En su nuevo libro La era del conspiracionismo. Trump, el culto a la mentira y el asalto al Capitolio (Clave Intelectual), analiza el fenómeno de la posverdad, las fake news y su explotación por la ultraderecha. En esta entrevista profundizamos en ello, pero vamos más allá y diseccionamos el papel de las redes sociales y la comunicación en la guerra de Ucrania.
El asalto al Capitolio, en Washington, el 6 de enero de 2021, le sirve de arranque para elaborar un libro donde aborda lo que denomina la era del conspiracionismo. La realidad es que, tanto en Estados Unidos como en el mundo occidental, este internet y estas redes sociales que parecían la panacea de democratización de la información han quedado colonizadas por los bulos y las fake news de la extrema derecha. La primera pregunta que surge es ¿a qué se debe que hayamos llegado a esto?
Hoy, las principales vías de difusión de la información y del conocimiento son las redes. Las redes sociales son el medio dominante, como lo fueron, en otras épocas, la televisión, la radio o la prensa. Las redes son la expresión de una auténtica democratización de la comunicación que la revolución Internet ha permitido. Hoy, cualquier individuo en cualquier país, por un coste mínimo, con un teléfono inteligente posee una capacidad comunicacional semejante a la que tenía, por ejemplo, la CNN (primer canal televisivo planetario y permanente de noticias) hace treinta y cinco años. Es una revolución en el campo de la comunicación como no la ha habido jamás, en términos de capacidad individual para difundir un mensaje al ámbito planetario.
En cierta medida ese fenómeno ya nos ha permitido alcanzar, en materia de comunicación, un “mundo mejor”, como diría Huxley, algo inimaginable hace apenas veinte años. Pero ese mundo mejor no es un mundo perfecto, porque la dominación salvaje de las redes ha favorecido el surgimiento de un haz de problemas nuevos, específicos, que tampoco imaginábamos. En particular, la proliferación –a una escala astronómica– de mentiras, bulos, falsedades, manipulaciones, posverdades, fake news. Lo que era una promesa de libertad se ha convertido en una pesadilla. La mayoría de los ciudadanos siguen confiando en los motores de búsqueda y en las redes sociales como fuentes principales de información. Pero esas plataformas están ahora debilitando las democracias a pasos agigantados porque, en realidad, difunden masivamente teorías de la conspiración, falsedades, discursos de odio y mensajes extremistas. Y la Inteligencia Artificial va a intensificar todo esto mucho más.
Pero, ¿qué tienen de específico y de diferente las redes sociales para provocar esos efectos?
Las redes sociales no están hechas para informar, sino para emocionar. Para opinar, no para matizar. Evidentemente, en las redes circulan muchos textos y documentos de calidad, testimonios, análisis, reportajes, etc. Las redes retoman muchos documentales excelentes, vídeos, artículos de la prensa y de los medios existentes. Pero la manera de consumir contenidos en las redes (aunque cada una de ellas tiene su propia especificidad) no es pasar tiempo leyendo o viendo íntegros los documentos que uno recibe.
Los usuarios de las redes no buscan respuestas, sino preguntas. No desean leer. No son receptores pasivos como los de la radio, la prensa o la televisión. Las redes están hechas sobre todo para actuar. El ciudadano o la ciudadana que usa las redes lo que quiere es compartir, comunicar o adherirse dando likes. Lo que excita a los usuarios de las redes es comportarse como activistas digitales con una misión, una encomienda: publicar y propagar noticias que confirman o parecen confirmar lo que ellos y sus amigos piensan. No se trata de difundir la verdad, se trata de retransmitir lo que se supone que la gente amiga desea leer. En ese sentido, las falsedades son más novedosas que la verdad. Por ello se comparten más.
La red, en realidad, funciona como una cadena digital. Cada usuario se siente eslabón, vínculo, enlace. Con la obligación de expresarse, de opinar, de conectar, comentar, remitir y enviar.
Lo que más circula y mayor influencia tiene en algunas redes (Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat, TikTok) son los memes, o sea, una especie de gotas, de haikús, de resúmenes muy reducidos, muy sintéticos, muy caricaturales de un tema. Es lo que más se comparte. Los memes funcionan como si, en la prensa escrita, las informaciones se redujesen únicamente a los títulos de los artículos, y no hubiera necesidad de leerlos. Cada uno de nosotros puede hacer el experimento: cuelgue en su red preferida el mejor texto, el vídeo más completo, más inteligente y honesto que pueda haber sobre, por ejemplo, la guerra de Ucrania, y verá que, a lo sumo, puede alcanzar algunas decenas de likes. Pero si coloca un buen meme eficaz y novedoso, que, por su creatividad y originalidad, impacta y provoca a la vez risa y sorpresa, su velocidad de transmisión será impresionante. Si se habla de difusión viral no es por casualidad.
Cuando, por ejemplo, el domingo 27 de marzo de 2022, en plena ceremonia de los Oscar, en Hollywood, ante millones de telespectadores, el actor Will Smith le asestó en vivo y en directo un tremendo bofetón al cómico Chris Rock, la imagen de esa escena, convertida de inmediato en meme, se difundió a la velocidad del rayo por el mundo, saturando las redes. Consiguió prácticamente ocultar, durante varios días, todas las demás noticias, incluso las de la guerra de Ucrania, entonces en plena intensidad.
El deseo compulsivo de compartir, de difundir es lo que hace que las redes sean capaces de propagar masivamente un sentimiento general, una interpretación dominante, una opinión sobre cualquier tema. Ese sentimiento es el que, poco a poco, consigue imponerse en todo un sector de la sociedad. Esa es una de las grandes diferencias entre las redes y los medios tradicionales.
¿Por qué la extrema derecha es quien más se beneficia del triunfo de las redes sociales?
Es la consecuencia de la crisis de la verdad o de la nueva cultura de la mentira que difunden precisamente las redes. Y de la impotencia de los grandes medios clásicos (radio, prensa escrita, televisión) para restablecer la verdad. En nuestras democracias, poco a poco, ha emergido una radical desconfianza de muchos ciudadanos respecto a la lectura de la realidad que proponen los cuatro principales pilares de la racionalidad social dominante: o sea, los medios de masas, las élites políticas, los actores culturales y los analistas universitarios. Es como si, de pronto, en la Bolsa frenética de las redes sociales, la cotización de la mirada experta o de la demostración científica se fuese desvalorizando y acabase por desfondarse. Como si, para un grupo creciente de ciudadanos, las explicaciones más verificadas y más avaladas resultasen, precisamente por eso mismo, y por proceder de las élites dominantes, profundamente sospechosas.
Cuanto más científica es una explicación, más discutible resultará. Por todas esas razones, para muchos ciudadanos, la pregunta pertinente, ahora, no es: “¿Qué pruebas científicas hay de que tal cosa es así?” Sino: “¿Por qué tanta insistencia en querer demostrarme y convencerme de que tal cosa es así?”. Esa es la sospecha principal, la desconfianza epistémica que se ha ido extendiendo, vía las redes, en nuestras sociedades. Es como si asistiéramos a una insólita inversión de aquella célebre predicción atribuida a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, según la cual “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Hoy, muchos activistas de redes conspiracionistas, consideran que una verdad repetida mil veces, es probablemente una mentira. Esto, en la historia de la comunicación, constituye una revolución copernicana. Y es la base de la nueva narrativa de la extrema derecha. Especialmente en el seno de las clases medias empobrecidas, que responden de ese modo, con una suerte de reacción individual y salvaje, a la aplastante dominación (aparente) de las tecnociencias en nuestro entorno. Ciencias y tecnologías que, por otra parte, se muestran incapaces de proponer soluciones a algunos de los problemas más punzantes que conocen muchas familias, en particular las pertenecientes a esas clases medias: el empleo basura, la miseria, los desahucios, la marginalidad, la precariedad, y sobre todo, su pánico principal: la amenaza de un inexorable desclasamiento.
¿Y qué podemos hacer los ciudadanos?
Seguir apostando por la verdad. Desconfiar. Ser muy precavidos. Una de las principales razones del debilitamiento de la democracia es el cambio profundo que se ha producido en la forma en que nos comunicamos y consumimos información. La desinformación y la manipulación acechan. Sobre todo en tiempos de elecciones y de guerra de Ucrania. Recordar un principio de sentido común: las apariencias engañan. Las imágenes y los vídeos circulan muy rápido por internet: su impacto visual los hace muy virales, pero muchas imágenes suelen estar manipuladas. Antes de creer una información, y sobre todo antes de difundirla, hay que aprender a verificarla. Evitar ser cómplice de propagación de mensajes de odio, buscar las fuentes, la fiabilidad de las fuentes, de los datos. Si una información posee una única fuente: prudencia, mucha prudencia.
Muchos ciudadanos ahora, como dijimos, quieren comportarse como periodistas gracias a sus teléfonos móviles y a las redes. Difunden “informaciones”, divulgan opiniones, propagan imágenes y vídeos. Así que deben adquirir los reflejos profesionales de los buenos periodistas, y el primero de ellos es ese: verificar las fuentes. Para las imágenes existen cada vez mejores herramientas de búsqueda inversa a disposición del gran público para indagar de dónde proceden, cuál es su origen, si ya han sido utilizadas, en qué sitios web, etc. Hace poco, por ejemplo, se pudo demostrar que un vídeo en el que una turba de manifestantes vandalizan una iglesia, presentado como testimonio de lo que ocurre en la Nicaragua de Daniel Ortega, era en realidad un documento filmado en Chile durante las manifestaciones de 2019.
Pero los Estados, las instituciones también tendrán que hacer algo ante esa situación.
Muchos Estados están legislando para castigar la difusión de fake news, sobre todo si tiene consecuencias sociales graves. Por ejemplo, Malasia, partiendo del principio de que “compartir una mentira te convierte en mentiroso”, ha establecido penas de hasta seis años de cárcel para quienes hayan creado, publicado o diseminado noticias “total o parcialmente falsas” que afecten al país o a sus ciudadanos.
Pero no es fácil. Porque cualquier Gobierno que tome medidas en ese sentido, por muy legítimas que parezcan, puede verse acusado de censura o de vulnerar la libertad de expresión. Aunque peor es lo que hace, por ejemplo, Estados Unidos cuando persigue y condena a quienes dicen la verdad como es el caso de Julian Assange, o de Edward Snowden o de Chelsea Manning.
Su libro se centra en Estados Unidos y Donald Trump. ¿Qué prevé para Trump, sus problemas con la justicia y sus ambiciones electorales?
Los juicios recientes contra él y sus sucesivas condenas no parecen haber afectado su popularidad. Sigue siendo el candidato mejor valorado por las encuestas para ganar las primarias de su partido y ser el candidato republicano para las elecciones presidenciales de 2024. Desde el primer día que se lanzó a la conquista del poder político en Estados Unidos, dominó el espacio público y convenció a sus seguidores, a base de una relación directa vía Twitter, de que su gobierno sería el “gobierno del pueblo para el pueblo”.
Manipulando la verdad, usando el poder de los símbolos, de la oratoria, de las imágenes y de las redes sociales, Donald Trump, desde su discurso de toma de posesión, el 20 de enero de 2017, se definió como un líder carismático, un jefe mesiánico elegido para rescatar a Estados Unidos. Este millonario, hijo de multimillonario, denunció el establishment y las élites políticas de Washington por haberse enriquecido y protegido, según él, sin ocuparse de los ciudadanos: “Sus victorias –le dijo a sus electores–, no fueron triunfos para ustedes”. Se presentó como el salvador y refundador de la patria: “Vamos a estar protegidos por Dios”, prometió, como si Dios mismo se lo hubiera garantizado.
Para llegar al corazón de la gente, convenció a sus oyentes de que, para él, eran “muy especiales”, y que él sí los comprendía. Formuló eslóganes simples, concretos y conmovedores (“Seré el mayor creador de empleos que Dios inventó”), salpicados a menudo de racismo (“Cuando México envía a su gente aquí, envía gente que está trayendo drogas, trayendo crimen, y son violadores”) y de machismo (“Cuando eres una estrella, [las mujeres] te dejan hacerles cualquier cosa: agarrarlas por el coño; lo que sea”). Supo imponer fórmulas y clichés (“¡Hagamos América grande de nuevo!”, “¡Soy el presidente de la ley y del orden!”,“¡Construyamos el muro!”) que sus fanáticos repiten fácilmente como mantras que asfixian cualquier cuestionamiento crítico.
Más que una autoridad indiscutible, el ególatra republicano, en el limbo populista, quiso ser un mito que dirigía el país envuelto en una aureola de narcisismo, endiosamiento y veneración pública (“Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”). Con un lenguaje impactante y confuso, mezcla de expresiones vulgares, jerga tecnocrática y promesas difusas, no tuvo reparos en estimular los delitos de odio. Supo oscurecer las verdades para dividir a los estadounidenses en un “nosotros” y un “ellos”. E inculcar una detestable ideología de “el fin justifica los medios”.
Donald Trump se construyó cuidadosamente una imagen pública sofisticada de líder-gurú capaz de crear con el lenguaje un mundo a su medida (“Si no le dices a la gente que has tenido éxito, probablemente no lo sabrán nunca”). Consiguió que millones de personas se subyugaran libremente a él, aceptaran su dominio y se entregaran por completo a su voluntad. Es sabido que la gente, como masa, tiene a menudo una inteligencia inferior a la de cada una de sus partes integrantes. Los partidarios de Trump constituyen una auténtica secta, se identifican frenéticamente con él. Obedecen a sus dictados. Creen sus historias. Lo idolatran. Están a sus órdenes. Dispuestos, si es necesario, a lanzarse a cualquier aventura con tal de devolver a su ídolo, en última instancia, incluso por la fuerza, al poder.
La verdad es que Trump ha partido en dos el país. Después de haber empujado a sus seguidores fanatizados a asaltar el Capitolio, en Washington, el 6 de enero de 2021, existen dos partes de la población en abierta discrepancia a propósito del expresidente republicano. Una parte habla de un exmandatario que probablemente merece la cárcel. La otra habla de un patriota, empeñado en salvar a la nación. Ambas partes no pueden tener razón. Solo una de las dos la tiene. Pero la otra no lo acepta. Lo cual representa una amenaza decisiva para la unidad de Estados Unidos. Y un peligro suplementario de guerra civil.
La guerra de Ucrania no parece que se resuelva en ninguna dirección. ¿Cómo cree que se nos está informando en Europa del desarrollo de esa guerra, de los intereses en conflicto y del contexto y antecedentes?
El comportamiento de los grandes medios con respecto a la guerra de Ucrania, iniciada el 24 de febrero de 2022, confirma que no son de fiar. Como se sabe, cuando comienza un conflicto armado arranca un relato mediático plagado de desinformaciones para ganar los corazones y cautivar las mentes.
No se trata de informar. De ser objetivo. Ni siquiera de ser neutro. Cada bando va a tratar de imponer –a base de propaganda y toda suerte de trucos narrativos– su propia crónica de los hechos. A la vez que busca desacreditar la versión del adversario. Las mentiras que ambos bandos difunden sobre el conflicto de Ucrania no son, en el fondo, muy diferentes de las que ya vimos en otras guerras. Se repite la histeria bélica habitual en los medios, la proliferación de censuras, de fake news, de posverdades, de intoxicaciones, de manipulaciones.
La conversión de la información en propaganda es ampliamente conocida y ha sido estudiada, en particular en los conflictos de los últimos cincuenta años. Con la guerra de Ucrania, los grandes medios de masas, en particular los principales canales de televisión, han sido de nuevo enrolados –o se enrolaron voluntariamente– como un combatiente o un militante más en la batalla.
Hay que añadir que los laboratorios estratégicos de las grandes potencias, en el marco de la reflexión sobre las nuevas “guerras híbridas”, están también tratando de conquistar militarmente nuestras mentes. Un estudio de 2020 sobre una nueva forma de “guerra del conocimiento”, titulado Cognitive Warfare (Guerra cognitiva), del contraalmirante francés François du Cluzel, financiado por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), expone lo siguiente: “Si bien las acciones realizadas en los cinco dominios militares (terrestre, marítimo, aéreo, espacial y cibernético) se ejecutan para obtener un efecto sobre los seres humanos, el objetivo de la ‘guerra cognitiva’ es convertir a cada persona en arma”. Los seres humanos son ahora el dominio en disputa. El objetivo es piratear el individuo aprovechando las vulnerabilidades del cerebro humano, utilizando los recursos más sofisticados de la ingeniería social en una mezcla de guerra psicológica y guerra de la información.
Esa guerra cognitiva no es sólo una acción contra lo que pensamos, sino también una acción contra la forma en que pensamos, el modo en que procesamos la información y cómo la convertimos en conocimiento. En otras palabras, la guerra cognitiva significa la militarización de las ciencias del cerebro. Porque se trata de un ataque contra nuestro procesador individual, nuestra inteligencia. Con un objetivo: penetrar en la mente del adversario y hacer que nos obedezca. “El cerebro”, enfatiza el informe, “será el campo de batalla de este siglo XXI”.
En la guerra de Ucrania las redes sociales tienen un protagonismo sin precedentes. ¿No le parece?
Durante el conflicto de Ucrania, en Estados Unidos y en Europa, los grandes medios de masas están combatiendo –y no informando– en favor esencialmente de lo que podríamos llamar la posición occidental. Sin embargo, dentro de esa normalidad propagandística, pudimos asistir a un fenómeno nuevo. De modo inaugural, en la historia de la información de guerra, en primera línea del frente mediático, intervinieron las redes sociales. Hasta entonces, en tiempos bélicos, las redes no habían tenido la misma importancia.
Con la guerra de Ucrania, los ciudadanos no sólo se ven confrontados a la habitual histeria bélica de los grandes medios tradicionales, a su discurso coral uniforme (y en uniforme), sino que todo eso les llega, por primera vez, en sus teléfonos. La pantalla del televisor del salón ya no tiene el mismo protagonismo. Ya no sólo son los periodistas, sino las amistades o los familiares, quienes contribuyen también, mediante sus mensajes en las redes, a amplificar la incesante narrativa coral de discurso único.
Con la guerra de Ucrania emerge una nueva dimensión emocional, un nuevo frente de la batalla comunicacional y simbólica que hasta entonces no existía. También, por vez primera, se produjo esa decisión de Google de sacar de la plataforma a medios del “adversario ruso” como RT (Russia Today) y Sputnik. Mientras, Facebook e Instagram declaraban que tolerarían “mensajes de odio” contra los rusos. Twitter tomó la decisión de “advertir” sobre cualquier mensaje que difundiera noticias de medios afiliados a Moscú, y redujo significativamente la circulación de esos contenidos, cosa que no hizo con quienes apoyaban a Ucrania y a la OTAN, poniendo en evidencia la hipocresía sobre la supuesta libertad de expresión o sobre la neutralidad de las redes.
Todo eso confirmó que si el conflicto de Ucrania era una guerra local en el sentido de que el teatro de operaciones estaba efectivamente localizado en un territorio geográfico preciso, por lo demás era una guerra global, en particular por sus consecuencias digitales, comunicacionales y mediáticas. En esos frentes, Washington, como en la época del macartismo y la “caza de brujas”, enroló a los nuevos actores de la geopolítica internacional, o sea, a las megaempresas del universo digital: las GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft…) Esas hiperempresas –cuyo valor en Bolsa es superior al Producto Interior Bruto (PIB) de muchos Estados del mundo–, se retiraron de Rusia y se alistaron voluntariamente en la guerra contra Moscú.
Eso es una novedad. Hasta ese conflicto conocíamos la actitud partidaria y militante de los grandes medios que, en caso de guerra, se alineaban con uno de los beligerantes y abandonaban todo sentido crítico para comprometerse unilateralmente y defender los argumentos de una sola de las potencias enfrentadas.
Lo nuevo es que, por primera vez, las redes sociales hacen lo mismo. Lo cual confirma que los verdaderos medios dominantes hoy, los que imponen efectivamente el relato, son las redes sociales.
Tomado de CTXT
Ramonet trata de trasladar la responsabilidad de la creación de la opinión e información dominante a Internet. Pero sigan el nuevo “Mayo del 68” en Francia y verán que el control de la información y la opinión se ejerce desde el Estado francés capitalista a través de los telediarios y mesas redondas que replican la opinión cocinada en las grandes agencias capitalistas. ¿Quién decide que lado es el bueno en la guerra de Ucrania: Tik Tok o las agencias de la OTAN y la UE, apóstoles de la democracia?