Si por simple curiosidad se hojea cualquiera de los periódicos y revistas que se publicaban en 1948, fácil será comprobar que se trató de 366 días —fue bisiesto— de violencia apenas contenida.
El año se inició todavía bajo el mandato de Ramón Grau San Martín, a quien sucedió —a partir del 10 de octubre— el presidente entrante Carlos Prío Socarrás. Fue aquel un período de auge de los asesinatos políticos, el pandillerismo y la demagogia.
Tres asesinatos de dirigentes obreros conmocionaron a la nación en 1948: los de Jesús Menéndez, Aracelio Iglesias y Sabino Pupo. Pero, además, para el mundo del espectáculo se trató también de un año fatídico, marcado por la muerte de la actriz española María Valero —quien nos ocupa— y del más grande tamborero cubano: Chano Pozo, asesinado en Harlem.
María Valero nació en Madrid y llegó a Cuba a finales de 1939, después de servir como enfermera de las tropas republicanas en la guerra civil de su país. Tenía una experiencia actoral considerable y su debut cubano tuvo lugar en la emisora Radio O‘Shea, pero pronto pasó a Radio Lavín, también en La Habana. María era una actriz de magnífica dicción, no tan bonita, aunque con el atractivo acento de los peninsulares, estudiosa y capaz de encarnar roles disímiles.
De sus valores no solo se percató el público radioyente, también los empresarios. Fue promovida, rápidamente, a papeles estelares y ganó popularidad en una época en que la televisión todavía no existía en Cuba y la radio entraba sin competencia en los hogares.
En un país con un desarrollo y difusión de la radio que lo colocaba entre los primerísimos (en número de emisoras y receptores) de América Latina, por cuatro ocasiones consecutivas conquistó María el galardón conferido por la Asociación de la Crítica Radial a la actriz más destacada del añoy fue proclamada, además, como Primera Dama de la Radio Cubana.
La española realizaba nada menos que tres audiciones diarias, en los espacios La novela blanca, Un grito en la noche (ambos en la tarde) y El derecho de nacer (nocturno). Muy pocas podían por aquellas fechas equipararse en popularidad con María Valero.
Reconstruyamos ahora aquel fatídico y largo día que se extiende hasta la madrugada del 26 de noviembre.
—María, no vayas a ver el cometa, mira que dicen que trae mala suerte, le advirtió una compañera de profesión.
Pero el mal augurio no hizo que María desistiera. Al contrario, preguntó a varias colegas si podían acompañarla, sin éxito. Unas estaban cansadas y debían madrugar, otras no sentían curiosidad alguna por ver el cometa. Al terminar su actuación en la radionovela más popular que tenía a la población en un bolsillo, abandonó los estudios de CMQ y salió a la calle. Iba a cruzar a la otra acera cuando una periodista amiga la alertó:
—¡Cuidado, María!
María se detuvo y rozándola casi, pasó un vehículo a toda velocidad.
—¡De la que me libré! —exclamó.
Tomó hacia una cafetería muy frecuentada por los artistas y allí entre colegas renació el tema de ver el cometa. Finalmente, decidió pasar por el night club “Colonial”, en la calle de Oficios, próximo a la Avenida del Puerto, y allí recogió a dos amigos, la pareja de baile de Emilita y De Flores (Emilia Aragón y Avelino Rangel). Se les unió un pequeño grupo.
Entre los tres pasaron un rato divertido hasta la madrugada. Se dispusieron entonces a cruzar la avenida para llegar al muro del Malecón desde donde la visibilidad del cometa era mejor, y Rangel tomó del brazo a su esposa Emilita y a María. Eran las cuatro y treinta de la madrugada y la ciudad solo estaba iluminada por los anuncios de neón y los faros de los automóviles. La tragedia sucedió en un instante, al aparecer a escasos 50 metros, un vehículo a alta velocidad, zigzagueante. El bailarín creyó prudente detenerse en la raya que marca el centro de la vía, pero el auto enfiló hacia ellos, quienes llegaron a pensar que se trataba de un bromista que los había reconocido. No fue así, Emilia, golpeada por el guardafangos delantero, fue lanzada hacia atrás, y con ella también su acompañante. María, cuyo vestido se enredó en la defensa del auto, fue arrastrada y triturada por las ruedas. Metros más allá se detuvo el vehículo y su conductor bajó tambaleándose, totalmente borracho. Obligado por la policía que acababa de llegar, el chofer retomó el timón y condujo a María, ya sin vida, a la casa de socoro. Había muerto instantáneamente. Los dos acompañantes estaban prácticamente ilesos. La noticia se corrió al momento, muchos se negaban a aceptarla como verídica. Solo horas antes, habían escuchado la voz de la actriz en el rol de Isabel Cristina de la novela El derecho de nacer, que escrita por Félix B. Caignet, marcaría un hito en la radio cubana y latinoamericana, con la irrupción del género de la radionovela.
Aquel viernes, la política nacional, la pelota, la guerra de China, el derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos en Venezuela, los debates en Naciones Unidas, todo, pasaría a un segundo plano, sepultado por la trágica muerte de la popular actriz.
En la noche resultó muy pobre la recaudación de los cines, teatros y del estadio de béisbol. La programación radial dedicó sus espacios a rendir tributo a la actriz. El duelo fue sentido, llorado, como manifestación espontánea de la ciudadanía. Ocho cuadras de largo tuvo la fila de personas que desfilaron para, en la funeraria Caballero de 23 y M, darle un último adiós.
Alrededor de 15 mil personas aguardaban la llegada del cadáver al Cementerio de Colón. Germán Pinelli hizo la despedida del duelo ante una tumba colmada por una montaña de flores que inundaban de fragancias el recinto. Solo el sepelio de Rita Montaner, diez años después, fue tan sentido como aquel.
En Avenida del Puerto y Jústiz ocurrió la tragedia. Tal vez ninguna otra artista foránea ganó en Cuba una aceptación tan generalizada y rápida como la Valero. A ello contribuyó, lógicamente, el hecho de radicarse en el país, pero sobre todo su talento, profesionalidad y simpatías. De su generosidad, virtud que la enalteció, se recuerda su presencia en espectáculos para agasajar a los enfermos y los niños en el Día de los Hospitales y el Día de Reyes, con funciones que les causaran placer y estimularan su amor por la vida, sin pretender con ello dar propaganda a su persona.
Félix B. Caignet, autor de El derecho de nacer, ofreció una conmovedora declaración a la prensa:
“Con María se ha muerto un gran pedazo sentimental de mí mismo. Porque de las entrañas de mi fantasma de autor, entre otros personajes de El derecho de nacer, un día nació una muchacha linda y rubia, amorosa y rebelde, a quien, en el Jordán de mi capricho, bauticé con el nombre de Isabel Cristina del Castillo. Tuvo por cima un script de radio y a pesar de haber nacido como un fruto lógico de una concepción idealista, no tenía vida, no tenía voz. Y fue entonces que le supliqué a María Valero que le diera su alma, su vida y su voz de maravilla a mi hija, sin voz, sin alma y sin vida.
“¡Y el prodigio se hizo! Isabel Cristina del Castillo, la heroína de El derecho de nacer, se humanizó. Tuvo vida, alma y voz, en la voz, el alma y la vida de María Valero (…) Y para mí, como autor, y para el público oyente de la nación, María Valero llegó a ser una mujer más de nuestra Humanidad, que siente, ríe, llora y ama”.
Tomado de La Jiribilla