Tengo una deuda con Enrique Núñez Rodríguez. Alguien pensará en la entrevista que nunca concerté, o en la ausencia de comentarios críticos sobre dos de sus creaciones televisuales, Finlay y Conflictos, diferentes entre sí, que me hicieron pensar acerca de la impronta renovada del autor en la pantalla doméstica, o en las reseñas a medio escribir de A guasa a garsín y El vecino de los bajos, libros de crónicas que mantienen actualidad y frescura.
No fuimos amigos —él le daba a la amistad una connotación especial, al colega Elson Concepción aclaró que “verdaderos amigos son pocos, los muchos son falsificados”— aunque sí compañeros de ruta, sobre la base de mi respeto y admiración, y una probada comunidad de intereses políticos e intelectuales.
Mi deuda consiste en poner en blanco y negro y a viva voz una apreciación que le transmití en los días en que recibió el Premio Nacional de Periodismo José Martí. “En cada palabra tuya, Cuba respira”, le dije y sonrió, como solo él sabía hacerlo, de manera limpia y sin el menor asomo de impostada modestia. Esa respiración, presente no solo en el periodismo, sino en cada medio donde se expresó, es la que siento al evocar al escritor a un siglo de su nacimiento.
Su vida y obra encajan en el perfil con que Fernando Ortiz definió en primera instancia la cubanidad: “condición del alma, complejo de sentimientos, ideas y actitudes”; y con mayor alcance aún, la cubanía, concepto que de acuerdo con el sabio consiste en “cubanidad plena, sentida, consciente y deseada; cubanidad responsable, cubanidad con las tres virtudes: fe, esperanza y amor”. Virtudes estas, cabe subrayar, cultivadas por Enrique Núñez Rodríguez sin escándalo ni blasón, sencillamente siendo como fue al natural, como quien lleva dentro de sí una información genética que debe ser honrada no con poses, sino con actos.
No sé si sus crónicas se estudian o son referentes en la formación curricular de los comunicadores. Leer su producción en el género nos conduce a valorar el modo en que Enrique actualizó la tradición costumbrista tan arraigada, y a veces esquinada, en la prensa cubana. Perteneció a la estirpe de Emilio Roig de Leuchsenring, Miguel Ángel de la Torre, Eladio Secades, Félix Soloni y Eduardo Robreño, por citar únicamente cuatro ejemplos, linaje que hoy se prolonga en el ejercicio de Ciro Bianchi Ross.
En Santa Clara, no muy lejos de su natal Quemado de Güines, año tras año Ricardo Riverón lidera un proyecto que apunta a la reivindicación del género, que tiene entre sus cultores de esta hora a Laidi Fernández de Juan, José Antonio Fulgueiras y Reinaldo Cedeño, en los extremos y el centro de la isla. No deja de ser curioso que esta renovada aproximación sea tomada mucho más tomada en cuenta por el gremio literario que por el periodismo, cuando en propiedad se desdibujan las fronteras entre una y otra zona, como lo demostraron Enrique y, de manera paradigmática, su “vecino de los altos” en la edición dominical de Juventud Rebelde, Gabriel García Márquez.
Cronicar es contar, ir de la anécdota a la revelación del carácter, del dato a la captación y entrega de la atmósfera.Darle una vuelta a las cosas para ponerlas al derecho o al revés, según el caso. Tan importante como lo que se cuenta resulta cómo se hace, y en ello Enrique fue un maestro.
Le entraba suave al tema, con una prosa sencilla e ingeniosa a la vez, con pleno dominio del gancho que atrapa a los lectores. No hacía alarde del conocimiento del asunto a abordar ni de los recursos estilísticos de que se valía para la comunicación eficaz. Diríase que le gustaba ir al grano, pero ese grano se hallaba sazonados muchas veces por más de una sorpresa.
En A guasa a garsin, la cuna, el terruño, la familia está en el centro de las crónicas. Evocaciones nostálgicas, ma non troppo; o sea, un tipo de nostalgia que rehúye de la idealización del pasado; más bien sus memorias, pues ese es el sesgo de estas crónicas, se dirigen a entender mejor de dónde venimos y por qué llegamos a ser lo que somos.
Al releer dicha colección volví a sentir el deseo de haber conocido en persona a los padres de Enrique, al profesor que era “casi un Petronio” en el pueblo de los “casi”, a un Conrado Marrero en vías de convertirse en uno de los grandes peloteros cubanos de todos los tiempos, al guitarrista Vicente Gelabert que pasaba por Tárrega con la misma digna ejecución que consumía largos tragos de ron. Cuántas veces en charlas con amigos nos animamos a competir a la hora de sumar apodos a ver si llegábamos a los 91 que compiló Enrique en Quemado.
Tal vez uno de los aspectos más singulares de A guasa a garsin se sitúe en las primeras experiencias habaneras del cronista, estampas que guardan relación con la novela de aprendizaje en tanto el contacto con la vida social, política y cultural de la capital, y particularmente su cercanía con los líderes comunistas, alimentó la vocación por la justicia social, confirmada en tiempos de Revolución.
El vecino de los bajos se mueve en otra cuerda. Comprometido a entregar una crónica cada semana a Juventud Rebelde, entre 1987 y 2002, casi sin interrupción, únicamente interferida por la crisis del papel de los 90, Enrique echó mano a su oficio de hacedor de estampas. Pero no se limitó a transitar por territorio seguro –no quiso quedarse atrás como un ampaya, diría en lenguaje beisbolero-, por el contrario halló nuevos e inéditos filones, continuidad de los aires y el estilo verificable en compilaciones como Yo vendí mi bicicleta y Oye como lo cogieron, y al mismo tiempo grávidas de la sensibilidad y la temperatura de aquellos años.
Al reunir estos textos en 2014, Tupac Pinilla, su nieto, a quien siempre recordamos por su optimismo, entereza, temprano rigor intelectual y don de gente, nos alertó acerca de la recurrencia de “los modos o los temas, incluso de algunas anécdotas, fetiches del autor”, y de cómo asistió al develamiento, “divertido y cómplice, de algunos de sus trucos, manías y obsesiones que apenas descubrí en la sorpresa de ensartar el collar”, es decir, el proceso editorial.
En esas páginas encuentra cabida lo humano y lo divino, lo culto y lo popular. En esto me quiero detener brevemente. Cuando sostuve que en Enrique, Cuba respiraba, intuí la clave fundamental en la personalidad del escritor: ser portador de la cultura popular y al mismo tiempo guardar fidelidad hacia esta. Trenzar en una sola voz, en espiral ascendente, las voces de antepasados y contemporáneos, no es hazaña menor. No falta la apelación a la ética ciudadana, a la convivencia social en tiempos duros. Recomiendo la relectura de la crónica “Saber escuchar”, de 1996, donde nos llamaba a poner en valor “la cultura del oído” y preguntaba: “¿Dónde están aquellos pacientes médicos que nos escuchaban los síntomas antes de recetar? ¿Dónde los empleados de peleterías que nos oían cuando le advertíamos que teníamos el empeine demasiado grueso? ¿Dónde el bodeguero que nos preste atención cuando le decíamos que solo íbamos a sacar el azúcar y los cigarros?”
Qué escribiría Enrique ahora que la telefonía móvil, sin lugar a dudas una maravilla tecnológica, ejerce una especie de hipnosis en personas que se desentienden de la comunicación de persona a persona, frente a frente. Alertaría de los peligros de la zombificación, condición que facilita la colonización cultural.
Bueno también será tenerlo presente como antídoto contra el ridículo. En una de sus crónicas memorables colocó entre las preguntas que nunca se debían hacer, aquella de qué sería uno si volviera a nacer. Cuando le comenté la agudeza de su observación, le regalé la siguiente anécdota. En un programa en vivo de la televisión, compareció Samuel Feijóo a propósito de la salida al aire de una versión de su novela Vida completa del poeta WampampiroTimbereta. La presentadora, con los dientes afuera, preguntó: ¿Cómo se siente usted ante el interés por la novela?” Samuel respondió iracundo: “¡Mal, muy mal!” Enrique río y luego me dijo: “Esas cosas de Samuel, pero no te voy a robar el cuento. Acaba de escribir una crónica, compadre”.
En eso estoy y estaré siempre. Con el cubanísimo cronista Enrique Núñez Rodríguez en la cercanía, no para imitarlo, cosa imposible, sino para que nos hale las orejas o nos haga sonreír en las malas y las buenas.