Resultaría la suya, sí, una dinastía, pero no la que regala la casta, sino la que conquista el decoro. A mediados de 1895, siete años antes de la llegada al mundo de aquel niño pleno de (in)genio y musicalidad, Nicolás Guillén (Urra) padre cuidaba de la madre enferma porque su progenitor, Francisco Guillén —que más tarde sería el abuelo Pancho del futuro poeta y cronista—, se había levantado en armas. Además de la patria, los tres amarían la escritura.
Poco después de Pancho, Guillén Urra también se incorporaría a las filas mambisas por la zona camagüeyana de Cuatro Compañeros, a las órdenes del coronel Aurelio Batista, como parte de las fuerzas de la Maestranza Militar.
El alzado operaba en las inmediaciones de la sierra del Chorrillo, cerca del hospital de Santa Inés que el pueblo llamaba de Santa Rosa, porque era atendido nada menos que por la capitana Rosa Castellanos —Rosa la Bayamesa—, gran amiga de los «guillenes» que, a la postre, atendería en el hospital a Pancho, quien murió allí.
En su libro Páginas vueltas, Nicolás Guillén Batista, nuestro Poeta Nacional y uno de los periodistas mayores que ha dado Cuba —enorme atributo que suele soslayarse, pese a que él se reconoció a sí mismo «periodista y además poeta»—, recordó a esa especial amiga de su entorno: «De muchacho la vi muchas veces en mi hogar…».
Al abuelo Pancho le decían El Maestro, por su prestigio como carpintero, ebanista y marquetero. No fue solo un hombre enamoradísimo y poeta aficionado; también, un gran patriota. Un día de 1875, poco después del fusilamiento de su amigo Antonio Luaces, llegó a su taller el brigadier español Juan Ampudia, entonces al mando de Puerto Príncipe. Lo que acaso el militar preludiaba como estampa folclórica terminó de otro modo: él quería conocer al carpintero que escribía décimas, pero el mulato tuvo el cuidado de… ¡ni siquiera invitarlo a sentarse!
La cosa no paró ahí: cuando un ayudante pidió una butaca para el jefe, Guillén adujo que todas estaban rotas. Ampudia se puso colérico: ¡A su lado había un sillón en perfecto estado! ¿Sería un asiento mambí?
Estirpe de periodista honrado
Periodistas ambos, patriotas los dos, colegas por los cuatro costados, Nicolás Guillén Urra fue amigo de Juan Gualberto Gómez. Esa cercanía surgió antes de que el primero se incorporara al Ejército Libertador y se hizo fuerte por los tiempos en que Juan Gualberto, el hermano mulato de José Martí, lideraba el Directorio Central de las Sociedades de la Raza de Color en Cuba, en 1892.
En 1907 se publicó el Manifiesto de Camagüey, centrado en el «derecho de los negros», que expresaba la idea de crear un directorio con la misma inspiración del ya creado por Juan Gualberto.
Desde 1899 y hasta 1908, Guillén Urra dirigió el periódico Las Dos Repúblicas, para muchos el preferido de los camagüeyanos, y el más combativo. El poeta recordaría, mucho después, en una entrevista con Nancy Morejón: «Cuando yo tenía seis u ocho años iba a los talleres y la redacción de aquel diario». Un fragmento de su «Elegía camagüeyana» recoge esta estampa:
Cándido Salazar, que repartía
de barrio en barrio y sueño liberal,
repartía
con su perfil de emperador romano,
repartía
bajo un cielo de estrellas y murciélagos,
en la noche reciente repartía
rosas de tinta y sangre
cortadas por mi padre para el pueblo.
¿Habrá mejor manera de definir la noticia —y la circunstancia de la noticia— que la encontrada por Guillén: «rosas de tinta y sangre»?
En el propio 1899 se produjo una aguda polémica entre Las Dos Repúblicas y el libelo anexionista La Verdad. Es Nicolás Guillén Urra, el director del primero de ellos, quien respondió: «El derecho de Cuba a su soberanía no se discute, se impone, toda discusión en ese sentido nos la vedan la dignidad, el honor de militares del Ejército Libertador y los juramentos prestados solemnemente en más de una ocasión».
El padre del Poeta Nacional fue senador, entre 1908 y 1912, y a su regreso a Camagüey ese último año, sin un centavo en los bolsillos —llamativa rareza en la práctica de la política en la época—, alienta la fundación del diario La Libertad. Mucho tiempo después, el bardo recordaría que su hermano Panchito y él eran los únicos obreros con que, en el empeño, contaba su papá.
Guillén Urra fue asesinado en 1917, tras participar en el alzamiento liberal de La Chambelona. Tres años después, con apenas 18 años, Nicolás hijo se hizo cargo de la página literaria de Las Dos Repúblicas. Templaba su voz: la lírica preludiaba épica y la poesía social crecía a la par del periodismo político.
Terruño, historia y corazón
Solo las vastas raíces tejidas con la manigua explican el tamaño de la copa de aquel árbol creativo en el corazón de un Puerto Príncipe henchido por la leyenda: Guillén padre admiraba sobremanera a Salvador Cisneros Betancourt —el Marqués de Santa Lucía— y a Máximo Gómez.
Con ambos cruzó regalos: mientras que, al casarse con Argelia Batista —futura madre del poeta—, el periodista recibió de El Marqués el obsequio de un juego de vasos, el más grande estratega mambí no dio, sino recibió del amigo un hermoso presente: Máximo Gómez paseó por la Isla, en su guerrera de mando, las estrellas de plata de General que Guillén, en su condición de orfebre —y no solo de la palabra—, talló para él. De modo que la Historia, y no solo la literaria, rondaba incluso a caballo a aquella familia.
Al cabo, de las grandes plumas de la nación cubana pocas parecen haber mostrado tanto agradecimiento al terruño, en sus letras y en sus pasos, como el más célebre de los Guillén.
Otra de las figuras más recordadas por él —en su Elegía camagüeyana escribiría: «De Tomás Vélez tengo/ (de Tomás Vélez, mi maestro)/ el pizarrón con logaritmos/ y un colmenar oscuro de abejas matemáticas/ en el Callejón de la Risa»— se había alzado en la Guerra de Independencia y compartía las ideas antianexionistas del padre de su alumno. Cuando el antiguo maestro Vélez falleció, a edad avanzada, en la década del ’50 del siglo XX, Guillén asistió a su entierro.
Camagüey Habana Camagüey…
La vida de Nicolás Guillén Batista no tuvo espacios superfluos ni siquiera cuando intentó retirarse de algo. A principios de los años ’20 del siglo pasado conoció en las aulas de la Escuela de Derecho de la Universidad de La Habana a Rubén Martínez Villena, con quien coincidió además en la peña del café Martí, aledaño al teatro homónimo.
En 1922, el joven explicó en sus tres sonetos «Al margen de mis libros de estudio» la decisión de dejar la carrera de Derecho y la capital y retornar a casa, pero el suyo parecía, más que individual, el lamento de toda una generación en busca de su rumbo. Este fragmento es harto elocuente:
Tendré que ahogar, señores, mi lírica demencia
En los considerandos de una vulgar sentencia
O en un estrecho artículo del Código Penal.
El poema está impreso, literalmente, en la historia de la prensa cubana porque fue publicado, a toda página, en el primer número de la revista Alma Mater, fundada en 1922 por otro colega de altos quilates patrióticos: Julio Antonio Mella.
Muchos versos después, Guillén describiría así su vuelta a Camagüey en el agosto de 1922: «Terminé mi año, el primero y único, de la carrera, y regresé a mi prado natal, donde decidido a no ser abogado, entretuve largamente mi tiempo en una revista literaria de nombre francés y en labores de periodismo local».
Se refería a la revista Lis y al trabajo en el periódico El Camagüeyano, que mostraron las herramientas propias de periodista de quien había hallado en la imprenta uno de los mejores juguetes de la infancia.
Raíces de una elegía
Al poeta verdadero le desgarra que la vida no rime con sus principios. La noticia del asesinato en Manzanillo de Jesús Menéndez, el 22 de enero de 1948, sorprende a Guillén en Río de Janeiro.
Hijo de mambí y militante del PSP, como Nicolás, Menéndez era uno de los líderes obreros más queridos de Cuba y el impacto de su muerte en el poeta solo puede equipararse a la obra que le dedicó: la Elegía a Jesús Menéndez, iniciada en esa ciudad brasileña, pero seguida en febriles destellos en La Habana y Moscú y concluida en intensas jornadas de escritura en el humilde poblado camagüeyano de Minas, en 1951, en la casa de su hija Raquel.
Suele creerse que la monumentalidad del poema responde solo a la afinidad política de los dos, pero hay —junto a ese— un detalle esencial: fueron amigos y Guillén llegó a acompañar varias veces al líder azucarero en sus recorridos por Las Villas. Con perfiles propios, ambos hombres de avanzada eran, dadas sus ideas «peligrosas», diana de un odio y un temor comunes.
Cuba, Martí y Fidel
Artepolítica, así, junta, con letras comprometidas, puede ser palabra hermosa. Miembro del Partido Socialista Popular (PSP) —se había hecho militante comunista en medio de la Guerra Civil Española—, en 1944 Guillén escribió su himno, junto con Mirta Aguirre, Ángel Augier y Manuel Navarro Luna, por encargo de Blas Roca, el secretario general.
De enero a marzo de 1949, el poeta periodista publicó casi diariamente, en la portada del periódico Hoy, órgano del PSP, una décima humorística sobre malas políticas y políticos pésimos.
Más tarde, cuando ese periódico fue clausurado por el gobierno de Carlos Prío Socarrás, a «sugerencia» del Departamento de Estado norteamericano, Guillén comenzó a publicar en la revista La Última Hora —suerte de rebrote editorial del PSP— Las coplas de Juan Descalzo, en las cuales denunció tempranamente, con gracia y filo inigualables, la naturaleza de la dictadura que secuestró el poder desde el golpe del 10 de marzo de 1952.
He aquí una décima de Hoy —escrita a raíz de la protesta popular tras la profanación por marines yanquis, el 11 de marzo de 1949, del monumento a José Martí en el parque Central de La Habana— que vale para ahora:
Venganza
Frente al yanqui sin pudor,
que así nuestro orgullo aplasta,
grita todo el pueblo: ¡Basta!,
y arde en sagrado rencor.
La sombra del Fundador
álzase del polvo inerte,
y con aquella voz fuerte
que convocó a sus hermanos:
—¡Venganza —dice—, cubanos!
¡Cubanos, venganza o muerte!
Semejante filiación martiana y antimperialista hallaría corriente de versos en el cauce de sus poemas. Ante esta otra joya, al mejor estilo guilleniano —que puede ser también clase magistral de Historia—, hasta el mejor periodista tiene que aprender a sacar de un asunto el «jugo editorial» que el bardo ordeñó en sus manos:
¡Míster, no!
Cuando el pueblo de Martí,
frente a los gringos se irguió,
altanero dijo: —No,
donde ellos dijeron: —Sí.
El yanqui, en su frenesí,
con ese pueblo rompió;
mas repite el pueblo: —No,
en vez de decirle: —Sí.
—Míster, no.
Nuestro cielo azul turquí
un avión yanqui manchó,
pero el viento dijo: —No,
cuando el avión dijo: —Sí,.
El gringo quería así
vencernos, mas fracasó,
porque el viento dijo: —No,
en vez de decirle: —Sí.
—Míster, no.
Ardiendo la caña vi;
fue un gringo quien la quemó.
La caña gritaba: —No,
—aun ardiendo— en vez de sí.
No más cadenas aquí,
que ya el pueblo las rompió,
y al romperlas dijo: —No,
donde otros dijeron: —Sí.
—Míster, no.
¡Oh, patria!, pensando en ti
y en Martí, que te adoró,
en voz alta digo: —No,
al yanqui que chilla: —Sí.
Grito en inglés: Cuba is free
(por si alguien no me entendió).
Cuba es libre, y dice: —No!
donde otros dijeron: —Sí.
—Míster, no.
Como miles de intelectuales progresistas de todo el mundo —él mismo estuvo, en la UNEAC, al frente de los cubanos—, Nicolás Guillén no supo, no quiso, no pudo… escapar al influjo gravitacional de un astro revolucionario llamado Fidel Castro.
Si al líder cubano que encarnó no solo las ideas de Martí, sino las del padre y el abuelo mambises del poeta, le emboscaron desafíos, también le cercaron los versos de admiración. A la hora de los compendios, no puede faltar, por su sobriedad y hondura, este poema-retrato pintado por el ídolo camagüeyano:
Fidel
Fidel,
el nombre de Cuba lleva
por siempre en el pecho fiel.
Fidel,
fue quien levantó la gleba
hasta el mirto y el laurel.
Fidel,
el que alzó una patria nueva
sin odio, crimen ni hiel.
Fidel.
Escritor ambidextro
Creativamente, Guillén era «ambidextro» porque manejaba igual de bien la mano de la poesía que la del periodismo y desde una podía describir la otra.
Artífice de un periodismo comprometido, atractivo y picante, el bardo plasmó en Las coplas de Juan Descalzo lo que podría acarrear el ejercicio de la otra profesión en los tiempos de Fulgencio Batista, cuando el mismísimo dictador, que inundó las calles de «tinta» roja y luctuosos titulares, era miembro del Colegio Nacional de Periodistas desde que en 1944 recibiera el título de la Escuela de Periodismo «Manuel Márquez Sterling», sin haber disparado —balas sí, y muchas— un chícharo reporteril.
¿Cómo se premiaba la verdad bajo del gobierno de aquel «colega»? He aquí un fragmento delicioso de la visión de Guillén al respecto, publicada en La Última Hora, el 28 de agosto de 1952:
Que quieres, dicen,
ser periodista.
Eso, mi amigo,
mucho me atrista.
¿Cómo, si eres,
querido Paco,
débil, tan débil,
flaco, tan flaco,
a tal peligro
vas a exponerte,
cuando es tan fácil
hallar la muerte,
o por lo menos
hallar a un tipo
que de un leñazo
te quite el hipo?
El carné de poeta… del Partido
La Revolución llegó al poder, o la trajeron desde las lomas unos rebeldes que apenas cambiaron los sombreros de los viejos mambises por las barbas de los nuevos, pero que en esencia habían peleado por lo mismo: igual que los primeros Guillenes y que el muchacho de la familia que ahora tenía 56 años, todos querían que el país fuera entregado a sus reales dueños, los juanes y juanas descalzos de toda la Isla.
En sus cuartillas de amor y denuncia, Nicolás había hecho batalla común con Fidel y en algún momento tuvo, como él, que lanzarse al exilio, así que en 1959, cuando volvió de Argentina, el poeta no tenía que montarse en ningún «carro»: él, que perfectamente habría podido camuflarse en las hojas del folklore o elevarse «matiaspericamente» en el globo de la lírica intimista y vivir de la renta de sus versos, estuvo siempre en la tripulación del riesgo y la avanzada, de modo que en adelante no haría más que afianzar su compromiso. Tocado por el arte, no se dejó rozar por el miedo a la política.
Los enormes derechos para todos introducidos por la Revolución le inspiraron otro gran poema: Tengo, que ciertamente exige hoy una lectura informada y es muy manipulado, dada la aguda crisis económica que —acosado oportunistamente por el mismo imperialismo que tanto denunciara Guillén— vive el país; sin embargo la obra, especie de equivalencia poética del Programa del Moncada elaborado antes de 1959 por Fidel Castro, no pierde, como tampoco aquel, vigencia alguna.
Precisamente ahora, ambos deben verse, y seguramente el poeta coincidiría en ello, como cartas náuticas de reconquistas sociales de un pueblo que tampoco dentro del socialismo renuncia a pelear por lo que tiene que tener.
Incluso en las duras condiciones por las que hoy pasa Cuba y que han generado índices de migración económica coherentes con los planes del imperio que la provoca a punta de bloqueo, mantiene plena vigencia la interpelación que, hace décadas, hizo el poeta al compatriota que parte.
Guillén fue un gigante sencillo y su vida estuvo llena de lecciones para el intelectual de hoy. En octubre de 1967, cuando la muerte en Bolivia de Ernesto Guevara era aún un dolor que ningún cubano quería ver confirmarse y la heroína Haydée Santamaría le encargó un poema dedicado al guerrillero, el bardo le respondería: «…perdóname, pero ya está terminado, le faltará algún verso, alguna estrofa, pero el grueso de la composición solo necesita un poco de lima».
Visto el resultado, el poeta tuvo que dar intensa lima para sacar semejante filo a aquellos versos que la noche del 18, desde el acto en la Plaza de la Revolución, el mundo escuchó en su voz. A la mañana siguiente, el diario Granma —siempre un periódico alumbrando su poesía— publicó a portada llena ese Che Comandante que a partir de entonces continuó las batallas del hombre que lo inspiró.
La Revolución y sus líderes no fueron nunca cosa paralela o distante para Guillén, quien —así como el pueblo viró la Isla en peso en procura del querido comandante desaparecido el 28 de octubre de 1959— buscó con angustia barba, sonrisa y sombrero en su poesía a Camilo Cienfuegos.
Tampoco tuvo reparos en poner su portentosa pluma, en 1972, en función de escribir el Himno del II Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas, musicalizado por otro pilar de nuestra cultura: Frank Fernández. Por su verbo como cronista del pueblo, la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) colocó en su pecho de compañero, en julio de ese año, la Distinción Félix Elmusa y cuatro años después le sumó otra: la José Joaquín Palma.
Igual que en poesía, su altura de periodista concitaba admiración internacional. A fines de 1981, en un acto en la UPEC, el colega Nicolás Guillén recibió la Medalla Julius Fucik, por acuerdo del Congreso de la Organización Internacional de Periodistas (OIP) celebrado antes en Praga.
Más que a metáforas dulces, que las plasmó ejemplarmente, apostaba a la lucha y a la masa. Era un fervoroso creyente en esa fraternidad humana que solo se puede tejer a múltiples manos, un intelectual de filas que muy joven conoció, gracias al periodista y talabartero José Varona Hernández, el mensaje sensible del Manifiesto Comunista.
Aquella semilla marxista brotó en su pecho de múltiples orillas y se hizo cubanísima ceiba. Mucho tiempo después, cuando a raíz de los 75 años del amado coterráneo el camagüeyano periódico Adelante le dedicó una edición especial, Guillén respondió a los periodistas Senel Paz y Margarita Polo que los pasajes que más le habían marcado eran la muerte de su padre, la caída de Machado, la estancia en 1937 en la República Española y su ingreso (allí) en el Partido Comunista y el triunfo de la Revolución.
Si ya esa definición no resultara en extremo «rara» para quienes creen que la poesía y sus artífices son entidades ingrávidas, lejanas a la cicatriz de la lucha, Nicolás Guillén —el bardo que hubiera podido cobijarse en exclusiva campana de cristal en cualquier sitio del mundo— acotaría otro hecho que definió el anclaje a la patria, hasta el fin de sus días: «Sí… añadiría el primer Congreso del Partido y mi elección como miembro del Comité Central».