El título que lo encabeza, y el haberlo precedido “Lectura de votaciones” —publicado horas antes de las elecciones que culminaron en la tarde del pasado 19 de abril, aniversario 62 de la victoria cubana en Girón—, sugiere que no poco de lo que podría tratarse estará ya dicho en aquel texto. Pero, aparte de lo que no esté en ese caso, algo de lo abordado allí será necesario retomar ahora, o al menos rozarlo.
Lo primera sería el peso de confirmación revolucionaria y patriótica que han tenido los procesos eleccionarios y referendos hechos en Cuba desde 1959, e incluso antes. No todos habrán sido formales en estricto sentido legal. Algunos lo desbordaron. En particular los hechos del 26 de julio de 1953 recuerdan la valoración por José Martí de los sacrificios heroicos que tuvieron fecha bautismal el 10 de octubre de 1868, luego de lo que en el Manifiesto de Montecristi (1895) él llamó “preparación gloriosa y cruenta”.
En La república española ante la revolución cubana (1873) comparó el sufragio sobre el cual se erguía aquella república manca y efímera con el modo como Cuba expresaba su radical vocación republicana y emancipadora: “La República [española] se levanta en hombros del sufragio universal, de la voluntad unánime del pueblo”, escribió, para añadir: “Y Cuba se levanta así. Su plebiscito es su martirologio. Su sufragio es su revolución. ¿Cuándo expresa más firmemente un pueblo sus deseos que cuando se alza en armas para conseguirlos?” El claro juicio no autoriza a olvidar, sin embargo, la importancia que Martí le reconocía al sufragio universal, tema para otras páginas.
En el camino insurreccional tuvo lugar la guerra de liberación nacional que triunfó el 1 de enero de 1959. Y luego se daría la Lucha contra Bandidos, al tiempo que —horas después de que el 16 de abril de 1961 el Comandante en Jefe Fidel Castro proclamase el carácter socialista de la Revolución— fuerzas del pueblo aplastaban la invasión mercenaria patrocinada por los Estados Unidos. Añádase que todo eso ocurrió sin que se interrumpiera la Campaña Nacional de Alfabetización, consumada en el mismo año.
También se vivirían, y siguen viviéndose, las votaciones protagonizadas en las urnas con una limpieza diametralmente opuesta a los fraudes electoreros de la neocolonia, maniatada por los intereses imperialistas. Esas votaciones ratificarían legalmente el apoyo popular, vía sufragio, al proyecto revolucionario, aun en medio de lo más violento del bloqueo con que los Estados Unidos siguen intentando estrangular a Cuba.
El peso, la legitimidad heroica de ese apoyo, no es un aval para el estancamiento, ni siquiera en cuanto a rostros, para lo que también se han trazado ya pautas fértiles. Es acicate consciente para acometer y llevar al mejor término posible las tareas necesarias para que el pueblo disfrute, pese a todos los obstáculos, la vida amable que merece.
En el cumplimiento de esa misión por quienes conducen los destinos del país radica la mejor o única manera cierta de corresponder con respeto y en los hechos a la confianza que —votación tras votación— la mayoría del pueblo le ha dado al gobierno revolucionario. Incluso, o sobre todo, cuando ya no está físicamente el guía cuyo legado rebasa lo histórico y continúa vivo: fue y es el líder.
El discurso del compañero Miguel Díaz-Canel el 19 de abril al tomar posesión como presidente ratificado de la República revolucionaria, incluyó una declaración que no por casualidad suscitó entusiasmo: “Debemos vencer el bloqueo sin esperar a que lo levanten”. Fue un llamamiento importante, sin la menor duda, no precisamente por ser nuevo, sino por validar un reclamo que a menudo el lenguaje político parecía soslayar en la justa condena del bloqueo.
La atinada exigencia la había sostenido voces del pueblo durante décadas y con razones sólidas: la primera de ellas consiste en que del imperio no se debe esperar ningún gesto bien intencionado. Hasta en el anuncio, aislado, de un posible levantamiento del bloqueo pudo percibirse el afán de neutralizar a Cuba, mientras el propio presidente de los Estados Unidos que hizo el anuncio orquestaba la guerra contra la Venezuela bolivariana. Nada fortuito: sin los vínculos de mutuo apoyo con ese país estaría desamparada Cuba en sus esfuerzos por sobreponerse a la pérdida de las relaciones comerciales que había tenido con la URSS y el campo socialista europeo.
Si el imperio pusiera fin al criminal bloqueo, no lo haría para que Cuba se desarrolle y construya el socialismo, sino para tragársela por la vía del comercio y la economía, y de la influencia política y cultural. Para eso cifra esperanzas en su desfachatado poderío propagandístico, y en el fomento de formas de propiedad privada con que Cuba procura lograr eficiencia económica. No olvidemos las intenciones de la agresiva potencia porque también en ello se equivoque, o nos toque lograr que esté equivocada.
Sería suicida esperar por un hipotético levantamiento del bloqueo para dar pasos que son necesarios —urgentes— si de lograr el bienestar del pueblo se trata. Y ha habido evidencias de tardanza en soluciones prácticas que no dependen del bloqueo. Para solo citar un ejemplo tan menudo y vulgar como concreto y elocuente, pensemos en la demora al cambiar el sistema de distribución del módulo de los productos que se comercializan hoy en apoyo de la insuficiente canasta normada, que se llama básica.
Alrededor de dos años o más costó que se dejara atrás —al menos en La Habana— un modo de distribución que le hizo aún más difícil y costosa la vida al pueblo, mientras este reclamaba que se cambiara. A la sombra del método repudiado muchos corruptos se hicieron de bienes materiales diversos. Hasta es posible que en algunos casos el dinero que acumularon les sirviera para abrirse camino hacia la emigración ilegal.
Uno de los mayores problemas que la nación afronta es la emigración de fuerza de trabajo calificada y a menudo joven. Con eso el país se desangra, y se beneficia política y económicamente la potencia que sigue empeñada en asfixiarnos, y a la cual de hecho sirven quienes abandonan a Cuba para buscar allá mejores condiciones materiales de vida. Para eso aprovechan la formación recibida en el país que dejan, y las ventajas con que el imperio los privilegia por encima de los migrantes de otros países.
A tal desangramiento de la nación urge ponerle freno, o al menos menguarlo: agravadas por las maniobras del mismo imperio criminal que recibe a muchos de los cubanos que salen de ella, las desventajas económicas difícilmente le permitan a Cuba crear empleos con salarios equivalentes en solvencia a los que pueden ofrecer los Estados Unidos.
Eso lo saben los gobernantes de aquella nación, que buscan su efecto en todas las esferas —deporte incluido—, y no toda nuestra ciudadanía tendrá igual voluntad de sacrificio para acompañar a su pueblo. Tal vez ni siquiera se deba esperar que la tenga, pero la emigración de jóvenes, y de no jóvenes, solo menguará en la medida en que las esperanzas de mejoramiento material tengan un adecuado nivel de realización en el país.
Esa meta no se logrará idealizando a la juventud, aunque se haga con la mejor voluntad de estimularla. Cuando el 27 de noviembre de 1891, ante compatriotas de distintos grupos etarios, José Martí exclamó: “¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!”, se refería a quienes abrazaban el nuevo proyecto emancipador. Hablaba por igual de Máximo Gómez y personas que superaban en edad al bravo dominicano, de Antonio Maceo, de sí mismo —que entonces contaba treinta y ocho años— y de jóvenes y adolescentes que se aprestaban para incorporarse a la lucha revolucionaria o ya tomaban ese camino.
Tan joven como él era el excondiscípulo a quien en 1869 reprobó por apátrida, y otros coetáneos suyos o menores que él estarían entre los cubanos que servirían a la metrópoli contra la independencia de su patria. Hoy tampoco es cuestión de ensalzar por razones de edad a un grupo de cubanos en desmedro de quienes, con los años que tengan, bregan dentro del país para que este alcance el desarrollo que necesita y merece tener.
Mucho más podría decirse del peso de realidad que ha de lograr —y se tiene la esperanza de que habrá de alcanzarlo— la misión responsable con que la dirección del país debe corresponder a esa gran mayoría del pueblo que sin vacilar le da su SÍ a la Revolución. Y esa misión estaría incompleta si no la guiara la voluntad de beneficiar a todo el pueblo. Pero téngase en cuenta que será difícil complacer a quienes ponen sus intereses por encima de los derechos de la colectividad y se excluyen del “Con todos, y para el bien de todos”, como aquellos que se autoexcluían a finales del siglo XIX.
Martí dio testimonio de esa realidad, tanto como de su profunda comprensión de ella, en el mismo discurso del 26 de noviembre de 1891 que finalizó expresando dicha aspiración. Y en ese texto no vaciló en enumerar ejemplos sobresalientes de cubanos autoexcluidos del afán liberador, del todos que él invocaba.
El asunto estará insuficientemente tratado si se ignora la derechización que hoy vive el mundo. En semejante contexto el pueblo cubano revolucionario tiene el derecho y el deber de participar activamente en el control de cuanto se haga, deba hacerse o se deje de hacer para que el país y quienes lo dirigen tengan el desempeño que les corresponde tener. Y a todos los niveles de organización social lo sano será no limitarse a expresar rechazo o negación contra todo aquello que lo merezca, sino también trabajar y promover iniciativas que coadyuven a la mejor marcha de la nación.
(Imagen de portada: La más bella, la mía. Foto: Abel Padrón/Cubadebate).
Oportuno y contundente, hermano. Imprescindible y harto sustancioso desarrollo de tu introducción anterior al tema de la significación de nuestras elecciones revolucionarias, las votaciones y el desbroce de nuestro camino correcto ante los mayores desafíos actuales. Ayudas a mover el pensamiento y la conducta desde tu ADN ideológico y político martiano. Por ahí vamos, tenemos que ir, creo yo.