Estos apuntes recogen unos pocos de mis recuerdos de España, ni con mucho los únicos en general ni de los directamente relacionados con el tema. De estos últimos, otros he tratado en textos como “De Cuba, el culto a la personalidad y una respuesta impropia”, publicado en Cubarte y reproducido en diferentes sitios digitales, así como en mi libro Más detalles en el órgano.
Los que siguen son apenas tres de mis recuerdos de los años en que me desempeñé en la diplomacia, tarea sobre la cual —echando mano a Juan Gelman y su “Arte poética”, aunque él no necesitaba pretexto alguno para campear en esa esfera—, solía decir, como para tranquilizarme: “Entre tantos oficios ejerzo este que no es mío”.
Ahora rememoro tres episodios que se ubican en la estela del agravamiento de salud que Fidel Castro sufrió a partir de julio de 2006. Están vinculados con mis funciones como consejero cultural de la Embajada de Cuba, y con exponentes del acervo artístico y literario de España. El orden, cronológico, ha decidido que la cortesía dé merecida preferencia a quienes han muerto.
Eva Forest
Fue la compañera de Alfonso Sastre, y viceversa. No diré de ella ni remotamente cuanto cabría decir de sus valores como escritora, editora, activista social y luchadora a quien Sastre admiraba ostensiblemente desde la identificación en ideas que ambos defendían, y por las que pagaron caro. De ella también se halla información en distintas fuentes, incluida Internet, por supuesto. Pero es necesario tener en cuenta las complejidades de la lucha, y las maneras parcializadas con que a menudo se intenta descalificar a revolucionarios verdaderos, como ella y Sastre.
De Eva apenas apunto —en términos que podrán acusarse de sexistas, pero quizás merezcan verse asociados a la búsqueda de equidad— que fue toda una ovariuda. Como revolucionaria, admiraba al Comandante, sin estridencias. No era de esas personas que creen tener derechos especiales por defender lo que defienden.
Cuando se acercaba el primer cumpleaños del Líder después de agravada su salud, de la oficina del Embajador me avisaron que allí tenía una llamada telefónica. Era de Eva Forest, quien desde su casa en el País Vasco me expresó su angustia por cómo estaría Fidel en vísperas de su cumpleaños. Yo no sabía cómo tranquilizar a quien no mucho antes había querido agasajarme en su hogar cocinando ella misma un arroz negro con el que quedó insatisfecha, pero que —disfrutado junto a ella y al dramaturgo indomable—me pareció el más sabroso del mundo.
Solo se me ocurrió decirle al responder su llamada: “No te preocupes. Verás cómo aparece con un chándal rojo saludando al pueblo”. Más que sorprenderme, casi me asustó esa espontánea salida; pero sentí que Eva se tranquilizaba: días después supe que ella me suponía informado. En el cumpleaños de Fidel volvió a llamarme, alegre por haberlo visto, y me preguntó cómo yo sabía lo que le había anunciado por teléfono.
Aceptar semejante suposición habría sido un acto falso y alardoso: me habría atribuido una posibilidad que me quedaba lejos, y le expliqué a Eva que me había dejado llevar por la imaginación. Pero también entonces me percaté de hasta qué punto en Cuba estábamos preparados para prever reacciones del imprevisible Comandante. En cualquier caso, Eva disfrutó que mi predicción se hubiera cumplido, porque el Líder seguía vivo. Ninguno de los dos calculaba que ella moriría al año siguiente, el 19 de mayo, como si con lo fortuito le hiciera un guiño a su solidaridad con Cuba.
Luis Eduardo Aute
Para el final de 2006, precedido por las fiestas navideñas y, en especial para Cuba, por otro aniversario del triunfo de su Revolución, no faltaron las felicitaciones cursadas por el Comandante, pese a su estado de salud. Y a ellas atañen los recuerdos que siguen.
Aute, con quien llegué a tener una buena amistad, y algunos de cuyos conciertos madrileños disfruté, fue a la Embajada a recoger su tarjeta en cuanto supo que esta había llegado, y coincidió con él una buena compañera, también de España y solidaria con Cuba. Nos sentamos en un saloncito que estaba próximo a la oficina donde yo trabajaba, el que solía usarse para reuniones pequeñas, y Aute recibió su tarjeta en silencio, con un respeto que se apreciaba en su rostro y en la manera como la sostenía entre sus manos. Pero su compatriota tuvo, además de muestras de alegría, expresiones de insatisfacción.
“¿Cómo es posible que no me haya escrito nada personal?”, dijo más de una vez y de distintos modos al ver que la tarjeta solo tenía la firma del Comandante, impresa naturalmente. A nadie se le ocurriría que alguien, aunque no afrontara una enfermedad seria ni tuviera nada más que hacer, autografiara una a una la gran cantidad de felicitaciones del Líder de la Revolución que se distribuirían por el mundo.
Ante la reiterada insatisfacción de la amiga, Aute acotó con delicadeza y visiblemente apenado: “Está enfermo. ¿Crees que podría ponerse a escribir notas personales para todos los destinatarios?”. Pero ella reiteraba: “A mí tenía que haberme escrito algo”. No recuerdo si había alguna otra persona en la pequeña reunión, pero sí que alguien no pudo contenerse y le dijo a la insatisfecha amiga: “¿Has pensado cuántas personas en el mundo, y en la propia Cuba, merecerían una tarjeta como esa y no la recibirán? ¿No te parece que deberías sentirte feliz de tener una?” Ella, por lo menos, se calló.
Aute murió en 2020, el 4 de abril, casualmente otra fecha significativa para Cuba, que le había otorgado su ciudadanía. Él no lo pidió: era de esas personas que no creen que solidarizarse con una Revolución sea motivo para merecer tratamientos especiales, ni para erigirse en jueces. De eso podrían añadir no pocos (malos) ejemplos estas rememoraciones. Pero no es el tema, y el autor lo agradece”.
Joaquín Sabina
A sus setenta y cuatro años es el único vivo, y bien vivo, de los protagonistas de las presentes rememoraciones. Con él la comunicación en torno a las tarjetas de felicitación mencionadas se tornó difícil. Se debía lograr por medio de su representante, y cabe suponer cuán solicitado es el exitoso artista. Llegó el momento en que pensé que la tarjeta no le interesaba. Pero me sorprendió la llamada, hecha por él mismo, que recibí un día en que me hallaba lejos de Madrid. “¿Por qué no me avisaron antes? Ya habría ido a recoger la tarjeta”, dijo con voz que denotaba emoción.
Añadió términos que, al igual que su tono, expresaban verdadero interés, pero no los recuerdo bien, y prefiero no “inventarlos”. Como le expliqué que desde la Embajada se había llamado más de una vez a su representante, me dijo algo así como que él mismo se encargaría de recibir la tarjeta cuanto antes. Creo que ese propio día, al regresar yo a Madrid, supe que la tarjeta ya estaría en su destino.
No soy propiamente uno de los incontables seguidores de Sabina, pero estimo que quien compone —aunque sea el coautor— joyas como “19 días y 500 noches” merece un lugar en la Fama. Disfruto oírlo cantar, aunque su ronquera no me suene tan bien como la del glorioso José Antonio Méndez, o como la voz de “vendedor de mango” de Bola de Nieve, y percibo con agrado cuánto le debe a la cancionística de nuestra América, incluida la ranchera mexicana. Sobre eso conversé con el canario Caco Senante al final de su actuación en una de las veladas que tanto gusto me daba organizar en nuestra misión madrileña.
Ya dije que no soy un fan de Sabina, y tampoco he estado al tanto de las que me dicen que son sus veleidades —o más— con respecto a Cuba, donde se retrató, visiblemente eufórico, junto al Comandante. Y guardo en mi memoria la conversación telefónica que tuvimos a propósito de la tarjeta de felicitación que le envió el líder cubano.
Interrupción
No otra cosa son estas pocas líneas “finales”. Pero no descarto volver en otra ocasión sobre mis recuerdos españoles, aunque no tengan en su centro al Comandante.
Foto de portada: “Guerrillero del tiempo”/Roberto Chile