Desde su casa dominaba el golfo de Nápoles, con el azul intenso del mar Tirreno a sus pies. Atalaya que se nos antojaba como la que tantas veces sirvió de punto de observación para divisar la entrada de los barcos a la bahía habanera. Lo dije alguna vez: Alessandra Riccio era la más cubana de todas las napolitanas.
Ahora, que ya no está, que hizo mutis a los 83 años a mediados del último mayo, lo reafirmo: la cubanía de Alessandra solo es comparable con su amor por el jardín que reservaba a los amigos en la ciudad de Enrico Car uso.
Siempre estaremos en deuda con lo mucho que hizo ella por promover los valores de las letras cubanas. Fue una de las más notables latinoamericanistas europeas de la segunda mitad del siglo XX. Tradujo a Lezama Lima, Dulce María Loynaz, Alejo Carpentier y Lisandro Otero, pero también al Che Guevara, en la versión italiana de los diarios de viaje por América Latina entre 1953 y 1956. Para ella el pensamiento y la acción revolucionaria del Che siempre tendrán actualidad en un mundo donde “el neocolonialismo y el imperialismo siguen siendo los principales enemigos”.
Su consecuencia con la necesaria obra descolonizadora tuvo otro momento de notable resonancia entre los lectores italianos, cuando tradujo, precedido de una introducción grávida de referencias históricas, el ensayo Calibán, de Roberto Fernández Retamar.
La pasión por Cuba comenzó a divisarse en sus tiempos de estudiante. Primero, el interés por la lengua y las letras españolas. Descubrir El Quijote abrió la ventana a otros autores de la península y de las repúblicas latinoamericanas, en una época marcada por el boom que potenció a Cortázar, Vargas Llosa y García Márquez.
Inevitablemente la isla antillana se le presentó como un territorio propicio para aprehender no solo los signos de la escritura sino de una sociedad en transformación. Primero con el catalejo a distancia, curiosamente motivado por la impresión fortísima que le causó Lezama, “un señor grueso, asmático, que había escrito una novela grandiosa, Paradiso, piedra sillar de la literatura del continente”.
Consiguió una bolsa de estudio universitaria para investigar en el terreno, es decir, en Cuba, “la novela de la Revolución”, etiqueta en la que parecía caber todo lo que se producía en la isla, hasta saber que no era así, que la diversidad de tendencias y caminos originales trascendía la hipótesis inicial.
“Mis profesores no entendieron bien lo que les contaba de Cuba, en tanto, por mi parte, sentía, más que curiosidad, un compromiso conmigo misma por conocer más”.
De modo que regresó a La Habana, empleada como corresponsal del diario comunista L’Unitá, en una etapa particularmente difícil, tras la caída del muro de Berlín y el cisma ideológico que produjo en sectores de la izquierda italiana.
En medio de tales circunstancias, Fidel fue una brújula: “Sus discursos eran extraordinarios, verdaderas lecciones de política e interpretación histórica de la realidad. Recuerdo un episodio acontecido en medio de la crisis de los balseros, largos apagones, calor bestial y carencias alimentarias. Un grupo protestó en la vecindad del Malecón habanero y algunos lanzaron piedras contra vidrieras. Entonces llegó Fidel, se bajó del yipi, desarmado y pidió a sus escoltas que dejaran las armas a un lado. Se acabó la protesta, la gente arropó a Fidel, Cuento esto porque si hubiese sido un dictador, como lo pintaba cierta prensa, nadie daría un céntimo por su vida. Era un líder popular, la gente lo reconocía”.
Fruto de aquella y otras experiencias resultó el libro Relatos de Cuba, en los que se advierte que no nacieron de entusiasmos repentinos ni de una lectura apologética de lo que vivió entre nosotros. Su mirada ilumina la resistencia de un país por llevar adelante un colosal proyecto de emancipación.
Entre los intereses de Alessandra figuró desentrañar las claves de la novela testimonio, que en Miguel Barnet alcanzó un enorme nivel de conceptualización y práctica fundacional desde Biografía de un cimarrón. Miguel y ella fueron grandes amigos. El poeta nos regaló una anécdota de la que Alessandra fue testigo: “Un 19 de septiembre, día de San Genaro, me encontraba en Nápoles y mi amiga Alessandra me pidió la acompañara a la Basílica. Vi una inmensa cola para venerar al santo.
El cura mostraba una ampolla con la sangre sólida del santo. Los feligreses besaban el frasco de cristal y se persignaban. No me atreví a besar aquella reliquia. Me besé la mano y la coloqué en la ampolla. Para mi sorpresa, la sangre se licuó y el cura exclamó emocionado: ¡Miracolo, miracolo! Cuando la sangre de San Genaro se licúa hay buenos augurios.
Alessandra abrió los ojos y me dijo: esto solo ocurre raramente. Yo, atónito, recibí el abrazo de los feligreses y la bendición del cura”.
Si algún día regreso a Nápoles, pediré a San Genaro que me devuelva la imagen de Alessandra como la vi una última vez: sonriente en medio del estrépito de la rumba y los tamboriles domésticos que resonaron una no muy lejana tarde, con Miguel junto a mí, en una velada de amistad entre los pueblos de Italia y Cuba.