Cuando alguien te procura, cuando gritan tu nombre, no te apures. Es una lección que aprendí desde joven. Cerciórate quién llama, pregúntate a ti mismo para qué. Una respuesta y te puede envolver la arremetida, y te puede empapar el aguacero.
Así, cuando aquel señor se detuvo en el umbral de la puerta ―aquel señor extraño, rojizo― y pronunció mi nombre, no respondí. La sala del teatro Heredia era espaciosa y no me permitía distinguirlo del todo. Insistió, subió ligeramente el tono. Todos se voltearon, todos me miraron; pero seguí en silencio.
Las urgencias me asustan, me retraen.
Conminado por mis colegas, más que por deseo propio, alcé la mano. Dije un sí endeble, temeroso. Y di el paso, di dos. El visitante no esperó más. Caminó erguido, extendió su mano:
―Yo soy Jaime Sarusky…
De pronto se abalanzaron sobre mí los fantasmas de Omaja, así, con jota, sin Nebraska. Los que alguna vez le asaltaron en el paradero del tren, en ese pueblo del Oeste fundado en Cuba. El olor de la naranja, la madera vencida, los amores antiguos. Y el tiempo de la gloria que es siempre el tiempo de las ruinas.
―¿Usted no hace libros?, me soltó a quemarropa. Más que una interrogante, se adivinaba una advertencia. No entendí a la primera, no supe que agregar. Esta resultaría una conversación retadora, un diálogo bordado en el aire, algo que el destino me imponía.
Hizo alarde de memoria. Para mi sorpresa, recordó con bastante exactitud algunas de mis entrevistas, de mis crónicas, aparecidas aquí, allá. Se detuvo especialmente en una evocación sobre José Soler Puig, publicada en la revista Revolución y Cultura, a la que Sarusky estuvo ligado por un cuarto de siglo. Hablaba el reportero del periódico Revolución, de Granma, de La Gaceta de Cuba, de Bohemia. Hablaba el novelista. Hablaba conmigo.
Me echó el brazo al hombro, mientras desandábamos por el pasillo. Yo seguía en un mutismo cada vez más profundo, balbuceando, afirmando con la cabeza. Y como quien despeja las ramas, como quien va a hacer una revelación, se detuvo:
―Bien, bien… pero no están en libros sus trabajos. Haga libros, Cedeño… haga libros.
Leí con deleite sus entrevistas sobre el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, que despeja la realidad y el mito, o que acaso las funde. Leí su ensayo La aventura de los suecos en Cuba. Festejé el Premio Nacional de Literatura, galardón que le fuera concedido en 2004. Su exploración por las identidades olvidadas, su mirada escrutadora, lo distinguían. Me encontré con él varias veces en las Ferias del Libro, incluida aquella que se le dedicara en 2011; pero nunca le abordé el tema.
Al fin, el tiempo es quien decide.
Un libro puede escapar de ti, puede enquistarse. Un libro hay que rumiarlo. Un libro es un milagro. Y cada vez que ha logrado alcanzarme, pienso en Sarusky, oigo su invitación, escucho su mandato.
Tomado de La Jiribilla
Foto de portada: Tomada de Portalvallenato