Cuba, ¿qué sería de ti si dejaras morir a tu Apóstol?
Si en cualquier tiempo del mundo conocido tendría sentido recordar los escollos que José Martí sabía contrarios a los ideales de justicia social, y reflexionar sobre el tema, lo tiene en un grado especialmente alto cuando esos ideales pueden difuminarse o se difuminan en contextos que les son desfavorables. En ese entorno se percibe que es mayor la facilidad para condenar el igualitarismo que para detenerse a pensar en lo justo de la equidad, y defenderla.
Se requiere un estudio sociológico a fondo sobre las desigualdades en Cuba, no solo durante la colonia y la República neocolonial. Ni en el sentido económico ni en la que por efecto del diabólico racismo se llama cuestión racial, las desigualdades podían desaparecer por decreto con el triunfo revolucionario de 1959. Pero ahora parece que se disparan con los replanteamientos en los modos de propiedad, sin descontar las que pueden venir de una corrupción incompatible con un proyecto sociopolítico justiciero que ha costado grandes esfuerzos y sacrificios, incluyendo derramamiento de sangre.
Por más que la Revolución se lo propusiera, no era factible eliminar en pocos años desigualdades arraigadas históricamente, y que quizás a veces hasta pasarían inadvertidas. Las diferentes familias venían de pasados con sus propias ventajas o desventajas, y las desigualdades sociales y económicas —cuya defensa, sobre todo por quienes las disfrutan o aspiran a disfrutarlas, parece tentadora— encontraron explicaciones fuera de las prerrogativas económicas.
Una de sus validaciones, y bien vista, fueron los méritos alcanzados precisamente en el servicio al proyecto más democrático y justiciero que podía esperarse. Con el tiempo se apreciaría que las desigualdades podían legitimarse y crecer por vía familiar, con beneficios para quienes no tienen necesariamente de su lado los méritos que las avalaron en su origen.
Nuevos replanteos en cuanto a la propiedad, y otras realidades o conceptos que venían informando la sociedad cubana, servirían para diversificar y multiplicar las diferencias o —dicho de un modo ligero— para “democratizarlas”. Que prosperasen no tendría ya fundamento únicamente en historias familiares, sino también en la pujanza individual, que parece asociarse a la vocación de prosperidad, una vocación que en no pocos casos pueden haber favorecido relaciones que en sí mismas son réditos, y recursos materiales, como inmuebles útiles para negocios privados.
El propio Martí, que no necesitaba ningún estímulo material para actuar, comportarse y vivir como lo hizo —su austeridad, como todo en él, fue sincera y autoriza a considerar que escogió ser pobre, a despecho del talento con que pudo haberse labrado una fortuna—, reconoció el peso social de la aspiración a ser próspero. En el texto de 1884, “Maestros ambulantes”, donde afirmó que “Ser bueno es el único modo de ser dichoso” y “Ser culto es el único modo de ser libre”, añadió: “Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno”.
Según etapas y reclamos, circunstancias e intereses, ha habido la tendencia a no citar esa parte del texto o, por el contrario, a subrayarla. Ambas posiciones fallan por falta de base, sobre todo la que parece asociable al deseo de enriquecimiento o a su legitimación para valerse de él cuando se tenga ocasión de hacerlo. El concepto de prosperidad que Martí sustentó no apunta al enriquecimiento, y mucho menos a fortunas inmorales o adquiridas con la explotación de aquellos —recordemos la sinopsis de lectura que aparece en su Diario de Montecristi a Cabo Haitiano, citada en la segunda parte de los presentes apuntes— que capitalizan “el concepto, sincero o fingido, de la desigualdad humana”.
Por otra parte, Martí no cabía en “lo común de la naturaleza humana”. Su cita de 1884 debe leerse como representativa de la comprensión de un político revolucionario llamado a dirigir masas, quizás hasta un pueblo en el que habría que contar con diversidad de actitudes vinculadas a lo más ordinario de los seres humanos. No podía, por tanto, atenerse a idealizaciones, aunque fueran las más nobles. La realidad se encarga de evidenciar la importancia que para la vida cotidiana y para la misma legalidad tiene la satisfacción de necesidades materiales básicas, sobre todo cuando se le ha enseñado al pueblo que tiene derecho a satisfacerlas, uno de los grandes logros de la Revolución.
Además, vale asimismo tener presente que Martí no asumía la búsqueda de la justicia desconociendo las complejidades humanas, que las relaciones sociales y las tradiciones afincadas en ellas reforzaban, y refuerzan. Tampoco lo animaba el resentimiento personal de quienes se irritan por no tener las ventajas materiales que otros cosechan por distintos caminos: ya sea el más honrado o el más espurio, y la cadena de posibilidades que media entre esos extremos.
Pensando concretamente en nuestra realidad, aunque el aserto se extiende mucho más allá de ella, el pensamiento y la conducta de Martí pueden ofrecernos luz para defender la justicia social y para convivir —lo que no equivale a resignarse— con expresiones de desigualdad. El país está hoy marcado por desigualdades de las que no escapan hechos relevantes ni algunos que podrían calificarse de ordinarios o vulgares. Pero su elucidación haría todavía más extensas estas notas.
Los afanes de construir el socialismo —que no se han logrado plenamente en parte alguna del mundo— no solo son reversibles, pese a dogmas que aseguraban lo contrario. Hoy esos afanes parecen alejarse, pero no desertarán de ellos quienes entiendan de justicia social, como no abandonan el cristianismo originario quienes lo abrazan fielmente pase lo que pase con clérigos corruptos y discutibles jerarquías eclesiales.
La realidad incluye hoy, quizás como nunca antes, algo que la burguesía ha fomentado astutamente como la clase para sí que ella es, pero contando con errores y desviaciones de sus adversarios: los llamados pobres de derecha. Son un engendro en el que a veces parece hablarse como si fuera un sainete, pero el tema espera por un Esquilo moderno que lo trate como la terrible tragedia que es.
Ante males semejantes vale decir que Martí no fue un ideólogo socialista, pero —más allá de lo imaginado por manipuladores de textos suyos, como los nacidos de su lectura, profundamente crítica, y útil para hoy, de Herbert Spencer— tampoco se proyectó contra “la idea socialista”, en la que vio peligros y caminos hacia la justicia. Precisamente su actitud y su espíritu justicieros, y la base ética de sus actos y pronunciamientos, dan fundamento no solo para recordar algo dicho por Juan Marinello —“El mundo de José Martí es, en lo más profundo, el mundo del socialismo”—, sino para sostener que el socialismo cubano, cuando seamos capaces de construirlo, será profundamente martiano, o tampoco socialismo será.
Algo está fuera de cualquier duda. Martí conoció la realidad no solo de Cuba, sino del mundo, señaladamente en España, en varios países de nuestra América y en los Estados Unidos, de tanta significación estos últimos para la trayectoria posterior de la política en el planeta. Y con una visión que se explica en contraste con esa realidad, sostuvo que el Partido Revolucionario Cubano, como se lee en sus Bases, que él escribió, tenía entre sus fines primordiales “fundar un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Fina García Marruz, gran estudiosa de Martí, a quien sabía leer, le comentó al conferenciante que el autor de Versos sencillos había empezado ese poemario por un punto al que la humanidad no había llegado, y hasta cabe preguntarse si hoy habrá llegado: “Yo soy un hombre sincero”.
Martí seguirá auxiliándonos para desentrañar realidades, y asumirlas de manera revolucionaria, y con sinceridad y pulso democrático, popular. En ello será vital seguir la ética y la lealtad reflexiva que sus actos y sus ideas sustentaron y son inseparables. No fue ni es cuestión de consigna lo que unió el pensamiento de Martí y los actos de la generación de su centenario en los sucesos del 26 de julio de 1953.
Recientemente un colega, vecino y amigo, Francisco López Sacha, me comentaba cuál era para él lo que podría verse como una cumbre en la oratoria de Fidel Castro, el momento de La historia me absolverá en que exclamó: “¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!” Hoy podemos parafrasear esa iluminación y preguntarnos: Cuba, ¿qué sería de ti si dejaras morir a tu Apóstol, a lo que también vale añadir: Cuba, ¿qué sería de ti si dejaras morir a tu Comandante en Jefe, el Líder que vio en Martí el guía eterno de nuestro pueblo?
Agréguese que el poder de orientación y la perpetuidad de ese guía se cimientan —lo habrán mostrado los apuntes precedentes por muy incompletos que hayan sido— en la coherencia ética y las reverberaciones de la belleza.
Coherencia ética, lealtad reflexiva, reverberaciones de la belleza. Cuba jamás dejará morir a su Apóstol, ni a su Comandante en Jefe.