Cuanto más libre de pragmatismo y más llena de principios y limpieza esté, mejor será la política en todas sus vertientes, incluida la migratoria. Pero sería insensato ignorar las condiciones concretas en que un país pueda verse necesitado de concebir y aplicar su política, máxime frente a requerimientos básicos para su supervivencia.
Las decisiones de Cuba en política migratoria, como sus actos en general, han estado sometidas a presiones de un hecho monstruoso: el bloqueo impuesto por los Estados Unidos, potencia que declina, pero cuyos estertores, además de resultar extremadamente peligrosos, también apuntan a ser prolongados.
El bloqueo dura ya más de sesenta años, con intenciones plasmadas en abril de 1962 por un alto representante del poder estadounidense, no por un tendencioso vocero del Partido Comunista de Cuba. Se decretó para imponerle a este país penurias que privaran al gobierno revolucionario del apoyo mayoritario del pueblo, y propiciaran un “cambio de régimen”: volver a someterlo al yugo imperialista.
En ese propósito se inscribe privar a Cuba de la fuerza calificada que con tanto esfuerzo ha logrado formar. Exigirle que no se defendiera también de ese robo sería ni punto menos que un acto de complicidad con el crimen, y el hecho de que la complicidad pudiera ser involuntaria no la haría menos dañina, sino tal vez más peligrosa.
Quizás no siempre el país bloqueado haya tenido la agilidad necesaria para, entre otras cosas, ajustar sobre la marcha su política migratoria. Por mucho tiempo eso propició que los medios enemigos, y la inercia de la opinión pública internacional y nacional, difundieran la idea de que muchas personas que se veían privadas de salir de Cuba eran víctimas de ataduras impuestas por este país.
Se trataba con frecuencia —es un ejemplo— de profesionales invitados a encuentros donde habrían sido valiosos representantes de la verdadera realidad cubana, no la fabricada por aquellos medios, y se veían privados de cumplir ese papel porque los países a los que debían viajar les negaban el visado. Al Cuba cambiar, las prácticas enemigas, propaganda incluida, buscarían rejuegos para seguir difamándola.
Un golpe inteligente y honrado contra las maquinaciones imperialistas lo representó la iniciativa, apoyada por hijos e hijas de Cuba residentes en el exterior, de celebrar reuniones de la nación con su emigración. El significado de ese posesivo, su, es relevante: el país bloqueado no debía abrir indiscriminadamente sus puertas a quienes, habiendo nacido en él, servían en otros lares a los planes de asfixiarlo y destruirlo.
Así empezó Cuba por reunirse con los emigrantes que más cerca estuvieran de apoyarla en sus ideales y en su necesidad de sobrevivir, aunque las divisiones entre emigración económica y emigración política puedan difuminarse. Alguien en su sano juicio, y que, libre de pragmatismo, se guíe por principios fraguados con limpieza, ¿querrá negar los nexos que existen y se trenzan entre política y economía?
Pero, tanto como Cuba afine sus pasos, el imperio seguirá reforzando sus tácticas para ahogarla. El bloqueo es una persecución económica, una feroz guerra unilateral, que el “republicano” Donald Trump arreció con cerca de doscientas cincuenta medidas restrictivas más, las que el “demócrata” Joseph Biden ha mantenido después de una campaña electoral en que anunció, oportunistamente, lo contrario. Ambos han evidenciado que “republicano” y “demócrata” son en su país, sobre todo, rótulos de facciones afines en un entramado de intereses que dominan y perduran.
Ante la brutalidad del bloqueo y la impúdica y encarnizada campaña mediática que lo acompaña, Cuba necesitaría recibir en sus reuniones con la emigración a personas que, aun estando lejos de los ideales de construcción socialista que ella se ha planteado, se oponen al bloqueo y están dispuestos a decirlo no solo en las entrañas del monstruo. Saben que, sobre todo si lo hacen también en Cuba, les costará más feroces ataques por parte de la jauría odiadora de origen cubano que en los Estados Unidos es capaz de reclamar que se apriete a sus compatriotas “hasta que se les salgan los ojos”.
Atascarse en una respuesta regida por esa cólera como si fuera radicalidad, sería hacerle el juego a la jauría, y ella tiene de su lado muchos más recursos materiales: incluidos los propagandísticos, de una fuerza corrosiva y destructora que está cada vez más a la vista. Esa realidad se halla en la raíz de una afirmación que, exacta o incompleta, prolifera: “La izquierda ha perdido la batalla cultural”.
En política, como en todo, existen los polos. Aunque, principalmente en la esfera política, no sean ajenos a la conciencia, tampoco dependen de ella. Vale suponer que cuando voces conocedoras alertan contra la polarización que bulle, se refieren en particular a los extremos de rabia irracional alentados desde las fuerzas imperialistas, con la caja de resonancia y auxilio que les brindan sus veletas.
Ese no es ni puede ser el camino de Cuba. El guía revolucionario que sembró en ella el antimperialismo junto con la sed de libertad, justicia y belleza, al referirse a situaciones deslindantes —los preparativos de una guerra de liberación nacional lo eran en grado sumo—, sostuvo: “¡Bueno es sentir venir la cólera!”. Pero lo hizo en el mismo discurso (el del 24 de enero de 1880, en el Steck Hall neoyorquino) donde trazó la pauta que debe continuar siendo nuestra: “Esta no es solo la revolución de la cólera. Es la revolución de la reflexión”.
Cuba logró poner en marcha de triunfo esa revolución al rayar 1959, y para mantenerla viva necesita y debe seguir esa brújula, que convoca a no añadir a la división entre polos ni una pizca más de lo que forzosamente ella acarrea consigo, ni ignorar los posibles aportes de quienes estén dispuestos a bregar contra el leviatán que busca estrangularla. Ese leviatán —el bloqueo, fuente o abono de todos los demás peligros y males— es un engendro exógeno y extraterritorial, pero actúa en un contexto donde los peligros externos y los intestinos acaban entrelazándose, o están ya entrelazados.
En la lucha contra ese monstruo, contar con cubanos y cubanas que viven fuera y son liberales, socialdemócratas, islamistas, judíos… no significa abrazar el proyecto de construir una Cuba neoliberal —bestia peluda cuyas orejas asoman por todas partes del mundo hoy— o socialdemócrata. Mucho menos equivale a reproducir los caminos del mal llamado Estado Islámico ni los del sionismo, que tampoco representan a las culturas islámica y hebrea bien entendidas.
Se supone que no aceptemos el “apoyo” de quienes justifiquen los crímenes cometidos contra Palestina por el estado sionista de Israel, sucursal de los Estados Unidos y escudero de esta potencia en las votaciones de la ONU contra el bloqueo. Extremando hasta el absurdo los ejemplos posibles, que seguidores de una secta satánica se unieran a la brega antibloqueo no llamaría a complacerlos creando una Cuba regida por Satán. Demonio si los hay son el bloqueo y las condiciones que él impone o favorece.
Los peligros saltan por todas partes. Sucesos como los recientes de Argentina —por solo citar un caso extremo— deben convocar a todos los pueblos a extraer de ellos lecciones, luces, y Cuba no es un pueblo escogido por Dios alguno. Es, sí, un pueblo puesto por sus sendas y su voluntad históricas en camino de construir la justicia social, encarnada en un socialismo que hasta hoy ha sido en el mundo una aspiración noble y merece hacerse realidad.
Cuba necesita cambios, con la pauta que trazó El Líder de la Revolución: “Cambios, cambios revolucionarios”. Solo esos serán de verdad justicieros. Y quienes defiendan los ideales socialistas han de tener preparación y claridad para saber con quiénes pueden contar en sus afanes, y hasta dónde. No parece excesivo ni criminal estimar que el derecho a la libre emigración no debe llevar a confundir en el plano ético —que no siempre encuentra correlato estricto o formal en las leyes— a quienes emigran por caminos legales y decentes y a quienes toman factualmente el camino de la deserción y traicionan al país.
Tener claros esos “matices” en el plano conceptual, es también una manera de defender, conceptualmente al menos —valga la redundancia—, ideales mantenidos contra viento y marea, con heroísmo, en más de sesenta años de Revolución. Nada avala tampoco lo que un colega asegura haber oído en un espacio público: comparar la actual emigración con la que hizo medulares contribuciones a la lucha patriótica encabezada por José Martí. Una comparación de esa índole sabe a mucho pragmatismo y poca luz.
Quienes voluntariamente escogieron quedarse en Cuba y trabajar para ella, no lo harían pensando en acumular dividendos que ahora le permitirían contribuir a “salvar con sus recursos económicos a la patria”, sino en dar por ella, desde dentro, los aportes que su capacidad de sacrificio y su inteligencia les permitieran darle. Ante compatriotas que, por las razones que creyeran tener, ejercieron su derecho de emigrar en busca de bienestar, quienes se quedaron en Cuba no deben sentir nada parecido a la envidia.
Esa actitud, que etimológicamente remite a la invidencia, servirá para la cólera, no para la decisiva reflexión fundadora.
Una reflexión que contribuye a unir, la palabra de orden.