En unos días, chilenos junto con otras personas alrededor del mundo conmemoran el 50 aniversario del golpe de Estado en Chile. El 11 de septiembre sigue siendo una fecha divisiva en Chile donde un feroz y difícil debate sobre las causas y consecuencias del golpe pervive, con la derecha enfocada en culpar al gobierno de Salvador Allende por todo lo ocurrido y negando cualquier papel de Estados Unidos. Este extracto del libro del libro Pinochet desclasificado, del historiador Peter Kornbluh, se centra en lo que Estados Unidos supo, y en lo que hizo y no hizo cuando se acercaba el 11 de septiembre.
La cuenta regresiva para el Golpe
Al día siguiente de que los militares se hicieran con el poder por medio de la violencia, se reunieron los miembros del Departamento de Estado con el objetivo de discutir las pautas que debía seguir Henry Kissinger a la hora de responder ante la prensa acerca del «grado de conocimiento previo que teníamos sobre el golpe». Jack Kubisch, vicesecretario para Asuntos del Hemisferio Occidental, señaló que cierto militar chileno —que resultó ser nada menos que el mismísimo Pinochet— había comunicado a la embajada que los conspiradores habían ocultado a quienes los respaldaban en Estados Unidos la fecha exacta en la que actuarían contra Allende. Con todo, Kubisch declaró que no tenía claro «si el Dr. Kissinger debería usar esta información, dado que pondría de relieve lo estrecho de nuestros contactos con los cabecillas del golpe».
Durante los meses que antecedieron al golpe de Estado, la CIA y el Pentágono mantuvieron una amplia relación con los conspiradores chilenos gracias a la actuación de varios agentes e informantes, de tal modo que supieron la fecha exacta en que se harían con el poder los militares con al menos tres días de antelación. Las comunicaciones procedían de algunas operaciones secretas en busca de candidatos del Ejército a las que habían vuelto a recurrir tras las elecciones al Congreso chileno de marzo de 1973. Los pésimos resultados de los comicios llevaron a muchos integrantes de la CIA a convencerse de que las acciones políticas y propagandísticas no habían dado los frutos deseados y de que la solución definitiva para el problema de la Unidad Popular se hallaba, según sugerían los documentos de la Agencia, en manos del estamento militar de Chile.
Hasta los primeros dos meses de 1973, las operaciones políticas y la propaganda generada por El Mercurio y otros medios financiados por la CIA se centraron en una campaña activa de oposición destinada a ganar de forma incontestable las elecciones al Congreso del 4 de marzo, a las que se habían presentado para la reelección todos los representantes chilenos y la mitad de los senadores. El objetivo de la CIA consistía, cuando más, en lograr una mayoría de dos tercios para la oposición para poder así́ someter a Allende a un proceso de destitución y, cuando menos, en impedir que la Unidad Popular obtuviese una clara mayoría de los sufragios. De los 3 600 000 votos escrutados, el 56 por ciento correspondió́ a la oposición, en tanto que los candidatos de la Unidad Popular se hicieron con el 43 por ciento, lo que les supuso la obtención de dos escaños en el Senado y seis en el Congreso. «Las acciones emprendidas por la CIA con respecto a las elecciones de 1973 han contribuido a hacer más lento el avance de Chile hacia el socialismo», declaraba un documento titulado: «Informe acerca de las elecciones chilenas» escrito en la oficina central de Langley.
La realidad, sin embargo, era bien diferente, tal como entendieron tanto la oficina central de la CIA como su puesto de operaciones en Santiago. De hecho, en la primera prueba nacional a la que se vio enfrentada la popularidad del partido de Allende desde su llegada al gobierno, su administración no había hecho sino incrementar su poder electoral, pese a la actividad política de la CIA, la ambiciosa campaña propagandística secreta emprendida en su contra y el plan de desestabilización socioeconómica dirigido por Estados Unidos. «El programa de la UP sigue resultando atractivo a buena parte del electorado chileno», lamentaba en un cablegrama el puesto santiaguino. La Agencia, por lo tanto, se vio obligada a reconsiderar toda su estrategia clandestina en Chile. «Las opciones futuras», cablegrafió la oficina central el 6 de marzo, «se están revisando a la luz de unos resultados electorales decepcionantes que permitirán a Allende y a la UP aplicar sus programas con mayor vigor y entusiasmo».
El centro de operaciones en Santiago, a la sazón al mando de un nuevo director, Ray Warren, adoptó una posición firme acerca de cuáles de estas «opciones futuras» serían necesarias. En un examen retrospectivo de las elecciones al Congreso llevado a cabo el 14 de marzo, el puesto santiaguino expuso una serie de planes concebidos para centrarse aún más en el programa militar.
Pensamos que, en un futuro próximo, la base en Santiago debería hacer hincapié en las actividades (clandestinas) destinadas a ampliar los contactos, la información y la capacidad de que disponemos con el fin de suscitar una de las siguientes situaciones:
- a) Un consenso entre los dirigentes de las Fuerzas Armadas (tanto si permanecen en el Gobierno como si no) acerca de la necesidad de sublevarse contra el régimen. La base en Santiago opina que deberíamos tratar de inducir al mayor número posible de militares, si no a todos, a hacerse con el poder y desbancar al Gob. de Allende. (…)
- b) Una relación segura y estrecha del puesto de operaciones en Santiago con un grupo serio de militares golpistas. En caso de que nuestra nueva evaluación de los grupos existentes en las Fuerzas Armadas indique que quienes albergan planes de una conspiración tienen intenciones serias y la capacidad necesaria para llevarla a cabo, el puesto desearía establecer un canal único seguro con sus integrantes que permitiese el diálogo, y, una vez reunidos los datos básicos sobre su capacidad colectiva, buscar la autorización de la oficina central para asumir una función (tachado) más amplia.
Al mismo tiempo, la base santiaguina de la CIA reafirmaba también la necesidad de volver a concentrarse en la creación de un clima propicio al golpe de Estado, eterno objetivo del gobierno estadounidense.
Mientras el puesto en Santiago espera conferir a nuestro programa [militar] un ímpetu adicional (…) [o]tros centros de poder político (partidos, empresas, medios de comunicación…) desempeñarán un papel esencial a la hora de crear la atmósfera política que nos permitirá alcanzar los objetivos a o b antes expuestos. Teniendo en cuenta los resultados electorales, el puesto opina que es imprescindible reavivar el clima de malestar político y dar pie a una crisis controlada para lograr que los militares consideren seriamente la posibilidad de una intervención.
La posición en extremo combativa y entusiasta del centro de operaciones en Santiago, que influyó sin duda en su actuación en Chile, recibió́ el apoyo del sector duro de la División del Hemisferio Occidental, partidario de un enfoque más decidido y violento que, obviamente, no tenía entre sus objetivos el de «salvar la democracia» chilena. El 17 de abril, cierto grupo de agentes de la CIA envió un memorando a Shackley, director de la División del Hemisferio Occidental, en torno a los «objetivos de la política respecto de Chile», un desafío escueto y sin ambages dirigido desde el interior a la estrategia favorable a las operaciones políticas en el que se solicitaba acabar con el respaldo secreto a los principales partidos de oposición. Tal apoyo, en su opinión, hacía que estos creyesen erróneamente que podrían sobrevivir hasta los comicios de 1976. Además, si la CIA ayudaba a la oposición democristiana a ganar en esta fecha, la suya no sería más que una victoria «pírrica», ya que el PDC adoptaría «políticas colectivistas» de izquierda.
En lugar de eso, la Agencia debía tratar directamente «de desarrollar las condiciones que pudiesen desembocar en una acción militar». Esto implicaba brindar «respaldo a gran escala» a los grupos terroristas chilenos, como Patria y Libertad o los «elementos militantes del Partido Nacional», durante un período determinado (entre seis y nueve meses), «durante el cual se haría cualquier esfuerzo necesario para promover el caos económico, agravar las tensiones políticas y dar pie a un clima de desesperación en el que tanto el PDC como el público en general acaben por desear una intervención militar. Lo ideal sería que con esto se indujese a los militares a tomar el gobierno por entero».
No obstante, la postura que compartían la base santiaguina y el sector duro de Langley no coincidía con la del Departamento de Estado ni con la de los altos cargos de la CIA que temían las consecuencias de una acción militar precipitada y creían en la necesidad de actuar con prudencia, dada la investigación que estaba efectuando el Comité del Congreso en torno a la ITT y las operaciones encubiertas que se habían puesto en marcha en Chile. Existían desacuerdos en algunas cuestiones fundamentales y estratégicas:
- ¿Podía contarse con que los militares chilenos se rebelasen contra Allende?
- ¿Era prudente que la CIA alentara manifestaciones violentas a través de la financiación secreta de grupos militantes sin saber con seguridad que los militares no actuarían para reprimir a los manifestantes?
- Habida cuenta de la investigación que había emprendido el Congreso con respecto a la actuación de la CIA en Chile, ¿eran mayores los riesgos de ser descubiertos que las posibles ganancias que reportaría el trabajar directamente con los militantes del sector privado y los militares chilenos a fin de patrocinar un golpe de Estado?
Estos puntos fueron objeto constante de discusión, por cuanto, dentro de la Agencia, el proceso de elaboración de las propuestas y el presupuesto destinado a las operaciones encubiertas para el año fiscal 1974 se convirtieron en motivo de un importante debate interno —mantenido en secreto durante veintisiete años— acerca de los matices estratégicos de la intervención estadounidense en Chile.
El Departamento de Estado se opuso, guiado por el nuevo vicesecretario para Asuntos del Hemisferio Occidental, Jack Kubisch, al deseo expresado por el puesto de operaciones en Santiago de fomentar un golpe de Estado mediante el respaldo directo a los militares chilenos o la colaboración con grupos extremistas del sector privado. Al igual que el embajador Nathaniel Davis, quien sustituyó a Edward Korry a mediados de 1971, Kubisch prefería centrar las operaciones secretas en la victoria de la oposición en las elecciones de 1976. Por otra parte, algunos funcionarios de la oficina central de la CIA, como el antiguo director del destacamento especial para Chile, David Atlee Phillips —quien en junio volvería a actuar en Chile en calidad de director de la División del Hemisferio Occidental—, tenían bien presente el estrepitoso fracaso de la operación Schneider y no pudieron menos de mostrar su escepticismo ante la idea de que los militares chilenos pudiesen ejecutar un golpe de Estado. Los cablegramas enviados a Santiago desde la oficina central dan fe de sus dudas acerca de que los militares chilenos fuesen a mostrarse más dispuestos a actuar contra el gobierno que contra los manifestantes y los huelguistas a quienes pretendía prestar su respaldo el puesto de operaciones de la capital chilena. Un cablegrama enviado desde Langley el 6 de marzo advertía de la necesidad de evitar fomentar «protestas a gran escala, como, por ejemplo, una huelga (…), así́ como cualquier otra actividad capaz de provocar una reacción militar contra la oposición». En una propuesta presupuestaria del 31 de marzo de 1973, «Opciones de intervención secreta en Chile para el año fiscal de 1974», la oficina central argumentaba:
Si bien hemos de dejar abiertas todas las opciones, incluido un posible golpe de Estado en el futuro, debemos reconocer que es poco probable que se materialicen los ingredientes necesarios para que este se dé, con independencia de la cantidad de dinero invertida. En consecuencia, deberíamos evitar animar al sector privado a emprender acciones que puedan dar lugar bien a un golpe de Estado fallido, bien a una sangrienta guerra civil. Sería recomendable que dejásemos claro que no respaldaremos ningún intento de golpe de Estado a no ser que se haga evidente que contará con el apoyo de la mayor parte de las Fuerzas Armadas y de los partidos democráticos de oposición chilenos, incluido el PDC.
Si bien hemos de dejar abiertas todas las opciones, incluido un posible golpe de Estado en el futuro, debemos reconocer que es poco probable que se materialicen los ingredientes necesarios para que este se dé, con independencia de la cantidad de dinero invertida. En consecuencia, deberíamos evitar animar al sector privado a emprender acciones que puedan dar lugar bien a un golpe de Estado fallido, bien a una sangrienta guerra civil. Sería recomendable que dejásemos claro que no respaldaremos ningún intento de golpe de Estado a no ser que se haga evidente que contará con el apoyo de la mayor parte de las Fuerzas Armadas y de los partidos democráticos de oposición chilenos, incluido el PDC.
El 1 de mayo llegó de Langley un cablegrama dirigido a Warren, director de la base en Santiago, con el siguiente texto: «Deseamos posponer cualquier consideración relativa a todo programa de acción diseñado para estimular una intervención militar hasta poseer indicios más definitivos de que los miembros del Ejército están dispuestos a actuar y la oposición, incluido el PDC, lista para secundar un golpe de Estado». En su respuesta, el director del puesto de operaciones solicitó a la oficina central que aplazase su petición relativa a la financiación del año fiscal de 1974 hasta que pudiese volver a redactarse la propuesta de modo que reflejara la realidad chilena de aquellos momentos. «Las partes más militantes de la oposición», incluidas algunas organizaciones respaldadas por la CIA, como El Mercurio o el Partido Nacional, se estaban movilizando, según la información ofrecida por la base santiaguina, para promover un golpe de Estado.
Los planes elaborados por las fuerzas de oposición no se centran tanto en 1976 como en un futuro inmediato. Si queremos hacer que nuestra influencia sea lo más marcada posible y ofrecer a los opositores la ayuda que necesitan, deberíamos seguir esta línea de actuación más que tratar de oponernos a ella y contrarrestarla intentando hacer que la oposición se centre en el objetivo distante y tenue de las elecciones de 1976. En resumen, creemos que la orientación y el enfoque de nuestros esfuerzos operativos deberían basarse en la intervención militar.
El día 10 de abril, la División del Hemisferio Occidental se procuró la aprobación del director de la CIA, James Schlesinger, para realizar «esfuerzos acelerados contra el objetivo militar». Según un memorando remitido a Schlesinger con fecha del 7 de mayo por Theodore Shackley, director de la división, estas operaciones secretas estaban «concebidas para vigilar con mayor precisión cualquier conspiración encaminada a dar un golpe de Estado e influir en los comandantes del Ejército de mayor importancia con el fin de que desempeñen un papel decisivo al lado de las fuerzas golpistas cuando los militares chilenos decidan por sí mismos actuar en contra de Allende». La oficina central autorizó al puesto santiaguino para «avanzar hacia el objetivo militar con la intención de hallar fuentes adicionales» y prometió́ buscar financiación para un programa militar ampliado cuando dispusiesen de «indicios mucho más sólidos de que el Ejército está preparado para actuar y tiene posibilidades razonables de éxito».
El Alto Mando chileno demostró que tal situación no se daba aún el 29 de junio, cuando varias unidades independientes del Ejército de Chile se desplegaron con la intención de tomar el palacio presidencial de La Moneda. En su «Informe de situación No 1» dirigido al presidente Nixon, Kissinger comunicó que el Ejército chileno había «efectuado una intentona golpista contra el gobierno de Salvadore [sic] Allende». Ese mismo día, el secretario de Estado envió a Nixon otro memorando, «Fin del intento de rebelión en Chile», en el que le hacía saber que «la intentona no ha sido más que un conato aislado y falto de coordinación» y que los mandos superiores de las tres ramas de las Fuerzas Armadas «permanecieron leales al gobierno». El golpe frustrado otorgó la razón a los estadistas que se oponían a que la CIA brindase su apoyo a los militares chilenos de un modo más directo y activo.
Este debate interno provocó un retraso en la aprobación del presupuesto destinado en 1974 a las operaciones encubiertas de la CIA mientras la Agencia y el Departamento de Estado llegaron a un acuerdo sobre el empleo de las autorizaciones de financiación en lo tocante a Chile. Finalmente, el 20 de agosto, el Comité 40 dio su visto bueno, por vía telefónica, a la asignación de un millón de dólares destinado a la financiación de partidos de oposición y organizaciones privadas, si bien designó un «fondo de contingencia» para las operaciones de estas últimas al que solo podría recurrirse previo consentimiento del embajador Davis. Apenas habían pasado tres días cuando el puesto en Santiago comenzó a instar su aprobación para emplear ese dinero en la organización tanto de huelgas y manifestaciones como de una toma del poder desde el interior, lo que implicaba aguijonear a los militares para que ocupasen puestos de relieve en el gabinete de Allende, desde donde ejercer el poder real del Estado y reducir al presidente a una mera figura decorativa. «Los acontecimientos se están sucediendo a gran velocidad y es muy probable que la postura que adopten los militares en estos momentos resulte decisiva», indicaba la base de operaciones santiaguina en un cablegrama el 24 de agosto, para añadir después refiriéndose a Allende: «Ahora mismo, cualquier suceso o presión importante puede determinar su futuro».
Al día siguiente, en Washington, el director de la CIA, William Colby, hizo llegar a Kissinger un memorando en el que exponía, palabra por palabra, los argumentos de la base en Santiago y solicitaba autorización para avanzar con los fondos. El documento, «Propuesta de respaldo financiero encubierto al sector privado de Chile», señalaba con un estilo dirigido a calmar a los miembros del Departamento de Estado: «El puesto en Santiago no tiene intención de colaborar de forma directa con las Fuerzas Armadas para propiciar un golpe de Estado, ni su respaldo a las fuerzas de oposición en general persigue este resultado». Sin embargo, Colby se apresuraba a añadir la siguiente advertencia: «Siendo realistas, eso sí, hemos de reconocer que una mayor presión sobre el gobierno de Allende por parte de la oposición podría desembocar en un golpe de Estado».
Augusto Pinochet y Henry Kissinger
A esas alturas, la CIA disponía de un buen número de informes prometedores acerca de conspiraciones golpistas. A mediados de agosto, David Atlee Phillips había enviado a un agente veterano a Santiago con el cometido de evaluar la situación. Según informó este en un cablegrama, «durante las últimas semanas hemos vuelto a recibir un número mayor de informes que hablan de confabulaciones y hemos visto toda una lista de posibles fechas para un golpe de Estado». Uno de estos documentos señalaba que los conspiradores habían elegido el 7 de julio para llevar a cabo otra intentona, fecha que, no obstante, se había empezado a posponer dadas la oposición del comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats, y la dificultad que implicaba el reunir a «los regimientos más importantes de la zona de Santiago». De acuerdo a la fuente de la CIA:
El principal problema al que se enfrentan los militares conspiradores es superar el obstáculo del mando vertical. Un modo de hacerlo consistiría en que los generales partidarios de un golpe de Estado se reunieran con el general Prats, lo advirtieran de que ya no goza de la confianza del Alto Mando del Ejército y, en consecuencia, lo relevaran de su cargo. El hombre elegido para reemplazar a Prats en el momento del golpe es el general Manuel Torres, comandante de la quinta división y tercer general del Ejército por orden de graduación. Los conspiradores no consideran al general Augusto Pinochet, el segundo oficial de más alto grado del Ejército, un sustituto idóneo para Prats en las condiciones actuales.
A finales de julio, la CIA informó de la existencia de un plan golpista «a punto de culminar». Los conspiradores seguían tratando de resolver el problema que suponía Prats. Según señaló́ la base santiaguina, parecía no haber otro modo de librarse de él diferente del secuestro o el asesinato. Sin embargo, «el recuerdo de lo sucedido al antiguo comandante en jefe del Ejército, René Schneider, indeleble en sus mentes, va a hacer muy difícil que los conspiradores se decidan a llevar a cabo una acción semejante».
La Agencia informó también que los militares estaban tratando de coordinar su toma del poder con la Confederación Nacional de Dueños de Camiones, que estaba a punto de emprender una huelga generalizada de camioneros. Aquel violento paro inmovilizó el país durante el mes de agosto y se convirtió́ en un factor fundamental en la creación del clima propicio para el golpe que con tanto ahínco había perseguido la CIA en Chile. Entre otros elementos importantes se hallaba la decisión que había tomado la cúpula democristiana de abandonar las negociaciones con el gobierno de la Unidad Popular y centrar sus esfuerzos, por el contrario, en la consecución de un golpe de Estado. En un informe de la CIA con fecha de primeros de julio, el puesto de operaciones en Santiago señaló que se había producido «una aceptación cada vez mayor por parte de los dirigentes del PDC de que la intervención de los militares puede ser el único modo de impedir que los marxistas se hagan con el poder absoluto en Chile. Si bien la cúpula del PDC no admite que sus decisiones y estrategias políticas están encaminadas a crear las circunstancias necesarias para dar pie a la actuación del Ejército, los confidentes [secretos] del puesto santiaguino han informado que, en el ámbito privado, este es un hecho político aceptado en general». La postura de los democristianos llevó al Partido Comunista chileno, tradicionalmente moderado, a concluir que había dejado de ser viable el consenso político con la oposición y a adoptar una actitud más militante que dio lugar a profundas divisiones con respecto a la coalición de Allende. También la negativa del sector duro del Ejército a aceptar algunas de las carteras ofrecidas por Allende contribuyó a acelerar las tensiones políticas. «Cada vez parece estar más extendida la sensación de que debe hacerse algo», observaba cierto documento de la oficina central de la CIA relativo a las «consecuencias de un golpe de Estado militar en Chile».
La dimisión, a finales de agosto, del comandante en jefe Carlos Prats, acaecida tras una intensa campaña de difamación pública dirigida por El Mercurio y la derecha chilena, eliminó el único obstáculo que impedía a esas alturas la realización de un golpe de Estado. Al igual que su predecesor, el general Schneider, Prats había representado al sector constitucional de los militares chilenos y había obstruido a los oficiales más jóvenes que deseaban intervenir en el proceso político de Chile. En un informe de espionaje del 25 de agosto que llevaba el sello de ALTO SECRETO, la Agencia de Inteligencia de la Defensa observaba que la renuncia de Prats había «alejado el más importante de los factores que podían disuadir de efectuar un golpe de Estado». El 31 de agosto, las fuentes de que disponía Estados Unidos en el Ejército chileno informaron que este estaba «unido en torno a la idea de un golpe, y algunos eminentes comandantes de regimientos de Santiago han prometido prestar su apoyo. Se dice que han comenzado a ponerse en marcha iniciativas para hacer efectiva la coordinación entre las tres ramas armadas, aunque aún no se ha fijado una fecha para el atentado golpista».
Por entonces, los militares chilenos habían establecido un «equipo especial de coordinación» formado por tres representantes de cada una de las ramas y por civiles de derecha elegidos con gran cuidado. En una serie de reuniones secretas celebradas durante los días 1 y 2 de septiembre, el equipo presentó un plan completo para derrocar al gobierno de Allende a los mandos superiores del Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada de Chile. La recién creada Junta Militar aprobó el plan y determinó que la fecha del golpe sería el 10 de septiembre.
Según un examen de la confabulación golpista obtenido por la CIA, el general que reemplazó a Carlos Prats en calidad de comandante en jefe, Augusto Pinochet, era el «elegido como cabecilla del grupo» y debía decidir a qué hora comenzaría el golpe.
El 8 de septiembre, tanto la CIA como la DIA pusieron a Washington sobre aviso de la inminencia del golpe de Estado y confirmaron la fecha del 10 de septiembre. Un informe de la DIA clasificado como ALTO SECRETO comunicó que «las tres ramas armadas han acordado, al parecer, levantarse contra el gobierno el 10 de septiembre, y todo apunta a que la iniciativa va a contar con la ayuda de grupos de derecha y de terroristas civiles». La CIA advirtió́ que la Armada chilena se pondría «en marcha para derrocar al gobierno» a las 8:30 del día citado y que Pinochet «ha dicho que el Ejército no se opondrá a la acción de la Armada».
El 9 de septiembre, la base de operaciones en Santiago actualizó la cuenta regresiva. Uno de sus agentes secretos, Jack Devine, recibió la llamada de un colaborador que huía del país y que le confió: «Va a efectuarse el día 11». Su informe, remitido a la oficina central de Langley el día 10, manifestaba:
El atentado golpista tendrá lugar el 11 de septiembre. En esta acción están implicados los ejércitos de Tierra, Mar y Aire y Carabineros. El día del golpe, a las 7:00, se leerá́, en Radio Agricultura, una declaración. Carabineros tiene la responsabilidad de arrestar al presidente Salvador Allende.
Según Donald Winters, uno de los más altos agentes de la CIA que operaban en Chile en esa época, «se había acordado que [los militares chilenos] lo llevarían a cabo cuando estuviesen preparados y nos comunicarían en el último momento lo que iba a suceder». La víspera del golpe, sin embargo, al menos un sector de los conspiradores comenzó́ a ponerse nervioso pensando lo que ocurriría si se prolongara la lucha y la toma del poder no se daba como habían previsto. La noche del 10 de septiembre, mientras los golpistas tomaban con discreción posiciones para hacerse con el poder de forma violenta al día siguiente, un «oficial de relieve del grupo de militares chilenos responsables de planificar el derrocamiento del presidente Allende», como lo describía la oficina central de la Agencia, se puso en contacto con un funcionario de Estados Unidos (aún no está claro si se trataba de un miembro de la CIA, el Departamento de Defensa o la embajada) y «le preguntó si el gobierno estadounidense acudiría en ayuda de los militares chilenos si la situación se complicaba». Le aseguraron que «se transmitiría de inmediato a Washington» su consulta, según un memorando ALTAMENTE SECRETO enviado por David Atlee Phillips a Henry Kissinger el 11 de septiembre, cuando el golpe ya había empezado.
En el momento del golpe, tanto el Departamento de Estado como la CIA estaban elaborando planes de contingencia relativos al respaldo que prestaría Estados Unidos en caso de que la acción militar empezara a dar señales de fracaso. El 7 de septiembre, el vicesecretario Kubisch comunicó a los integrantes de ambos organismos que los altos funcionarios habían determinado lo siguiente tras discutir la cuestión chilena: «Si se da una intentona golpista que, desde nuestro punto de vista, lleve trazas de acabar con éxito y de un modo satisfactorio, nos mantendremos al margen»; en cambio, si «parece favorable, pero corre peligro de fracasar, tal vez deseemos tener competencia para intervenir». Kubisch pedía a la Agencia que se encargase de que se prestara «atención a este problema».
La cuestión, sin embargo, resultó ser irrelevante. «El golpe de Estado de Chile ha sido poco menos que perfecto», anunció en un informe de situación enviado a Washington el teniente coronel Patrick Ryan, al frente del grupo militar estadounidense apostado en Valparaíso. A las 8:00 del 11 de septiembre, la Armada chilena había tomado esta ciudad portuaria antes de anunciar que se estaba derrocando al gobierno de la Unidad Popular. En Santiago, el cuerpo de Carabineros debía detener al presidente Allende en su residencia, pero este logró llegar hasta el Palacio de La Moneda y, desde allí́, emitir mensajes radiofónicos en los que instaba a obreros y estudiantes a defender al gobierno frente al ataque de las Fuerzas Armadas. Mientras los carros de combate rodeaban el edificio y disparaban contra sus muros, los reactores Hawker Hunter lanzaron sobre el mediodía un ataque con cohetes de precisión sobre los despachos de Allende que acabó con la vida de muchos de sus guardias. Minutos después se produjeron otras acometidas aéreas con cañones, al tiempo que las fuerzas terrestres trataban de tomar el patio interior del palacio.
Durante la lucha, los militares no cesaron de conminar al presidente Allende a rendirse ni de ofrecer de manera mecánica una salida segura del país por aire para él y su familia. En una grabación magnetofónica hoy famosa que recoge las instrucciones del general Pinochet transmitidas por radio a sus subordinados el 11 de septiembre, puede oírsele asegurar: «Pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando», comentario que suscita la risa de su interlocutor. Como si vaticinara el carácter feroz de su régimen, había señalado la necesidad de «matar la perra y se acaba la leva». Alrededor de las 14:00 horas encontraron en su despacho interior a Salvador Allende, sin vida a causa de un arma de fuego. A las 14:30, la emisora radiofónica de las Fuerzas Armadas anuncia que La Moneda «se ha rendido» y que todo el país se halla bajo control militar.
La reacción internacional fue inmediata, generalizada y abrumadoramente condenatoria. Numerosos gobiernos denunciaron el golpe militar, y en toda América Latina tuvieron lugar protestas multitudinarias. Como cabía esperar, muchos dedos acusadores señalaron al gobierno de Estados Unidos. En la comparecencia que hizo en calidad de secretario de Estado tan solo un día después del golpe, Kissinger se vio acribillado a preguntas relativas a la implicación de la CIA. La Agencia, según su respuesta, «estuvo envuelta, en grado mínimo, en 1970, y desde entonces nos hemos mantenido alejados por completo de cualquier plan golpista. Respecto a Chile, no hemos intentado otra cosa que fortalecer a los partidos democráticos y proporcionarles cierta solidez para ganar las elecciones de 1976».
«Sostenimiento de la democracia chilena», resumía la versión oficial, fraguada tras lo ocurrido a fin de encubrir la intervención estadounidense en contra del gobierno de Allende. El 13 de septiembre, Colby, director de la CIA, envió a Kissinger un informe general de dos páginas en torno al «programa de acción encubierta de la CIA en Chile desde 1970», concebido para proporcionar algunas directrices en torno a las cuestiones relativas al papel desempeñado por la Agencia. «La política adoptada por Estados Unidos ha consistido en mantener la mayor presión encubierta posible para impedir la consolidación del gobierno de Allende», exponía sin ambages. Tras repasar de forma selectiva las operaciones secretas llevadas a cabo en los ámbitos de la política, los medios de comunicación y el sector privado, Colby concluía: «Si bien la intervención de la CIA ha sido fundamental para permitir la subsistencia de los partidos y medios de comunicación de la oposición, así́ como el mantenimiento de su resistencia activa al régimen de Allende, lo cierto es que la Agencia no ha participado de forma directa en los hechos que han desembocado en el establecimiento de un nuevo gobierno militar».
Si entendemos en un sentido estricto la definición de participar «de forma directa» —colaborar en la planificación y proporcionar equipo, ayuda estratégica y una serie de garantías—, la CIA no parece haber estado envuelta en las violentas acciones acometidas por los militares chilenos el 11 de septiembre de 1973. La Casa Blanca persiguió́, respaldó y aceptó el golpe de Estado durante la presidencia de Nixon, pero los riesgos políticos que implicaba una colaboración directa tenían más peso que cualquier necesidad real de éxito. Los militares chilenos, sin embargo, no albergaban duda alguna acerca de la posición de Estados Unidos. «No estuvimos implicados en la planificación», recordó́ el agente de la CIA Donald Winters, «pero los contactos de que disponíamos entre los militares de Chile les hicieron saber que no nos sentíamos especialmente atraídos por el gobierno [de Allende]». Además, la CIA y otros sectores del gobierno estadounidense se hallaban mezclados de forma directa en operaciones diseñadas para crear la atmósfera capaz de provocar un golpe de Estado que echara abajo la democracia chilena. El memorando de Colby parecía omitir el proyecto de la Agencia que tenía por objetivo engañar a los militares, las actividades clandestinas de propaganda negra que pretendían sembrar la discordia en el seno de la coalición de la Unidad Popular, el respaldo brindado a grupos extremistas como Patria y Libertad y los incendiarios logros del proyecto El Mercurio, al que los documentos de la CIA reconocen «una función significativa en la creación del escenario» en que se produciría el golpe, por no hablar del marcado efecto desestabilizador del bloqueo económico invisible. El argumento de que todas estas operaciones estaban orientadas a mantener las instituciones democráticas de Chile no pasa de ser un ardid de las relaciones publicas que ha quedado al descubierto por el peso de la documentación histórica. De hecho, el colosal apoyo prestado por la Agencia a los supuestos adalides de la democracia chilena (los democristianos, el Partido Nacional y El Mercurio) facilitó su transformación en protagonistas —y principales partidarios— de la violenta interrupción de los procesos democráticos de Chile por parte de los militares.
«Recordará usted la discusión sostenida en torno a la vía II a finales de 1970, que no se ha incluido en este resumen», escribió́ Colby a Kissinger en la hoja en la que figuraban los nombres de quienes habrían de leer su memorando del 13 de septiembre. El que la CIA hubiese tratado de instigar de forma directa un golpe de Estado tres años antes influyó de un modo fundamental en el hecho de que los generales chilenos diesen por sentado que podían contar con el apoyo de Washington. «La vía II, en realidad, nunca se dio por concluida», testificó en 1975 Thomas Karamessines, el alto funcionario de la Agencia que se hallaba a cargo de las operaciones secretas en contra de Allende. «Lo único que nos dijeron fue que continuásemos con nuestra labor, permaneciéramos alerta e hiciésemos cuanto estuviese en nuestras manos para contribuir a los objetivos y propósitos de la vía II. Estoy persuadido de que las semillas que se plantaron en aquel empeño de 1970 tuvieron su repercusión en 1973. No albergo duda alguna al respecto».
«La política que hemos seguido en relación con Allende ha ido a pedir de boca», comentó a Kissinger el vicesecretario Kubisch el día que siguió́ al del golpe de Estado. De hecho, en septiembre de 1973, los hombres de Nixon habían alcanzado el objetivo planteado de un modo manifiesto por el presidente en noviembre de 1970: crear las condiciones capaces de propiciar la caída o el derrocamiento de Allende. En la primera reunión del Grupo de Acciones Especiales de Washington, celebrada la mañana del 12 de septiembre a fin de tratar el modo de apoyar el régimen militar chileno, Kissinger comentó burlón:
—Al presidente le preocupa que queramos mandar a alguien al funeral de Allende. Le he dicho que dudo que ninguno de nosotros vaya a plantear esa opción. —No —respondió uno de sus colaboradores—, a no ser que quiera ir usted.
El 16 de septiembre, el presidente Nixon llamó a Kissinger para que lo pusiera al día. Su conversación quedó registrada gracias al sistema oculto de grabación del secretario de Estado. «El asunto chileno se está consolidando», aseguró este último, «y, por supuesto, los periódicos se están quejando porque un gobierno comunista ha sido derrocado». Los dos lamentaron que la prensa no les prodigara alabanzas por la destitución de Allende:
—En tiempos de Eisenhower —aseveró Kissinger, refiriéndose al derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala gracias a la acción encubierta de la CIA—, nos habrían tratado de héroes.
Los dos abordaron entonces sin tapujos la función de Estados Unidos.
—No hace falta que diga que, oficialmente, nosotros no hemos tenido nada que ver —señaló el presidente.
—Nosotros no hemos hecho nada —respondió Kissinger, con lo que se refería a la participación directa en el golpe propiamente dicho—. Quiero decir que los hemos ayudado. [Palabra omitida] creado las condiciones necesarias en la medida de lo posible.
—Eso es verdad —convino el presidente.
Tomado de La Jornada
Foto de portada: El dictador chileno Augusto Pinochet y Henry Kissinger, secretario de Estado de Estados Unidos.