Después de que estalle de una mala vez la pandemia guerrerista que nuestra civilización va incubando con inefable carencia inmunológica, después del átomo del Apocalipsis y de que dejemos pelados el arsenal de los árboles en la última pataleta -la cuarta, pronostican-, a garrotazos, Mamá Naturaleza tendrá tiempo suficiente para decidir a cuál especie nueva dará la venia de la evolución al raciocinio.
Esos seres del futuro que no veremos y nunca nos verán, resultado quizás del ahora insospechable romance entre la cucaracha y el marabú – el cucarabú o la mararacha-, seguramente comenzarán, desde cero, a estudiar el legado dejado por esta progenie antigua que somos y que ahora se estrena con todo entusiasmo en lo que muchos hombres de ciencia llaman el antropoceno pero yo, inmodestamente, prefiero definir como el chacumbeleceno.
Explicado sin adornos: somos la gran tribu que quema su casa y, por si las moscas de un aguacero inoportuno, también se dispara en el pie.
No se asusten los alarmistas: mis letras son el menor de sus problemas. En realidad, la génesis de estas notas está en las cosas curiosas que imagino hallarán los herederos del trono que jugando -como en cierta serie televisa, extrañamente profética- dejaremos vacante, a la fuerza, en el planeta Tierra. Ya conseguiremos los dragones.
Así como actualmente la cúspide en la pirámide de poder del Homo sapiens parece estar ocupada por los malos políticos, los dueños de firmas tecnológicas, las estrellas de cine, los influencers, los deportistas capaces de golpear más duro lo mismo una pelota de dimensiones diversas que las diversas cabezas de sus adversarios, los portadores de apellidos grabados en la cuna… yo imagino que en ese mundo que renacerá tras los hongos nucleares el trabajo más promisorio será el de los exploradores.
Habrá que explorar mucho para entender tanta huella caótica: evidencias de hermosas construcciones junto a indigentes chozas; límpidos manantiales a la vera de aguas trabajosamente contaminadas; cadáveres ataviados con telas finísimas no muy lejos de restos vestidos con ropa más muerta que ellos; islas de plástico que, al ser excavadas, sugerirán que alguna vez contuvieron auténticos mares; fósiles de genética torcida como prueba de que malcriados bebés creyeron ser dioses…
Entre la variopinta chatarra que dejamos, literalmente «al descuido», me interesa particularmente una: los blogs o bitácoras personales en internet. Hace no muchos años, ellos eran a la web lo que hoy Barbie al menguado Hollywood o Lionel Messi a la antes aburrida MLS: lo primero de «lo último».
¿Qué tienen que ver los blogs con el paisaje postnuclear? Mucho. Esos exploradores que intuyo, también indagarán en los nichos digitales y se toparán con los esqueletos de millones de páginas que, como el oro verdadero frente a opacos espejitos, han sido abandonados en la web por sus creadores, rebasados -para escribirlo finamente- por la burda baratija de las redes sociales. Hay muchos modos de colonizar.
¡Pobre de mí, pecador, blasfemando de la diosa Redes, ese moderno oráculo del púlpito y las ovejas! Sé que en el párrafo anterior espanté a la mayor parte de cuantos se atrevieron a llegar hasta ahí, pero aclaro a los sobrevivientes de la lectura que este no es un descargo ludita -«¡abajo el avance!»- contra esa herramienta de comunicación social, sino una canción desesperada por los contenidos más elaborados.
Intento apenas socializar mi desconcierto ante lo que no alcanzo a entender: cómo incluso segmentos bien calificados para el pensamiento lúcido y la escritura de calidad lo abandonan todo y —en varios incidentes cuasi callejeros— se dejan arrastrar a cotilleos, chancleteos, manteos y otros «eos» infaustos para los cuales no siempre tienen anticuerpos. Después más de uno se sorprende, y hasta se queja, de que una turba lo linche.
Con las redes pasa como con la honda y la piedra: ¡qué buenas son, pero qué duras a veces! El tirador tendrá la palabra definitoria, pero aturde saber de ciertos escultores que, pudiendo sacar obras de arte de él, optan por derruir el bello bloque de mármol que puede guardar un David para comunicarse a pura pedrada.
Son tiempos duros. Cualquiera sabe que la educación, la cultura, las buenas palabras… venden muy mal, lo cual es pésima noticia para sus portadores, considerando que, quieran o no, están sometidos a vivir en el planeta Mercado. Solo tragedia semejante puede explicar el incomprensible arraigo que personas que odian a Cuba, de jurásica calidad expresiva, cosechan entre nuestra gente.
A resultas, uno tiene que repetir, en lo que a blogs y redes concierne, aquella sentencia de abuelos jíbaros que insistían, aun sin pruebas y hasta contra ellas, en que lo pasado era mejor.
Personalmente no tengo dudas de que el ecosistema digital se ha empobrecido sobremanera con la mengua silente de los autores de blogs. Se fueron del ciberespacio y, huérfano de sus textos, al menos a mí me dejan la misma tristeza de quienes ven a un hermano o un amigo partir rumbo al horizonte.
Otra fuga a apuntar: la brisa de frescura que se percibía en esas bitácoras personales no parece haber hallado el trillo a nuestras publicaciones formales, a menudo urgidas de estilos audaces que acerquen a los lectores a realidades vitales difíciles de traducir.
Dicen que el «boom» de los blogs pasó. Puede ser, pero con sus pocos «Mega Bites» de gloria se marchan publicaciones que, en los casos más respetables podían competir, en calidad, con medios dotados de larga plantilla y múltiples aparatos.
Pasó. Pues dejó huella. Desde Cuba misma, la web se ha llenado de bitácoras insepultas que a partir de fechas disímiles -no estaría mal colocarles flores virtuales en los aniversarios- descansan sin paz ni actualización, probablemente por no haber sido aquilatadas.
Pasó… y ahora son como caribeños icebergs, islas desiertas donde los curiosos -¿esos exploradores marabúes-cucaráchidos del futuro?- no hallarán en ellas latas de aluminio, botellas plásticas ni nailitos de carísimos maníes, sino historias bien contadas, opiniones cortantes, ideas locas plenas de cordura, modos de tejer un país, sueños sin límite, auto/retratos con orejas sanas y cortadas de postimpresionados periodistas criollos, tan angustiados y lúcidos como Vincent Van Gogh.
Aunque los hubo y algunos quedan —porque el Diablo no puede escribir en todas partes—, pocos blogs cubanos cambiaron amor por odio. Parecía que, en general, el desvelo por su tierra -desde pueblo chiquito hasta patria grande- era el único punto de su «política editorial».
Eso, por supuesto, se defiende también en redes y se hace con rigor. Muchos de los que probablemente van a atacar este trabajo son buenos ejemplos de ello. En cualquier género y soporte, un comunicador honrado escribe entintando el índice en el corazón, solo que a un Quijote que se respete —¿y qué otra cosa es un periodista?— le fastidia perder en un duelo con los nuevos gigantes.