En décadas pretéritas hablar de la corporalidad inherente de las prácticas musicales podía resultar una insolencia, una intromisión en los márgenes de la creación. Esta narrativa estableció cánones en la estructura y contemplación estética de la música. Los discursos imperantes en esas zonas del pensamiento cultural, marcadas por una óptica elitista, ignoraban, excluían, negaban o reprimían el valor del cuerpo del intérprete en las prácticas musicales. Toda una encerrona trazada por la lógica de la razón pura.
Esta idea tiene un sin embargo. Las corporeidades de los ejecutantes musicales juegan un papel esencial en los procesos cognitivos donde las capacidades físicas e intelectuales están implicadas.
El aprendizaje de un instrumento se basa, no solo en la lectura y estudio de los elementos teóricos. También, en las formaciones personalizadas que reciben los interpretes de sus maestros y de las apropiaciones atemporales que habitan más allá de los estrictos límites de la música y otras materias anexas, todas ellas esenciales para el completar formativo de un ejecutante.
Se junta en esta aritmética las capacidades interpretativas (motrices, musicales y sociales) sostenidas por su praxis entre grupos heterogéneos, espacios de singular naturaleza o eventos donde se dilucida la maestría y el dominio del instrumento.
El conjunto de estas ideas tiene terreno fértil en todos los instrumentos musicales y sus cultores. En la guitarra se advierte con particular fuerzas y renovados énfasis, por los singulares movimientos que provoca, también por las gestuales respuestas que genera en los lectores que la reciben.
Tocar una guitarra profundiza valores como la paciencia, la persistencia, el equilibrio. Estos ingredientes se mestizan en las vidas de sus protagonistas y en su formación profesional e intelectual. También en sus comportamientos sociales.
Desde una mirada hiperbólica afirmaría que la “única” manera de conocer la música es vivirla, confundirse con ella, darle corporeidad, pero esa no es una verdad completa.
Los receptores de esta sublime expresión del arte se mueven en otros niveles de lecturas, las absorben a plenitud desde sus descansadas lunetas. Sobre tan vasto terreno, donde la sociología ha hecho sus aportes, hay mucho material para la reflexión, para el abordaje simbólico y semántico.
Pero son los músicos los que más me importan, por esta vez, en esta entrega. Sus prácticas interpretativas y las partituras que ejecutan les compulsan a desatar una gama irrepetible de cuadros escénicos, muchas veces excepcionales, dispuestos para ser narrados en la fotografía de esta, una crónica plural.
Sus posturas, gestualidades, rejuegos de brazos y manos, subrayan la intencionalidad de las ejecuciones del músico. El mejor acabado se perfila con la suma de otras piezas que nos permiten visualizar las corporeidades que le distingue. La interpretación de un solo tema no concretiza sus posibilidades como evento musical significativo. Esta idea se redondea en la medida en que se materializa una respuesta deliberada por el intérprete, que suele operar en los resortes del inconsciente.
Se produce entonces el correlato de la percepción intencional de una experiencia plena y directa. Los sentidos, la emoción y la mente participan en ese proceso. Sus cualidades como actores de un momento signado para el curso de la memoria se “torna verdad” en las muchas formas de mostrarlas. Se establece, en otro orden de ideas, en otros procesos sicosociales que cristalizan en un momento único, imposible de fotografiar en los anaqueles de nuestros diálogos interpersonales, en las grietas de nuestra memoria.
Estas líneas son, tan solo, el preámbulo de una crónica que apunta a narrar un pasaje cultural consumado por dos protagonistas, los jóvenes guitarristas cubanos Millet Padrón y Darío González.
En un tiempo inadvertido —a veces cuesta encerrarlo en números precisos— mostraron sus fortalezas la tarde del jueves 24 de agosto, quebraron el equilibrio de la acogedora Sala Argeliers León, del Centro Nacional de Música de Concierto. Una entrega que forma parte del proyecto Música de concierto, más cerca de ti.
Un piano de cola, otro vertical y un tercero de concierto “sirvieron de escenografía” para significar un estado de gracia, para trazar escrituras simbólicas de los acentos identitarios del espacio. Son instrumentos que absorben confluencias de plurales sonoridades advertidos en los espacios de la sala. En ellos habitan piezas musicales, plurales géneros o corales voces, llenando sus anchuras que hoy resultan esenciales.
Con los acabados de una sobria pintura iluminado sin estridencias o luces de neón para noches trepidantes, se emplazan hermosos asientos tapizados con los rubores del vino tinto. Este cuadro matiza la elegancia, el gusto, el confort. No es glamour lo que habita en esta sala, es sentido de lo culto que no es elitismo baldío, impostura de lo popular.
Los espacios no han de estar ajenos a las intencionalidades de los intérpretes, a la identidad del recinto. Una sala de conciertos no es solo un lugar de presentaciones y respuestas de público. Es también una morada de expresiones culturales, valores y compromisos para el ejercicio de una filosofía de vida.
Pero apremia incorporar una idea que puede pasar inadvertida. La Sala Argeliers León la arropa una institución administrativa. Se convierte, por tanto, en un signo para la comunidad, en un pilar de refundaciones culturales. Esta praxis se traduce en poner en valor un espacio para el goce y el intelecto de los actores de una ciudad que no reconoce límites, que no percibe barreras en su formación intelectual y estética.
Las confluencias musicales de este recinto trasmutan hacia un estadio superior, el servir a los poderes de nuestra cultura en convergencia con los valores estéticos de otras geografías que nos enriquecen como ciudadanos y como nación; brindar un arte tremendo edifica y ennoblece. Nos pone en los horizontes de una sublime quietud, subvertida por la irreverencia del cuerpo.
Emergen la puesta musical, confluyen las primeras palabras de esta cita con la invitación de Millet Padrón, intérprete reservada para este espacio. Con precisas y económicas adjetivaciones dibujó las conquistas de su invitado. Premio en el Concurso Nacional de Guitarra de Cuba Isaac Nicola y en el Concurso Internacional de Guitarra de Gandía, España. ¿Su nombre? Darío González.
El joven estudiante de nivel medio de guitarra tomó las riendas de la primera parte del programa. Arropado con una camisa azul de mangas largas, pantalón oscuro y pelo negro desordenado, sus parlamentos de acento pausado transpiran cierto aire de timidez. Sin apenas un preámbulo, con unas palabras a manera de prólogo anunció su “primer movimiento”, Preludio Cavatina de Alexandre Tansman.
La guitarra insinuaba apuntar hacia una dimensión no precisa del espacio de la que seguramente Darío no es consciente, esencial en la soltura de sus ejecuciones. Sus dedos sobre el puente aflojaron los acordes de un tema que exige el manejo de las dos manos, sobre todo por la velocidad que impone, articulada en movimientos largos y rápidos bajo un continuo crescendo.
La Cavatina se rige bajo los cánones de una suite moderna. El ejecutante desdobla sus posibilidades de estilo más libre y advierte los riesgos que entraña su interpretación que busca destilar ante el público los pilares de la perfección, la fuerza de sus bases rítmicas. En algunas cascadas, se inclinó sobre el cuerpo de la guitarra mientras hurgaba en los “silencios” por desamarrar.
Tejió un retrato de complicidades y respuestas, con las texturas de una madera que ya le resulta familiar, antigua, cómplice, estrictamente personal.
En ese acto de buscar los sonidos de su guitarra, los ojos de Darío se cierran, se produce un diálogo desprovisto de adjetivaciones edulcoradas. Le exige a su instrumento las notas que Tansman ha bocetado en una partitura abrigada en los nichos de su memoria. No le asiste atril ni partitura impresa. Responde con encendida seguridad, dominio del tempo, dibuja la fuerza y el lirismo que distingue el emerger del Preludio.
Darío cesa el pulso durante un trayecto de respuestas corporales que el tiempo, reitero, no sabe dibujar. Emerge el primer brote de aplausos agradecidos, las miradas apuntan hacia las escaladas de sus manos, a las últimas fugas de un instrumento que destraba resonancias tardías.
Se enfunda las mangas de la camisa, se “arregla” su pelo irreverente, que parece un pliego observante. Asiente y agradece por la respuesta de los privilegiados de la tarde. Interviene sobre las clavijas de su “novia” acompañante, acaricia parte del diapasón en clave de gratitud por los bríos de este primer tema.
Se produce el ritual de otra entrega. La Sonata K1 de Domenico Scarlatti entró con fuerza tras un silencio bizantino. Darío destraba las cuerdas de su guitarra. Le exige los primeros acordes que impone el compositor italiano. Las repeticiones de notas a gran velocidad, a menudo distribuidas entre ambas manos, emergen como un pausado torbellino de aceleraciones superpuestas. Se produce el encanto de una pieza, por momentos trepidante, en otras serena, comedida.
El diálogo del interprete con su guitarra no es perturbado por nada. Los silencios son las voces que toman el recinto para reverenciar las respuestas de un joven músico que apuesta por darnos los reflujos de sus ensayos previos, dispuestos como arte final en este segundo momento de la tarde.
Igor Stravinski nos dejó esta controvertida sentencia: “La música debe ser trasmitida y no interpretada, ya que la interpretación revela la personalidad del interprete en lugar de la del autor, y, ¿quién puede garantizar que el ejecutante reflejará la visión del autor sin distorsionarla? (i)
La palabra interpretación debería ser adecuada para expresar los “espíritus” de los compositores. Los ejecutantes no dejan de ser traductores de sus piezas. Los arreglos o variaciones son legítimos siempre y cuando no destilen los pilares que sostienen el tema. Se trata, por tanto, de no tergiversar sus estelas cromáticas.
Llevado al plano de los traductores, lo que narra Domenico Scarlatti en sus partituras, se correspondería con la fidelidad de sus bocetos musicales heredados en signos universales, para los muchos que asumen el oficio de leerlos y darles corporeidad.
Darío González tributa toda una gama de respuestas sobre los pliegues de su guitarra, por momentos consentida, en otra provocada por las inmersiones de sus manos. Provoca estados de quietud y ritmos intensos; son las variaciones cíclicas que nos deja un compositor barroco entregadas en los albores de una sala cubana, que replica lo mejor y lo más bello, como esta Sonata K1.
Se redobla el aplauso de los asistentes a la Argeliers León, el silencio de requeridas pausas marcan protagonismos por la insonoridad del lugar. El ejecutante recicla sus rituales de acomodos corporales y ajustes de clavijas indisciplinadas. Las mangas de su camisa no dejan de ser parte de sus idas y vueltas, y el pelo se acuerda de su existencia cuando la quietud lo aplana.
La sobriedad para la presentación del siguiente número, marcado en el programa, constituye el sello de esta cita. Sobre las palabras, la respuesta de la música con los bríos de una guitarra puesta en el centro de todas las miradas.
Francisco de Goya se ensancha en la tercera entrega de Música de concierto, más cerca de ti. Aguafuertes, aguatintas y retoques de punta seca fueron parte de los discursos exaltados en los predios de un espacio, que transpira con los poderes del arte. Las deformaciones pictóricas del maestro aragonés resueltas en su serie de grabados, se imprimen con las fortalezas de la música, con los cardos de sus metáforas contemporáneas.
La reinterpretación es un permanente traspaso entre las artes, un reciclado ejercicio de tomar una obra “lejana” para la escritura de una obra nueva. Las fisonomías de cuerpos adulterados, pintadas como cuadernos, toman forma con Capricho de Goya No.1, de Mario Castelnuovo-Tedesco.
Esta imagen muta en el joven guitarrista con resueltas respuestas. Las pasiones que inspira el tema son ejecutadas con los acertijos de notas que no parten de lo abstracto, de la irreverente improvisación. Las líneas musicales dispuestas por Castelnuovo-Tedesco, dejan un trazo preciso sobre el sentido del ritmo, las curvaturas de las notas y el empaque que se desoja como pieza inspiradora.
Capricho de Goya No.1 no es de fácil comunicación, su autor la compuso desprovista de recursos superfluos. Expresiva, poblada de una pluralidad de elementos musicales y estilos, colmada por los ritmos de las danzas populares españolas.
El temperamento, el empeño por labrar un estilo, las curvas de manos desprovistas de poses y los diálogos permanentes con la guitarra son, tan solo, algunas de las respuestas de Darío González ante un público que lo adsorbe en cercanía.
Estas sumas implican el riesgo de mostrarse en la intimidad, el saberse bajo el escrutinio o el ejercicio crítico de lectores dispares y motivados. Todas sus pulsaciones son fotografiadas en distancias donde las líneas se subvierten.
Los rituales de las pausas se tornan metamorfoseados. La fuga de unas mangas “puestas en su lugar”, el diálogo con su guitarra. Otras vueltas de clavijas para ponerle orden a las cuerdas y los monólogos con el erguido diapasón. Los descansos con el cuerpo de su guitarra. La litúrgica de palabras mudas con variaciones.
Nos anuncia el último tema que interpretará esta tarde, suscribe con su elección revelar los virtuosismos de un maestro de la guitarra, Leo Brouwer.
Emergen los primeros acordes. Transpira una gama de resortes sensoriales resuelto con arpegios que destilan aires de introspección. Los minimalismos y mestizajes de la obra subvierten los tempos de las anteriores piezas. Danza de los Altos Cerros, es la obra seleccionada por Darío para el cierre de su presentación.
Los niveles de experimentación que le dan corporeidad a este tema, las apropiaciones culturales que la sostienen, la multidimensionalidad rítmica que impone, fuerza al guitarrista a ser coherente con las bases estéticas que definen su estructura.
No es un desafío menor. El crítico inglés Colin Cooper, sobre Leo Brouwer, ha señalado: “El más grande compositor vivo de la guitarra, no es una frase fácil para cualquier contexto, pero considerando todos los hechos es imposible pensar en otro compositor con un mejor derecho a esa designación”. (ii)
La apuesta por una obra de eclecticismos sonoros, que exige buscar y responder con los trazos más rigurosos de su entrega nos vislumbran los corajes del joven intérprete, dispuesto a encarar un desafío mayor. Su relación orgánica con el instrumento, el dominio de los conceptos que sostienen el arte musical, que es también proyección escénica, redoblan la legitimidad de sus interpretaciones.
Se produce el trueque de guitarristas. Toma el “escenario” Millet Padrón quién no dejó de acompañar a su colega desde la primera fila de las lunetas, con respuestas corpóreas ante cada texto musical interpretado. Se presenta, también, con sobrios y escasos parlamentos, quizás para darle valor al dominio del instrumento, a las curvaturas que le distinguen, al rejuego de sus pliegues amotinados.
Se apertrecha de los lirismos de su memoria, del basto ejercicio de ejecutar una pieza de cromatismos musicales, vestida con los negros de una noche de pátinas tercas, sandalias de igual coloración; en pose firme, postura raigal, aspecto ensimismado en los oficios de su arte.
Los dedos de Millet sacan de su continental instrumento las danzas que pernoctan en la piel de la guitarra, en los secretos pueriles de sus trasiegos ¿No es acaso esencial saberla toda para mostrar sus mejores acentos, para empinar las metáforas que esconde? ¿No es probable que la guitarra le ponga trabas al intérprete y esta le aceche por la búsqueda de sus melódicos paréntesis?
Con Mallorca, de Isaac Albéniz, la guitarrista impacta con la fuerza de sus telúricos ejercicios. Se enfrenta al reto de curiosear, de tomarle el pulso a la obra de un compositor que se mueve en los designios de la leyenda, en la cumbre de los imprescindibles. Español y universal; un músico nómada curtido por el ejercicio de repensarlo todo, de subvertir lo antiguo para entrar en los caminos de la modernidad.
Sobre Albéniz pesan las adjetivaciones de ser un compositor luminoso y profundo. La guitarrista responde con trazos seguros, con enérgicas soluciones que se atemperan a las metamorfosis que se difuminan en las evoluciones de un tema que compuso en un viaje hacia la isla española.
La perfección es parte de lo esperado en una puesta en escena guitarrística. Lo trepidante de los ritmos, resueltos por Millet Padrón, combina con las alegorías que trasmiten evocaciones en una ligazón de respuestas armónicas.
No hay oportunidad de esquivar los soles de esta pieza, tampoco nos podemos abstraer de los aguafuertes que se mestizan. Todo evoluciona dispuesto en plurales soluciones tras un despliegue de manos, empeñadas en labrar los ritmos vivos y las melodías nostálgicas que le alumbran.
Millet Padrón establece un diálogo diferente con su guitarra. Las respuestas enérgicas, los empeños por “desarmarla”, las hiladas de las cuerdas, son los tópicos que se repiten en cada erigida pausa tras el final de una entrega. ¿Será que el rigor es su máxima en cada minuto de diálogos con los espectadores?
Tras el ritual de las pausas y la acometida de otra entrega se produce la paz, el guión de sus presentaciones cambia hacia los tempos pausados, puro monólogo de entrecortadas introspecciones. Es un punto de giro donde revela el lirismo de Preludio no.5, de Francisco Tárrega.
Los límites expresivos son explorados en esta entrega por la guitarra que desabotona las anticipaciones de un tema hermoso, vibrante, presto a construir un estado de significación donde la meditación es goce filosofal del tiempo.
Millet Padrón quebranta el ambiente agradable y cercano que convoca y acoge, con las ornamentas de una pieza que alcanza su verdadera significación con los pastines estéticos propios de la guitarra, que confirma sus extraordinarias posibilidades musicales como instrumento de concierto.
Los recursos armónico-polifónicos que singularizan a esta “novia” de la música transmutan en el público con la belleza de sus tesituras, dinámicas, texturas y timbres. La intérprete, que se desarrolla también como profesora de guitarra en la Escuela Nacional de Arte desde 2018 y en la Universidad de las Artes desde 2022, labra los lirismos de esta hermosa obra que el tiempo pinta con sabor a poco.
Con esa misma paz que nos dejó el Preludio no. 5, de Francisco Tárrega, Millet Padrón “dialoga” con su guitarra, la interviene brotando cuerdas, “desatornillando” clavijas. Es otro momento de conversaciones con su amiga, que recibe los impactos interventores de sus manos, vertidas por intensidades de muchas respuestas que apuntan hacia el resultado perfecto.
Cuando empiezan los primeros arpegios del tema que emerge tras el ritual del punto y seguido, se entiende y justifica toda esa fuga de exigencias para con la guitarra. ¿Acaso no lo merece Gnossienne no.1, de Eric Satie? Cuanta belleza he descubierto tras escuchar los signos que alumbran esta pieza, sencillamente virtuosa, que parece fácil de ejecutar y sin embargo una “errata”, una sola, rompería todas las metáforas que colorean sus contornos de mirada antigua desprovista de esos barroquismos que subvierten la “simpleza de su arquitectura”.
La ejecutante desarrolla, con esta pieza, una comunicación gestual, esencial en el ritmo, el tempo y las dinámicas de sus interacciones. Con esta triada se materializa la relación entre la emoción, el gesto físico y el significado musical que Eric Satie impregnó en un tema antológico de su repertorio.
“No existe” para Millet Padrón el público; no resultamos para su acto inspirador unidades significantes implicadas en la confabulación de la pieza. Los procesos que se forjan son tan “cerrados” en el diálogo (tema, instrumento, ejecutante) que lo deja en una aritmética precisa: no estamos en ese triángulo de confabulaciones y respuestas.
Tan solo somos espectadores de turno que reinterpretamos las sonoridades materializadas, siempre efímeras, en correspondencia con nuestras historias de vida, los contextos familiares y sociales que nos distinguen y, también, las preguntas que nos deja el autor del tema, reverenciado por la guitarrista que seguirá pulsando las cuerdas para forjar los cimientos del rigor interpretativo.
Retornó Leo Brouwer a los predios de esta sala. Con Hika, un tema de compleja factura compuesto por el genio cubano, Millet Padrón desarrolla toda una puesta en escena hilarante, de singulares gestualidades. Dispuesta a sacar las raíces que la fecundan por la adversidad de cuerdas “indisciplinadas” que no dejan de subvertir el estado de gracia logrado en toda la tarde.
Con Hika se desnudan los acentos del flamenco orondo, las otras curvaturas de mestizajes que distingue la obra de un compositor que ha bebido los sorbos y las partes todas de muchas geografías. Pero exige la puesta precisa de los dedos, el ángulo sincrónico de las manos, también los torbellinos de brazos que han de pulsar los nudos de un in crescendo voraz por los timbres que le acechan, por las respuestas que marca.
No todo es pasión, ruptura de los sonidos calmos. Leo Brouwer nos lleva hacia otros estadios finiseculares donde la meditación musical entroniza con el diálogo interior que resulta fecundo en su obra toda. Millet Padrón entendió los términos y las texturas dejadas para la socialización de un tema desprovisto de lecturas fáciles y pueriles discursos tan arrolladores en la sociedad global, resueltas como baladas de turno.
Las respuestas corpóreas se impregnan de protagonismo escénico. Hika contiene en pequeñas dosis esa necesidad de dar respuestas corales, de mostrarse más allá de los arpegios que la distinguen. En ella habita una emocionalidad discursiva, una suma de recitaciones acústicas que la ejecutante desdobla en performance musical, acompañados de movimientos contenidos, aunque no reducibles a ellos. Estos elementos incluyen timbres, articulaciones, dinámicas y tempos; la dramaturgia de un arte mayor.
Quizás las exigencias de esta entrega tensaron las curvas de Millet Padrón tras un tiempo recorrido de plurales interpretaciones. Las cuerdas de su guitarra recibieron “halones de orejas” llevadas a un punto climático en una distancia fugaz. Las clavijas no pasaron inadvertidas en ese repaso de idas y vueltas. Son liturgias de repetidas pausas en las que se estremece el instrumento, al que se le exige todo sin derecho al cansancio.
Con Preludio no.1, de Ricardo González, maestro de Darío González, Millet Padrón tornea la tarde con estrofas de romance, de ligada escritura donde el amor es parte de ese sello entregado a los actores de la sala, a los otros que habitamos observantes, escurridizos, testigos de sonoridades y respuestas ¿Cuánto les habrá dejado a los que asistieron a esta tarde de luz y confluencias? ¿Qué milagros se produjeron en sus vidas tras el goce de una pieza audaz y profunda?
Los silencios son parte de sus advertidas respuestas musicales, pero silencios cortos, de estructuras proféticas y sonadas metáforas. La vida se enriquece con un abrazo que funda dispuesto a surcar los laberintos de obstáculos imprecisos.
Esa magia pernocta en la apuesta del autor tejido con la sensibilidad y el talento de una escritura, dispuesta a quebrar la oscuridad para poner en nuestros horizontes soles que alumbren con palabras nuevas que saben a intimidad y aforismos.
La intérprete de esta pieza releva estas ideas filosofales, degusta las cuerdas con respuestas semióticas que parten de la gestualidad de sus manos, de su relación con el cuerpo de su guitarra, erguida y cómplice de las escrituras de un preludio logrado, exquisito, sensorial.
El cierre del concierto, pensado para dejarnos en el mejor punto de ebullición posible, se revela con las curvaturas de un tema poblado de yuxtaposiciones, de entrecruzamientos musicales. Danza Rithmique, de la francesa Ida Presti, exige los más osados giros de la mano, las poses escénicas más “perfectas”, los diálogos de los dedos con las cuerdas. Todos esos despliegues, imprescindibles para lograr las discontinuas melodías que empacan una obra que articula entrecortados sonoros y asimetría musicales.
No es posible pasar inadvertido ante las interrogaciones que nos deja, ante los ataques que desata como parte de una dramaturgia coral, ecléctica, de esdrújulas proporciones textuales.
Danza Rithmique le distingue el poder de bocetar un mayor rango de colores. Esta condición per se le exigió a Millet Padrón tornear los acordes de su guitarra, los lamentos de sus respuestas. Todo eso se produce a una hora de la tarde en la que su compinche vestida de damisela, se revela irreverente, desatada, indispuesta.
Pero no hay paz para los desahogos. Se produce el trazo visceral de la guitarrista, la exigida trama de un tema que no admite medias tintas. La pasión es parte de los discursos que emergen en esta pieza que Ida Presti esculpió, ante los cerros iconoclastas de las metáforas.
Entonces toca agradecer a Darío González y Millet Padrón, por sortear, con altura intelectual y exquisito empeño, los mejores pulsos de sus guitarras, en dos tempos, con el poder seductor de sus manos.
Notas
i Stravinsky, Igor. Poética musical. (2006) Barcelona, España. Acantilado. p.151.
ii Cooper, Colin. Chanson de Geste (Leo Brouwer y el nuevo romanticismo). Guitarra clásica. Londres: Ashley Mrk Publishing Company. (1985). p, 13.
Tomado de Cubarte