He querido a todos mis maestros con amores diferentes. A muchos los admiré desde la primera vez, con ese ímpetu y entrega que nos hace reconocer a quienes nos aman y entienden, y sin una misma ser consciente de ello, nos forjan con el cincel de lo eterno. A otros, el tiempo me hizo reconocer que sin sus regaños, sin sus severos comentarios, y acaso con un suspenso, hoy no sería el ser humano que soy. Ellos también modelaron en mí lo duradero.
El aula era una fiesta con Luz Marina, Marisabel, Migdalia, Obdulio, Ovidio, Odilio, Pedro Pablo, Peroga, Elio, Elina, Arnaldo y tantos más que exponían ante mis oídos y ojos atentos, las más fantásticas historias.
De otros, como Míriam y Nuria, aprendí que el periodismo es una profesión de cada día, sin respiro, un oficio en el que hay que estar ensillado todo el tiempo, y en el que las musas pueden tomar vacaciones, pero nosotros no. A ellas no les tembló el corazón cuando me llamaron una que otra vez a buen capítulo. Tampoco dudaron en reconocerme cuando crecí y aprendí de mis errores. A una le debo haber escrito un libro; a la otra, amar a Martí desde su propia letra. Mi gratitud es para siempre.
¿Por qué hoy cuento una historia personal cuando habitualmente la sociedad se empeña en reconocer a los cientos de miles de maestros y profesores que celebran su Día, nacido de la epopeya latinoamericana que fue la Campaña de Alfabetización, y cuya expresión cimera fue el 22 de diciembre de 1961 con la declaración del país como Territorio Libre de Analfabetismo, en la Plaza de la Revolución?
Es que esta es una historia que puede contarse en plural o en primera persona. Solo cambian los nombres de los protagonistas. Y es una historia, además, cuyos personajes principales unas veces están sentados en los pupitres, y otras, delante del pizarrón, explican la clase.
Todos hemos sido convocados a, como dijera Martí, saldar la deuda con quienes nos enseñaron. Por eso quiero hablar del aula como un espacio infinito, una audacia para entender las almas que en ellas se forjan, porque un aula es una prueba de amor, aun cuando hay momentos dolorosísimos.
Bien lo sé. La nota alta de un alumno es una celebración para el maestro; la baja, una tristeza que no amaina. Un alumno que nos quiere es como un hijo bueno que nos da un beso. El que hoy no nos quiere, es también un hijo, pero a este, ante la indiferencia pasajera y el malentendido, hay que demostrarle todavía más que es una parte grande de nosotros mismos. Después, él sabrá que no lo hemos descuidado ni cuando ya gana premios, y el virtuosismo en su labor lo lleve como sello. Su trascendencia es la mayor recompensa.
Eso es el aula. Saber que en ella hay muchachos talentosos, otros con más calma para el análisis, extrovertidos, de mundo interior estricto, francos, vanidosos, disciplinados, irrespetuosos, callados, habladores… en larga lista que no acaba, como la repetición de cualquier familia que, reconociendo sus virtudes y defectos cual caleidoscopio humano, salva por encima de todo su mayor poder: la unión.
A los docentes de todas las enseñanzas, los viejos y los nuevos, a quienes han salido de los pedagógicos, de las aulas universitarias, de los planes de formación emergente, de los centros de trabajo, va la felicitación por ese empeño que no cesa de animar inteligencias, templar voluntades y asegurar el futuro, porque una vez más Martí, el Maestro es un creador.