Lámparas de un blanco imperfecto iluminan el recinto, pantallas de luz se antojan con los tonos de un sol enmohecido. Emergen, sin poder espantarlos, los tonos de una tarde de calor antiguo. Reflectores emplazados con plurales curvaturas e intensidades, se alinean dispuestos a revelar los pliegues de un místico lugar. Cámaras de fotos y video se posicionan en puntos claves del oratorio, pujando por ser las autoras de una crónica, que será compartida.
Tras las márgenes de toda esa ingeniería, un público dispuesto a escuchar los latidos y acentos de la Camerata Romeu, acompañado por un invitado de largas escrituras curriculares, el violinista alemán Andreas Neufeld.
A contra pelo de la temperatura que habita in crescendo en la atmosfera del Oratorio San Felipe Neri ,del Lyceum Mozartiano de La Habana, los abanicos “tuercen” —al menos lo intentan— el tesón de un termómetro incorruptible. Pero tan solo logran “apropiarse” con delgadas brisas que llegan de la bahía, cómplice de un concierto que se anuncia mestizo.
Las sillas están dispuestas en el escenario. Como parte de una sobria estética de la escenografía se avistan micrófonos, atriles, dos cellos y un contrabajo. Al fondo del todo, un clavecín, discreto, significante, metafórico.
Los toques tempestuosos de una campana, tras dos alertas, anuncia que la Camerata Romeu está a punto de arropar los pilares del proscenio. El espacio armado se dibuja con los ardores de mujeres dispuestas a mostrar rigor, elegancia y compromiso ante un público lector. Se revelan dispuestas a construir cedros de melodías, plurales tonos, enardecidos ritmos y aperturas de un repertorio Con acento latino.
Los aplausos afloran confabulados, no solo por la entrada de las jóvenes intérpretes y el “inadvertido” invitado. La incorporación de Zenaida Romeu, directora de la agrupación, desata otra estampida de respuestas. Es la expresión de gratitud, reconocimiento declarado con la obra de una mujer que habita en el imaginario simbólico de la nación.
Tras posicionarse ante el público, sus palabras son trazos de luz. Se advierten alegorías, interpretaciones de cercana retórica que son historias. Comparte también los pretextos que anidan cada pieza. La voz de Zenaida Romeu emplaza argumentos, rememora capítulos pretéritos que nacen de contextos quebrados en el tiempo. El coloquio se produce en un espacio tejido de signos, donde se establece una relación entre los músicos y los lectores cautivos de un repertorio, dispuestos a tomarle el pulso al tempo narrado.
Las cuerdas irrumpen en la sala, la música desabotona los nimbos del lugar sin apenas darnos cuenta. Para la apertura de este concierto, Final obligado, de Carlos Fariñas. Se produce el “caos”, se materializa la irreverencia de un tema virtuoso, enérgico, viril. Los compases de la pieza se subvierten, fruto de la pasión que Zenaida Romeu modula, contiene, aquilata, también pulsa. Le pone coraje para subrayar los poderes de un tema que transita al principio del todo.
El letargo de algún mortal presente en el oratorio queda destronado de una vez y por todas. Las cuerdas agitan el sentido del límite, las curvaturas del recinto ¿Deben existir fronteras cuando se trata de interpretar los profundos caminos de una pieza que subvierte la quietud del espacio?
Emerge la fuerza de un tema fecundo de un imprescindible, del sustantivo repertorio compuesto para el cine cubano. Rogelio París se apropió de sus trampas para edificar la serie documental Historias sumergidas. El calor reinante pasa a un segundo plano.
Con el rasgueo de las cuerdas se produce un diálogo virtuoso logrado con altura. El tempo del ímpetu es sinfonía de cromatismos musicales. Fariñas no pretende ponernos en los “eternos” márgenes del sobresalto, en los bordes de un imaginado abismo. Un cruce de palabras es perceptible en el núcleo de la pieza. El autor vuelve a ubicarnos en las filosas rutas del caos musical que destrona las grietas del inmueble. Tal parece que no podemos ser parte de un “estado de gracia”. ¿Qué sentido tiene descubrir el limbo si la música es provocación?
La fuerza de una composición extraordinaria que me sabe a poco —por esa convención del tiempo— evoluciona con otros acentos. El tercer tercio de Final obligado se erige cómo velada insinuación de una realidad materializada: la magia existe e irrumpe en nuestras vidas, desprovista de artificio; se emplaza sin destino o punto final.
En la segunda pausa Zenaida entabla palabras intimistas con el público. Invita a pensar, a sentir la subjetividad, sobre las interpretaciones o la significación de la próxima entrega. Pizzicato, de Alfredo Diez Nieto es la pieza que toma el oratorio. Las ejecutantes rasgan las cuerdas de los instrumentos. Surcan los extravíos de receptores cautivos todo un mapa de sonoridades. La batuta de la líder da sentido a la obra.
Los exigidos gestos, la expresión corporal, la fuga de una mirada indicadora, lo escénico se pondera en este cruce de liderazgo ante los demonios de mujeres que saben interpretar los caminos de un tema erguido.
Andreas Neufeld no es diferente en esta cofradía de respuestas. Aún discreto en los tablaos del proscenio, hace su parte; no como figura posible, más bien integrado a la filosofía de la obra. Es su virtud, saber leer, y traducir los acentos de un compositor esencial en el horizonte de la cultura cubana.
Se producen rupturas, acechos interpretativos, respuestas grupales. Los tonos y acordes transportan a los vericuetos de una escala superior, al delgado hilo de un estado psicológico interpretado como una carrera contra el tiempo. La cumbre de este segundo capítulo de Con acento latino se antoja simbólica. Emerge la reverencia al violín, un instrumento que transpira belleza, soliloquio, palabras virtuosas.
Coherente con el nombre y la identidad del concierto, la Camerata Romeu incorpora en el programa una pieza del mexicano Javier Álvarez: Metro Chabacano. Son suficientes los primeros acordes para emprender un viaje a parajes que construimos como parte de nuestro arsenal significante. Las cuerdas agitan el paso, nos ponen sobre los aceros de un autobús o un automóvil desamarrado ¿Los límites? Los que cada quién elija.
La imaginación es poder y misterio. Se advierten erguidos paisajes, grietas de una ciudad inconclusa, nubes aferradas a los horizontes del mar, metáforas de una escritura mayor. Sin saberlo, dejamos de estar en los anclajes del Oratorio San Felipe Neri, sin apenas detenernos en los muchos caminos que pinta la vida.
La fuerza, a veces contenida, de Metro Chabacano, exige todo un despliegue de simpares respuestas musicales. La Camerata Romeu se apropia de entrecomillados imperceptibles, de puntos de giros que potencian un relato mayor. Las intérpretes se desdoblan bocetando signos desde los pliegues más hondos de las escrituras.
Se da un momento de introspección musical, de supuesta pausa. Aflora el declarado entrecruzar de satisfacción y goce entre los intérpretes para subirnos sobre los rieles de un tren presto a detenerse en la parada más próxima.
¿Esta marcha necesita de respuestas estridentes? Zenaida Romeu desecha esa falsa puesta en escena, calibrando —con llana autenticidad— los saberes de su oficio, la autoridad de su historia labrada con rigor.
Pero aún, todo está por empezar de nuevo. El goce, la respuesta ante lo excepcional, la ruptura de los límites, el talento colectivo y el sentido de ser parte de un proyecto que presume de ser una leyenda de la música cubana, tras treinta años de estoicas batallas, edifica este momento memorable.
Las Cuatro Estaciones, de Antonio Vivaldi, protagonizan el segundo bloque. Andreas Neufeld sale del “anonimato” para pintar un peldaño mayor: la ejecución de un repertorio universal.
Para mostrar lo mestizo, Zenaida Romeu resuelve entrecruzar a Vivaldi con arreglos de Jorge Amado y, en paralelo, entrega a un vibrante Astor Piazzolla, quien ejecutó poderosas leyendas con las estaciones del célebre compositor veneciano, reescritas por Leonid Desyatnikov.
Al borde del escenario la clavecinista Gabriela Mulen acentúa la métrica de un descanso camuflado. Se arroja como única narrativa una intro pausada, meditabunda, con empaques de dialogo interior y monólogo discursivo.
Acentúa el calor de la sala oratorio la Camerata Romeu y el violinista invitado; nos llevan a los parajes del caos, al desenfreno policromado, a la fuga de todo y de nosotros mismos. Se apropian de nuestros anquilosados sentidos para abandonarnos sobre las brasas de Verano, la primera de las estaciones ejecutada esta tarde de colores plomizos, desplegados en el recinto con los ardores del polvo del Sahara que invade, por estos días, las delgadas brisas del Caribe.
La fiesta sigue copando los pliegues de una sala de prominentes estructuras. El contrabajo imprime los primeros acordes para reverenciar las respuestas del legendario Astor Piazzolla. Sobre un mapa inconcluso se tejen potentes compases que avistan los signos del tango y la oralidad.
Por momentos un solo de violín cobra sentido en la estructura de la entrega. En las trazas musicales, se advierte la poesía, los ritmos bohemios de un conjunto que sabe aquilatar las jerarquías. Las posturas y los gestos son parte de la narrativa de Verano, que el argentino celebró junto a su copiosa obra, resuelta también por apropiaciones.
El genio de un hombre sublime y esencial en la historia de Nuestra América se destila por la fuerza de cada momento ejecutado, cada respuesta lograda. No es solo el resultado del oficio o las muchas horas de acariciar el instrumento. Es, también, entender e incorporar códigos, respuestas culturales, mitologías que enriquecen y permiten llegar al universo social y cultural, imposible de encuadrar en un molde, en los planos de una vieja escritura.
El dialogo entre culturas habitó en este escenario. Son las huellas de ese empeño, presentes también en las oberturas y epílogo de Verano, de Vivaldi, reinterpretado por la Camerata Romeu con los acentos porteños de Piazzolla. Zenaida Romeu boceta, dibuja, como arquitecta de una obra mayor, lo que nos une al basto universo cultural que nos interpela.
El Otoño de Vivaldi marca los signos del segundo momento de las estaciones. Armonía, sentido grupal, respuestas compartidas, es la aritmética de lo que llega con el reciclado impulso de fuertes oberturas barrocas. Violines, violas, cellos y contrabajo insinúan un cambio de estaciones, un estadio hacia otro empaque climático ¿Será?
La pieza adsorbe las curvaturas de nuestra predeterminada memoria musical para dejarnos sobre un texto, sublime, diferente, reescrito por la sabia mirada de Zenaida que no deja espacio para el desajuste, la fuga imperdonable, el estrepitoso cambio de tono. Los instrumentos se tornan figuras de mar y, en ese juego, llega la brisa de sus metáforas musicales, de una pieza esencial dentro del abultado repertorio de clásicos impostergables.
Astor Piazzolla y su Quinteto refundaron Otoño de Antonio Vivaldi con bandoneón, piano, violín, contrabajo y guitarra eléctrica. Un solo violonchelo emergió de la Camerata Romeu y se tornó protagonista para delinear la mixtura Vivaldi-Piazzolla donde lo “antiguo” se antoja presente.
Todo ese capital simbólico se desata en las gestas de nuestra imaginería, capaz de beber —cuando la voluntad se construye— de todo lo que enriquece; también, de todo lo que pulverice sonidos enlatados en fáciles soluciones estructurales, dispuestos por rítmicas cansinas, preestablecidas, mundanas.
En esta zona del programa de Con acento latino, las cuerdas se entrecruzan para avistar la fortaleza de la pieza. Se producen contrapunteos, diálogos entre los ejecutantes, tributos musicales, empeñados en dibujar la hechura estética y narrativa del poderío cultural de cada melodía.
Piazzolla trenza relatos entre los espacios construidos por Vivaldi; la profunda Argentina se encuentra en los mitos de las fortalezas desatadas y los parlamentos desgranados en Otoño. Zenaida Romeu “traduce” los significados que cimenta el inimitable bandoneonista y compositor suramericano.
La Camerata Romeu se apertrecha de los pilares de su discurso —en cada puesta en escena, en las narrativas musicales que le contornean, en los demonios que le acechan y en las raíces culturales que la erigen como cultora de un arte mayor—, desatados en la majestuosidad de la segunda estación. Todavía pernoctan en los puntos de fuga del Oratorio San Felipe Neri y en nuestra imprecisa memoria las huellas de un legado mayor.
¿Cómo describir las anchuras de un tiempo helado resuelto con los ardores de la música? ¿De qué resortes apropiarse para traducir e interpretar los cánones de Invierno, esencial en Las Cuatro Estaciones de Vivaldi? Escalonada rítmica, sucesivas baldas de una pieza con vestiduras de sonetos, respuestas en forma de evocaciones que pintan las heladas de una estación que pulsa interpretaciones extra musicales. Andreas Neufeld, destruye los fríos arquetipos, la pose “indiferente”, de pulcras maneras, cuando se trata de ejecutar una pieza transversalmente europea.
Se contornea ante un atril que, por momentos, no parece necesitar. Dibuja miradas, complicidades, sentido pertenencia, ante los desafíos de trópico que acechan su traje arado. Sus aportaciones son parte sustantiva de este acto inspirador, trashumante. Siente la pulsación de sus manos y responde protagónico, con su violín visceral, con la fuerza de un tema que acecha los contornos de las calles colindantes donde operan otras lógicas, otros acentos culturales.
La Camerata Romeu y Zenaida afinan los puntos cardinales de color más helado de las Estaciones de Vivaldi, por ese principio de hacerlo todo bien, hasta el éxtasis, de una melodía despoblada de anaqueles baldíos y ventanas imperfectas. Entonces, la luz se apropia de todo, para darle espacio al Invierno Porteño de Astor Piazzolla.
El lirismo del bandoneón del genio argentino replica con fuerza en los pilares de proscenio posmoderno. El compadreo entre tradición y modernidad del espacio trazado para la orquesta, es parte de los desafíos para mostrar la poesía que emerge en ese Invierno dibujado por el tanguero argentino. Fugas, entrepuentes, alegorías, diálogos prestados; toda esa amalgama se estaciona en los bordes de un momento sentido. Es la respuesta de los intérpretes que acechan nuestras miradas.
Entre los concertantes y el público se establece un parlamento de idas y vueltas, un entrecruzar de respuestas y preguntas, no siempre acabadas del todo. Quedan las ganas de volver, de ser parte de otra ronda de lucubraciones dibujadas por el talento de un genio que dejó más de 600 temas, muchos de ellos legendarios. El homenaje es parte del impulso que bosqueja la Camerata Romeu, secundada por Andreas Neufeld, quién asume estar, bajo la batuta de una mujer con historia.
Para el epílogo de este Acento Latino, emerge la más conocida de Las Cuatro Estaciones: la Primavera. No se perciben centros o protagonismos inversos, las cuerdas se funden en una sola arquitectura. Se produce el juego, el legítimo divertimento de un tema que los medios reciclan como parte de sus más delgados aperitivos musicales. No por repetido se deja de disfrutar, de absorber sus mamparas estéticas.
La estructura dramatúrgica de este cierre responde a dejar al público con el excelso sabor del principio. Es la lógica de organizar repertorios ante las exigencias de construir aproximaciones musicales.
La vitalidad de los ejecutantes no está contenida, saben que el cierre decide muchas cosas: los cimientos de la empatía, las vueltas hacia otras presentaciones, el empeño de mostrar los misterios de un tema que evoluciona inquieto, reflectante, “ambiguo”.
Con Piazzolla están desterradas las estructuras preconcebidas, los amasijos de melodías prefabricadas; el genio subvierte los moldes, los espíritus, las cadencias de una pieza lúdica. El grajeo de las cuerdas subraya los espíritus del tango; es la respuesta de la Camerata y el invitado, que aploma sus instrumentos helados hacia esa temperatura cálida, de virtuosos y plurales colores.
Divino tango el de Astor Piazzolla que se proyecta sobre los pálpitos del público y las emociones de alguna palabra compartida con el más cercano de una tarde fugaz. La alegoría se revela con los solos de violín siempre expectantes; las raíces porteñas se arropan en nuestras voces, aun calladas, por ese querer escuchar cada palmo de música ejecutada. Es el mito perpetuo destrabado en Primavera vetusta y vibrante.
La Camerata Romeu, el violinista alemán Andreas Neufeld y Zenaida Romeu, llenan vacíos con figuraciones musicales de probadas palabras, respuestas, energías. Emergen los soles de un arte mayor, la música es también poder deslumbrador. Cerramos con un aplauso inconfesable (Tomado de Cubarte).
(Imagen de portada: Zenaida Romeu, directora de la Camerata Romeu, tejiendo magia con su batuta. Foto: Albero Sánchez Castellón).