dolor infinito había desafío. El pueblo ona sufrió la violencia del genocidio, de la muerte y el desplazamiento, pero también de todos los dispositivos culturales que despliegan los colonos para justificar la matanza. “No son personas, son bestias”, dirán y se presentarán como los salvadores tuyos. Tú, en cambio, cierras el filme con los ojos más bellos que existen, aquellos que desafían y resisten al poder colonial.
Salgo a la calle 23 y la noche es una sucesión de gentes que conversan frente a la película Fresa y Chocolate. Me quedo con tu rostro desafiante en la memoria y entre tus ojos, la actuación magnífica de Mishell Guaña, el vestido horrendo que te hicieron usar y las luces de la calle, recuerdo al ensayista y pensador, Aníbal Quijano.
Tenía, mucho antes, una cita marcada de su libro La colonialidad del poder: “La formación del poder colonial del capitalismo dio lugar a una estructura de poder cuyos elementos cruciales fueron, sobre todo en su combinación, una novedad histórica. De un lado la articulación de diversas relaciones de explotación y de trabajo —esclavitud, servidumbre, reciprocidad, salariado, pequeña producción mercantil— en torno al capital y su mercado. Del otro lado la nueva producción de identidades históricas ‘indio’, ‘negro’, ‘blanco’, ‘mestizo’, impuestos como categorías básicas de las relaciones de dominación y como fundamento de una cultura de racismo y etnicismo”.
El largometraje explora desde un inicio esas relaciones patrón-siervo que están marcadas por el poder y la violencia. La primera escena puede impactar: “un hombre con un brazo menos es un hombre menos”, se explicita así la suerte de los hombres que en la Patagonia quedan expuestos a un trabajo esclavizado y a la muerte, a ser ni siquiera un problema para los amos.
Desde las primeras escenas queda clara también la jerarquización, entre hombres y mujeres (esposas blancas que atienden el hogar o mujeres indias que matar, explotar o violar), y también entre las personas blancas, el pueblo ona y las personas que son racializadas como mestizas. Sobre estas últimas caen las sospechas durante el viaje y se expresa desde el inicio del largometraje: ¿a quién disparará dado el caso? Las relaciones humanas aquí se establecen sobre categorías racistas, el poder es un mecanismo colonial para apropiarse de tierras, cercar, cercar, cercar… es la rutina, matar también.
Y lo mejor es que en medio de un tema tan complejo, que toma a un genocidio como punto esencial, hay espacio para el humor, un humor reflexivo en torno los colonos, a los blancos europeos que en América Latina ostentaban un poder que no tenían en sus países de origen. Es una película que se ríe del pensamiento eurocentrado, lo ridiculiza.
El colonialismo, como sistema político, dio paso a tipos de relaciones sociales y subjetividades marcadas por el racismo. Así se explica el personaje de Josefina Menéndez, que se presenta a sí misma como la salvadora de las infancias ona, a la par que justifica su genocidio (cualquier semejanza con el pueblo palestino no es casual: los genocidas siempre encuentran las excusas más enrevesadas para actuar como las víctimas).
Ante el funcionario que llega a rendir cuenta desde la capital, Josefina Menéndez despliega todo su racismo y clasismo; actúa como si las diferencias entre las comunidades indígenas y la gente que es como ella, tuvieran bases en desigualdades biológicas, en la superioridad de la blanquitud, y no en desigualdades sociales concretas, en un proceso de colonización y exterminio que para ese entonces no había terminado y que todavía en la actualidad no se ha reparado. Para este personaje y su padre, José Menéndez, estaba más que justificado el asesinato de los ona y basaban su defensa en la más profunda deshumanización. Convertirlos en bestias y en “no humanos” justificaba los crímenes.
“La peculiar combinación de ‘racismo’ y ‘etnicismo’ se desarrolló desde entonces hasta convertirse en un elemento central del poder en todo el mundo, sobre todo entre lo europeo y lo no europeo”, afirma Aníbal Quijano, y otra vez no resulta fortuita la distinción permanente entre las personas por su color de piel. Segundo (al que da vida Camilo Arancibia) será visto como el otro, un ser intermedio e incompleto; esto no impedirá el maltrato o ser forzado a violentar, a ser cómplice o morir.
Tampoco es fruto del azar que aparezca la figura del sacerdote amigo del poder colonial, del sacerdote que acompaña al propietario en su cruzada por el capital, la blanquitud y en contra de lo no europeo. La religión en nuestro continente extendió por mucho tiempo su manto sobre el genocidio, al formar parte del proceso que se decía civilizatorio pero resultó en la apropiación y asimilización de culturas y pueblos.
El hecho de que Europa ya fuera el centro hegemónico justifica la carga de poder de personajes como el soldado escocés, MacLenan (interpretado por Mark Stanley), que miente y se autodefine como capitán inglés. Desde el cuidado del guion, el rigor actoral, la sonoridad y los planos abiertos —los paisajes son, al decir de su director, otro personaje y la inmensidad y belleza de la escena contrasta con la soledad de los tres hombres—, la historia describe relaciones sociales injustas y denuncia la gran mentira del colonialismo y el silencio que lo cubrió.
Kiepja, te llama Rosa ese funcionario que no restaura ni repara. No le escuchas, es evidente. Esa nación no es tuya, aunque tus huesos sean la simiente.
Tomado de El Caimán Barbudo