Filósofo, poeta, ecologista, traductor y una de las voces más respetadas en el ámbito del ecosocialismo, Jorge Riechmann (Madrid, 1962) acaba de publicar su último libro, Bailar encadenados. Pequeña filosofía de la libertad (Ed. Icaria), un ensayo donde vuelve a meterle el dedo en el ojo al poder con un lúcido análisis sobre el valor más quemado por el neoliberalismo impaciente. «Libertad no incluye el derecho a dañar», sentencia.
Abrumado por la crisis ecosocial en la que está envuelta la humanidad, Riechmann examina las facetas que configuran la falsa realidad que crean las tecnologías digitales, prestando especial atención a la enorme influencia que ejercen en la aceleración que está viviendo el capitalismo en un contexto de limitaciones extremas. Y como patriota de la biodiversidad concluye con una agridulce certeza: «No podremos evitar el colapso ecológico-social si seguimos protegiendo este sistema económico».
Autor de más de cien libros donde concilia sus inquietudes filosóficas y el placer por la poesía, Riechmann insiste en que lo que hoy está en juego es, sencillamente, la supervivencia de la especie humana. De ahí que su compromiso ecologista sea indestructible. Él es uno de los 15 activistas del colectivo Rebelión Científica que en abril del pasado año fueron arrestados por protagonizar una acción de protesta en el Congreso y ahora se enfrentan a posibles penas de cárcel. «Cuando las instituciones tienen sensación de fragilidad tienden a percibir cualquier tipo de protesta social como algo problemático», asegura.
—Los desastres asociados al cambio climático se suceden en distintos lugares de la Tierra. ¿Qué papel le queda a la gente más allá de «acostumbrarse a lo que viene», como algunos dicen?
—El problema de esa idea de «acostumbrarse a lo que viene» es que, sin cambios importantes en el sistema capitalista, lo que viene es un empeoramiento constante de las condiciones de vida que nos acerca a un planeta inhabitable. La frase, además, encierra una contradicción interna porque para acostumbrarse a una situación nueva se necesita cierta estabilidad y no nos dirigimos, precisamente, hacia ese escenario, sino más bien hacia un tiempo de rupturas y discontinuidades.
—Acaba de publicar un libro de 300 páginas dedicadas al término libertad, a su valor polisémico, pero el más aceptado es el más banal de todos, como poder ir de cañas y cosas similares. ¿Está fallando algo?
—Lo que está fallando, en mi opinión, es sobre todo hacernos cargo de nuestra responsabilidad hacia la situación real en la que nos encontramos. Me refiero a que el planeta Tierra puede dejar de ser habitable para seres como nosotros, los causantes del desastre. Eso es algo inédito. Por eso hablamos de cambio climático antropogénico o de la sexta megaextinción antropogénica. Si captamos que uno de los determinantes mayores de esta situación es la extralimitación de los márgenes biofísicos de la Tierra, nos daremos cuenta de que el significado de la palabra «libertad» puede ser distinto al que teníamos hace unos años. Lo exploro en el libro Bailar encadenados. La situación histórica ha cambiado tanto en un espacio tan corto de tiempo que acciones humanas que antes nos parecían ética y políticamente neutras ahora ya no lo son tanto. Por ejemplo, comer carne o desplazarse en coche privado ya no tienen hoy en día el mismo significado que hace un siglo. Ahora, en un «mundo lleno», significan daño a terceros. Tenemos grandes dificultades para captar lo rápido que han cambiado las cosas. Vivimos en un período que llamamos la Gran Aceleración y nos ha llevado a otro mundo.
—Un mundo marcado por la revolución tecnológica y la inteligencia artificial que ha hecho a la gente sentirse más libre. ¿Por qué considera en el libro que esta transformación es una de las principales amenazas para la libertad?
—Hay varias dimensiones que se deben distinguir. Por un lado, es indudable que el tener acceso desde un móvil o un ordenador a cantidades enormes de información, entrar en bibliotecas y cinematecas enteras o a innumerables grabaciones de música, es un avance que alienta un sentimiento de progreso de la humanidad realmente embriagador. Pero más allá de esa ilusión luminosa, la cosa se ensombrece si pensamos que esos dispositivos son poderosos instrumentos de control de las conductas humanas que un reducido grupo de personas utiliza para reconfigurar la realidad subjetiva de la gente sin alterar, al mismo tiempo, la sensación de que vivimos libremente. Obviamente, esto les proporciona un poder como nadie ha tenido nunca antes en la historia de la humanidad. Si además añadimos la aceleración que estas tecnologías digitales provocan sobre los mecanismos de acumulación del capital y sobre la distribución regresiva de la riqueza, el problema al que nos enfrentamos es muy grave.
—Ahora han surgido las inteligencias artificiales, ¿un riesgo o herramientas que amplían las capacidades humanas?
—Efectivamente, algunos profesores ya las utilizan como auxiliares de investigación; pero si nos quedamos en eso estaremos perdiendo muchas dimensiones que nos impide conocer lo que verdaderamente ponen en juego. Por ejemplo, la ganancia de poder oligopólico y de control que aportan. Tenga en cuenta que estas inteligencias artificiales generativas del tipo ChatGPT están siendo entrenadas con una enorme cantidad de información que, en principio, no debería ser accesible. Hablo de datos privados o de derechos sobre la propiedad intelectual. Tampoco deberíamos perder de vista que esos supuestos beneficios tecnológicos van de la mano de la atrofia de otras capacidades humanas que pueden ser importantes en cuanto cambien un poco las circunstancias. No se trata sólo de que ese mundo digital esté destruyendo nuestra capacidad de atención y concentración, sino que si las perspectivas que tenemos por delante son el descenso energético y metabólico de nuestras sociedades, quizá internet no esté siempre con nosotros. Por tanto, depender de esa red para regular servicios públicos esenciales, como la electricidad o la atención sanitaria, puede no ser una buena idea.
—Pero los impulsores de estas tecnologías defienden que, al final, todo dependerá de la utilización que cada uno haga de estas herramientas. ¿Qué opina?
—Esa afirmación encubre la falsa idea de la neutralidad de las técnicas y las tecnologías. Se recurre a la tópica analogía del uso de un martillo, que lo mismo sirve para clavar un clavo como para abrirle la cabeza a alguien. Pero esa analogía, que no se sostiene ni con las herramientas más sencillas, no digamos ya con el tipo de tecnologías complejas que se despliegan ahora y que son configuradoras del mundo. Es evidente que el metaverso de Zuckerberg o las inteligencias artificiales avanzadas, que modelan las opciones humanas y prefiguran las decisiones que podemos tomar, no son nada neutros y, por lo tanto, deberían ser objeto de una deliberación democrática muy amplia y de un control social muy estricto.
—¿Cómo abordar estos cambios tecnológicos y climáticos a los que hoy se enfrenta la humanidad?
—Asumiendo, por ejemplo, que sí necesitamos cambios sistémicos de calado para orientarnos de otra manera. En lugar de seguir pensando en términos de expansión de la oferta, hoy requerimos políticas públicas fuertes que gestionen la demanda. Es una de las maneras en que se concretaría el decrecimiento y está sobre la mesa desde la primera crisis del petróleo en 1973. Sociedades que se habían acostumbrado, en esa fase de la Gran Aceleración, a que política energética era lo mismo que disponer de cantidades siempre crecientes de energía se dieron cuenta, de repente, de que necesitaban organizar la convivencia social con cierto nivel limitado de energía, incluso que tenía que decrecer. Esa sigue siendo nuestra tesitura.
—¿Considera que la transición energética emprendida no es suficiente?
—Es muy reductiva. Antes que nada habría que tener claro que una verdadera transición ecológica es mucho más que una transición energética. ¡Pensemos, por ejemplo, en la agroecología y las iniciativas de renaturalización! Se cree que descarbonizando el abastecimiento eléctrico podemos funcionar con fotovoltaica y eólica; y está bien como principio pero no es suficiente. La clave es el «menos»: tenemos que usar menos energía y también menos electricidad. Y para avanzar hacia eso con justicia debemos diseñar políticas de gestión de la demanda, es decir, buscar la forma de satisfacer nuestras necesidades básicas con un uso menor de energía. Pero esto puede topar con una resistencia social, como estamos comprobando, por ejemplo, con el conflicto desatado en Alemania por la llamada ley de las calefacciones que pone fecha de caducidad a la instalación de calderas de gas o fuel a favor de las bombas de calor. Bien, pues la derecha está azuzando una guerra contra esa política, que no es otra cosa que gestionar la descarbonización, porque ¿quién va a imponerles a ellos un sistema de calefacción o quién va a impedirles instalar una caldera de fuel si quieren hacerlo? Podríamos responderles que la libertad no incluye el derecho a dañar, que es lo que ellos formulan. Volvemos a los temas de mi libro Bailar encadenados. Pequeña filosofía de la libertad.
—Pero estos planteamientos ecofascistas no dejan de crecer. A la gente le importa cada vez menos las mentiras que les cuentan. ¿Cuál es el motivo?
—En tiempos difíciles como el actual, cuando el futuro del que nos han hablado no va a tener lugar, cuando caen todas las narraciones sobre el éxito meritocrático y todo parece tambalearse, suele producirse una reacción protectora de las propias creencias que nos empuja a aferrarnos a líderes fuertes que prometen seguridad. No es fácil salir de ese lugar porque vamos a necesitar una suerte de duelo por aquellas expectativas frustradas, muchas de ellas anudadas al mito del Progreso (con mayúsculas). Cuestionarnos algunas de nuestras creencias básicas siempre es muy costoso a nivel individual y también colectivo pero tenemos que hacernos cargo de una realidad que es difícil de asumir, como el descenso energético del que hablábamos antes. No sé si los que queremos mantener perspectivas de supervivencia y emancipación en una sociedad con unos niveles aceptables de «igualibertad» seremos capaces de hacerlo, pero tenemos que insistir en ello.
—¿Qué futuro plantean los estados que organizan cumbres mundiales para salvar el planeta pero siguen valorando el éxito de su modelo en función del crecimiento económico?
—Siendo generosos en la interpretación, pensaremos que persiguen objetivos que son incompatibles entre sí. Pero no se puede proteger el (des)orden mundial existente y evitar el derrumbe ecológico-social hacia el que vamos, o en el quizá ya estamos, al mismo tiempo. Por lo tanto, repito que la tarea más importante ahora es hacernos cargo de la realidad para afrontar un nuevo orden, más allá del capitalismo, que nos permita hacer las paces con la naturaleza, como decía el título de un libro de Barry Commoner. Si no construimos un horizonte de simbiosis cultura-natura no saldremos adelante.
—¿Y cree que el capitalismo será capaz de autoenmendarse?
—Si queremos seguir adelante sin dejar a nadie atrás, la respuesta es que no. El capitalismo no puede hacerlo. Sí puede, quizá, reconvertirse en un sistema que funcione para un número mucho menor de personas, lo que nos abre un horizonte de genocidio acaso de manera diferida en el tiempo. Sería la forma de aceptar que el planeta no da para todos pero sí para mi grupo o para mi nación. El lema de Trump de America first y de algunos países y sectores sociales del Norte global va en esa dirección.
—Una de las acusaciones que los neoliberales hacen del ecologismo es que es una ideología que merma la libertad.
—Primero habría que ponerse de acuerdo sobre qué es ideología. Si la entienden como una concepción del mundo en un sentido amplio, no habría problema en reconocer que el ecologismo es una ideología, entendido como conjunto articulado de ideas y valores con cierta orientación social. Pero si se emplea el término de manera peyorativa o despectiva, como una falsa conciencia vinculada a ciertos intereses sociales parciales, entonces no lo es. Entonces, los ecologismos tienden a ser antiideológicos porque ponen en entredicho esa fingida conciencia productivista y desarrollista, vinculada a ciertas prácticas y sentimientos que prevalecen en la cultura dominante, como que el crecimiento económico es bueno en sí mismo, o la idea jibarizada de libertad como mera no interferencia.
—Usted y otros 14 científicos han sido acusados de «daños contra el Patrimonio» por una protesta en las escaleras del Congreso.
—El juez de instrucción considera que hay indicios de un delito por daños al patrimonio histórico y estamos a la espera de conocer la decisión de la fiscalía. Será entonces cuando los 15 miembros de Rebelión Científica, entre los que me encuentro, sepamos si hay una acusación formal contra nosotros. El problema es que la resolución de la fiscalía se está alargando demasiado y eso siempre genera incertidumbre.
—Da la sensación de que el activismo social se ha vuelto cada vez más incómodo para el poder. En Reino Unido, dos ecologistas han sido condenados a tres años de cárcel por una acción no violenta y el gobierno de Macron ha aprobado la disolución de la coalición ecologista Soulèvements de la Terre. ¿Son ustedes los nuevos enemigos del capitalismo?
—Estamos asistiendo a un endurecimiento de la represión y del control social en casi todo el mundo. No sólo en sus formas obvias —estados cada vez más autoritarios— sino también, como decía antes, en un plano digital que es realmente preocupante. Somos testigos de una militarización creciente y de reacciones cada vez más coercitivas a medida que se desarrollan nuevas formas de protesta, por ejemplo contra el cambio climático. En Reino Unido, Alemania y Francia se están aprobando legislaciones ad hoc muy pensadas para desalentar estas clases de protestas. Pero esa incomodidad es el resultado de la existencia de cierto déficit democrático. Cuando las instituciones tienen sensación de fragilidad tienden a percibir cualquier tipo de respuesta social como algo problemático. Si tuvieran más músculo democrático no serían vistas con preocupación.
—¿Cuál sería para usted la sociedad idílica?
—No emplearía el término idílico ni ideal. Las ilusiones de un paraíso me parecen negativas. Tenemos que hacernos a la idea de que no habrá un final de la aventura humana y surgirán siempre elementos de conflicto y debates que irán hacia adelante salvo que desaparezcamos como especie. Pero a corto plazo tenemos que hacer frente a las posibilidades de colapso ecológico-social. De manera minimalista diría que si llegamos a los próximos decenios con una situación climática y ecológica más o menos estabilizada y logramos evitar el genocidio de miles de millones de seres humanos, que es el horizonte que ahora tenemos, me daría por contento. No es imposible conseguirlo, pero habrá que hacer lo indecible por avanzar hacia ello.
Tomado de CTXT