OTRAS NOTICIAS

Natalia o la intensidad

No se parecía a nadie, solo a ella misma: fulgurante, arriesgada, transgresora, radicalmente revolucionaria. Ni con la edad –contaba 89 años al cerrar definitivamente los ojos el último domingo- redujo sus arrestos. Un sustantivo acompañará siempre la trayectoria vital de Natalia Bolívar Aróstegui: la intensidad.

En la cultura cubana ganó máximo prestigio por sus sustanciales aportes a la etnología y el legado africano presente en el tejido espiritual y material de nuestra nación, pero cuando dio a conocer públicamente en grande esa faceta de su ejercicio intelectual –quién no recuerda el resonante éxito de Los orishas en Cuba, en 1990-, Natalia era ya mucha Natalia.

Por origen de clase clasificaba en la alta burguesía habanera, si bien blasonaba de empatar linaje con el Libertador Simón Bolívar. Colegios privados, formación católica, viajes a Estados Unidos. Iniciación en la pintura y el dibujo, exhibiciones en círculos exclusivos de sus primeras y prometedoras obras.

Terminaría por imponerse, sin embargo, su espíritu levantisco y una temprana comprensión holística de la realidad cubana, en medio de las circunstancias imperantes hacia la mitad del siglo pasado; opresión dictatorial, frustración republicana y emergencia de una generación que ansiaba cambios urgentes. Y en el punto de partida, la savia nutricia de la nana negra, que le habló de rezos y cazuelas, y los espíritus cimarrones del monte.

De una parte, el trabajo en el Museo Nacional de Bellas Artes, el aprendizaje de las culturas africanas con Lydia Cabrera; de otra, la relación sentimental con José Luis Gómez Wanguemert y el descubrimiento de las fascinantes investigaciones de Don Fernando Ortiz –ciencia y tradición oral-, hijo de uno de los más notables periodistas cubanos de la época y activo militante del Directorio Revolucionario Estudiantil, liderado por José Antonio Echevarría. Wanguemert cayó en el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957. Cultura y revolución, revolución y cultura en un solo y apretado haz.

Otros, con mayor propiedad, hablarán de la Natalia con la Revolución triunfante al frente de instituciones estatales y culturales, sus pisadas fuertes en el Museo Napoleónico, el Museo Numismático y el Teatro Nacional de Cuba, sus debates apasionados y defensa de posiciones a veces no muy bien comprendidas, surgidas de una honestidad política y ética irreductibles; de sus pronunciamientos altos y claros.

Aquí pondré el acento en esa Natalia que llegó a la más profunda convicción, al igual que Cabrera y Ortiz, de que sin África no se podía entender la plenitud de Cuba. Una Natalia que escudriñó con ojo penetrante los intersticios de saberes y prácticas culturales consideradas periféricas o tangenciales al núcleo duro de la identidad de una nación, cuando en verdad se hallan en su centro de gravedad, como lo prueban sus investigaciones.

Al relumbrón que significó Los orishas en Cuba, siguieron títulos no menos significativos, entre los que caben destacar Opolopo owó: los sistemas adivinatorios de la regla de Ocha (1994), Ta makuende yaya y las reglas del Palo Monte: mayombe, brillumba, kimbisa, shamalongo (1998) y los volúmenes que compartió con Carmen González Díaz de Villegas, Mitos y leyendas de la comida afrocubana e Itutu: la muerte en los mitos y rituales afrocubanos.

Tuve el privilegio de ver en acción a Natalia, repartiendo sabiduría pero bebiendo ávidamente la que otros le proporcionaban. Cuando asistimos al festival Afrocubanismo, organizado por la canadiense Universidad de Banff, quiso saber cómo era la vida cotidiana de una comunidad de la etnia metis –población originaria- y comparó los sistemas de adivinación y sanación con los de origen africano. Tanto fascinó a sus interlocutores, que la nombraron medicine woman. “Yo no creo en los pow wows folclóricos, sino en lo que hace y piensa la gente todos los días”, dijo entonces.

Fuera de Cuba, la encontré también en Salvador de Bahía, donde participamos ambos en una conferencia internacional sobre la diáspora africana en tierras americanas. Cada vez que tuvo una oportunidad, escapó de la agenda académica para visitar lugares de culto, conversar con maes de santos y celebrar a Yemayá en la playa.

En 2016, Natalia presentó en la Biblioteca Nacional José Martí un volumen de esos que se inscriben en los empeños de la divulgación popular, especialmente dedicado a fomentar la inquietud y saciar la curiosidad de lectores no familiarizados previamente con la temática abordada: Leyendas afrocubanas desplegaba en sus páginas fábulas, deidades, personajes que a lo largo del tiempo convivían en el imaginario cotidiano de la escritora. Eusebio Leal ponderó entonces la suprema entrega de Natalia a la preservación y promoción del patrimonio inmaterial de la isla.

Hubo un momento conmovedor, cuando la autora dijo en voz alta las palabras que en el pórtico de la edición escribió la prominente intelectual mexicana Elena Poniatowska: “Este libro nos remonta a una isla que huele a tabaco, sabe a yuca y se mueve al compás del atabeque. De África a Cuba, estas leyendas nos descubren el origen del sol y de la tierra, de los océanos y del viento, del sueño y de la muerte”. ´

El mismo origen y destino de la intensidad de Natalia Bolívar Aróstegui.

Foto de portada: Heriberto González

Foto del avatar
Pedro de la Hoz González
(Cienfuegos, 1953) Periodista y crítico de arte. Premio Nacional de Periodismo José Martí en 2017. Forma parte de la redacción cultural de Granma. Fue electo Vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Entre sus libros figuran África en la Revolución Cubana (ensayo, 2004) y Como el primer día (entrevistas, 2009).

2 thoughts on “Natalia o la intensidad

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *