La representación, en anunciado carácter inédito e irrepetible, de un largo fragmento de “Dios te salve, comisario” por los niños artistas de la Compañía Teatral La Colmenita, con su maestro Tin Cremata al frente, puede tenerse como el momento más alto del homenaje que familiares, amigos y compañeros de ruta hicieron en la Biblioteca Nacional José Martí a los cien años de Enrique Núñez Rodríguez.
Último en intervenir entre el sexteto de relevantes “contadores” de anécdotas -se prohibió allí la formalidad encartonada que tanto hubiera disgustado a Enrique-, Carlos Alberto Cremata relató, antes de la puesta, la sintonía de su familia con el gran cubano de Quemado de Güines, la afición de su padre a montar, como aficionado y a no bajo costo laboral, obras de aquel y la manera en que, en un pasaje digno del realismo mágico, el hoy líder de los colmeneros ubicó y copió a mano, en casa de Enrique Jorrín, el texto de Dios te salve… salvado así para nuestra cultura por el muy bisoño (un tin de sí mismo) artista cuando su propio autor lo había perdido.
En fin, los muchos asistentes a la sala Armando Hart de la Biblioteca Nacional, que a inicios de la velada habían reído con la re/visión de un capítulo del programa televisivo de los años ’90 “Conflictos” -que escribía Núñez Rodríguez en pleno período especial-, volvieron a hacerlo con la estampa del comisario político enzarzado en intenso duelo dialéctico con un cura ante la aparición no esperada (¿cuándo lo es?) del amor entre sus sobrinos: ella, muchacha católica; él, joven comunista.
Humorista y académico -¡qué bueno encontrar tal confluencia!- Kike Quiñones refirió los desvelos de su tocayo por rellenar el bache, en las tablas de Cuba, del teatro vernáculo, obsesión que le acompañó toda la vida.
Kike leyó la estampa “Yo conozco a la Fornés”, escrita por Núñez Rodríguez para otro maestro: Luis Carbonell, y refirió la presencia palpable del teatro popular en las crónicas del escritor y periodista, así como el desvelo constante que mostró por el relevo de la escena humorística nacional.
La periodista Arleen Rodríguez Derivet, en su momento tesorera, más que directora, del caudal que aportaba Enrique a las páginas de Juventud Rebelde, destacó entonces –“Periodista absoluto o intelectual sin ego”, tituló sus palabras- las virtudes del colega: apego al rigor del espacio, una sencillez mayor que la de los estudiantes de práctica, trato galante, escucha de las sugerencias, pero intransigencia ante la censura.
“Iba por el mundo como un sencillo hombre de pueblo, como un aprendiz, cuando desde hacía tiempo era el maestro”, concluyó Arleen su intervención, rindiendo culto al cronista desde el nervio de la crónica.
Duanys Hernández es -como Kike Quiñones- otro buen ejemplo de esos trasvases de saberes que tanto empinan la cultura. Cronista deportivo y filólogo, hizo gala de ambas competencias al trenzar un manojo de anécdotas en torno al amor de Núñez Rodríguez por el beisbol y al manantial de relatos maravilloso que en lo verbal y en lo escrito dejó para certificarlo.
Los textos “Gandinga y Chorizo”, “Poema del estrucamiento”, los escritos sobre la pelota de manigua, los personajes únicos -como el ampalla que arbitraba con un Colt 45 al cinturón, Juan el Zurdo y decenas de otros- demuestran cuán bueno pude ser un reportero de raza en la cuartilla del terreno. Como afirma Duanys, Enrique “siempre le hizo, con sus crónicas, swing al beisbol. Nunca se ponchó, aunque con ese somatotipo debió ser un mal jugador”.
Un tanto menos divertida en el contexto, la intervención de la escritora Laidi Fernández de Juan alumbró sobre una faceta poco explorada de Núñez Rodríguez: Sube, Felipe, sube, única novela del hijo de Quemado de Güines, en la cual este retrata el ambiente retorcido de las plantas radiales antes del triunfo de la Revolución Cubana, en una exposición que muestra la multiplicidad de soportes escriturales dominados por un hombre que sabía hacer reír, hacer llorar y hacer pensar.
“Se puede -afirmó Laidi- trazar un mapa sentimental de hechos y figuras del ayer gracias a su gran talento. La memoria histórica de esta Isla le debe mucho a Enrique Núñez Rodríguez”.
Ubicado en el panel en la sensible posición del amigo íntimo, Abel Prieto Jiménez, presidente de Casa de las Américas, esparció polvo de oro en varias estampas de su querido compadre -al parecer, se guardó la más hilarante, por respeto al público joven- que sería largo recrear aquí, pero que desde sus temas y personajes: un héroe mambí, himnos de localidades, recorridos por el país, apropiaciones humorísticas de pesados complejos teóricos… denotan la vasta mirada de este intelectual de pueblo.
“Su oralidad era única y tenía mucho que ver con sus crónicas. Tenía una increíble capacidad para inventar, hacernos la vida más fácil y encontrarles sentido a las cosas. No podemos dejarlo morir. Lo necesitamos con nosotros”, dijo Abel.
De ese modo la velada, organizada por Nesy Núñez, hija de Enrique, y la profesora Isabel Cristina López, llegaba a un agradable final con la actuación de Niurka González. Ella interpretó a solas “La Bayamesa”, de Sindo Garay; mientras junto a Malva Rodríguez -el maestro Silvio estuvo en el público honrando el espacio aun en silencio-, “Bienaventuranzas 1”, de José María Vitier; y con Malva y la chelista Luna Pantoja, el tema “Te amaré”, de ya sabemos quién.
Como siempre, los aplausos dieron su dictamen, pero esta vez la magia del acto llegó un poco más lejos: resulta que Niurka es también sobrina nieta de Núñez Rodríguez. Ella contó que, al principio, en el ambiente familiar, le trataba desenfadadamente, pero en lo público, por respeto, le decía “usted”.
Eso duró hasta que, un día, Enrique le dio un aviso: desde ahora, me puedes decir “maestro” o “usted” a cualquier hora. Así fue cómo ella extendió para con él, en otros escenarios, el camino del desenfado.
Es posible suponer que, con semejante ingenio, al maestro no le costara mucho resolver el “dilema” con la sobrina Niurka. Al fin y al cabo, digo yo, él estaría acostumbrado a esos “Conflictos” agradables porque era (también) familia de todo el pueblo de Cuba.