Gustavo Pereira
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«La poesía, el único bien que el mercado no ha podido convertir en mercancía»

I

En carta del 10 de mayo de 1967, escrita cinco meses antes del asesinato de Ernesto Che Guevara hace ya casi 56 años, le decía Julio Cortázar a Roberto Fernández Retamar, respondiendo a una encuesta de la revista CASA publicada en el número 45 de ese mismo año: «En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el compromiso del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social». Y tras argumentar sobre su posición personal terminaba con un párrafo que incluía estas palabras: «Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de él mismo como colectividad y humanidad».

El breve párrafo representaba una imagen recurrente en la encrucijada que debe enfrentar todo ser dotado de razón sensible. Pero sobre todo los intelectuales, los poetas y los artistas de nuestro tiempo, integrantes de una humanidad que se debate entre vivir, someterse o perecer ante las pretensiones hegemónicas y agresiones demenciales de los poderes imperiales. El Che, Roberto y Julio, como todos sabemos, formaban parte de la legión de quienes escogieron vivir. Por eso siguen entre nosotros, en esta Casa y en millones de casas y millones de personas en el mundo. Porque la verdadera muerte es el olvido. Y mientras haya seres justos seguirán vivos en el presente y en el porvenir, junto a quienes como ellos, antes y después, intentaron abrir las anchas alamedas de la verdadera libertad.

El olvido puede ser hijo de la indiferencia y la indiferencia sepulturera de los recuerdos, que son la otra manera de saberse vivos. En esta Casa de las Américas se inició hace sesenta y cuatro años una contienda empecinada contra el olvido y la indiferencia, otra guerra de independencia que no esgrime otras armas que las de la razón y la sensibilidad. La razón, para desentrañar del olvido aquello que marcó nuestras vidas y las de nuestros antepasados y con ello aprender a vencer para siempre los vasallajes derivados de crímenes y latrocinios. La sensibilidad, para no ser indiferentes ante la postración y el sufrimiento de millones y millones de humillados y desposeídos.

II

De todos los vasallajes de nuestro tiempo, el cultural es quizá el más indigno. Al someter a los pueblos que consideraban inferiores, las cruzadas colonizadoras europeas no solo se apoderaron de vidas y bienes materiales, intentaron hacerlo también con las conciencias. En la dedicatoria de la primera gramática de la lengua castellana, publicada coetáneamente con el primer viaje de Colón, Antonio de Nebrija, su autor, al dedicársela a la reina Isabel, comenzaba de este modo:

Cuando bien comigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante los ojos el antigiiedad de todas las cosas, que para nuestra recordación y memoria quedaron escriptas, una cosa hállo y: saco por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio; y de tal manera lo siguió, que juntamente començaron, crecieron y florecieron, y después junta fue la caida de entrambos.

No existía por entonces, en 1492, imperio español alguno y el celebrado precursor de la lingüística castellana, conociendo o sospechando los verdaderos propósitos de la expedición, se anticipaba a los hechos.

No erraba sin embargo en su apreciación: todo dominio colonizador conlleva el de la cultura, y por supuesto el del idioma. Como destacaba Sartre en el prefacio del libro Los condenados de la tierra de Franz Fanon, no solo se trata de someter a quienes previamente se ha considerado naturales subordinados; se intenta también deshumanizarlos destruyendo sus culturas y lenguas ancestrales, sustituyéndolas por las suyas (a las que tiene por cúspides de la especie humana) para luego domesticarlos y convertirlos en satisfechos vasallos.

Sobre esto último recuerdo un ensayo de Leopoldo Zea, Dependencia y liberación en la cultura latinoamericana, publicado en México en 1974, en el cual también, en un solo párrafo, destacaba la esencia de la hegemonía y el vasallaje cultural. Se refería a la justificación del hombre occidental para imponer su predominio: poner en tela de juicio la humanidad del habitante de otras latitudes. Siempre ha sido así en toda la historia —recalcaba— pero nunca en los niveles en que la planteó la cultura llamada occidental por el hecho mismo de su expansionismo a escala planetaria. Y agregaba: «El resto de la humanidad no occidental ha sido objeto de un rebajamiento. Un rebajamiento aceptado por las víctimas del mismo. Obligados a medir el alcance y posibilidad de su humanidad en función de la idea que a partir de sí mismos tienen de la humanidad los colonizadores, los colonizados aspiran a una expresión de lo humano que ha de ser reconocida y calificada por quienes se consideran su arquetipo (…)» Y así, «el autorebajamiento a que sometemos nuestra propia obra, es y ha sido expresión del mismo colonialismo que nos subordina, lo mismo en el campo cultural como en el económico, el político y el social (…)».

El ilustre académico mexicano no hacía sino recoger lúcidamente en pocas palabras las evidencias proporcionadas por los propios colonizadores y colonizados. ¿No ha transitado la historia de los pueblos latinoamericanos esta cruenta senda, ahora en medio de la maraña que la hace más intrincada y confusa? Ya en la segunda mitad del siglo XVI, en plena conformación de las cruzadas imperialistas, Montaigne, en su defensa de los pueblos avasallados, lo había advertido en una sola frase de sus célebres Esays (título de donde proviene lo que después se consagró como denominación de ese género literario); Chacun apelle barbarie ce qui n’est pas de son usage.(«Cada quien llama barbarie lo que no es de su uso»).

III

Los hechos históricos han demostrado cuáles han sido y siguen siendo los pueblos condenados de la Tierra y quiénes los autores de la condena. Si otrora los pasados imperios se encargaron de que así fuera aplastando al nacer todo intento de liberación, con los años, si bien los condenados lograron tras largas y cruentas luchas zafarse de aquellas coyundas, no pudieron lograr librarse de las nuevas, consecuencia de las condiciones en que quedaron sus naciones tras siglos de depredación.

Los planes y pautas de la dominación no se han detenido. Las invasiones, los bloqueos, las sanciones, los robos, el racismo, la desculturación y el cinismo retórico que los justifica —y este último a escala colosalmente impúdica— se consumaron bajo viejas y nuevas modalidades. Y ahora también entre la niebla espectral y el delirio subliminal de un arma certera e invisible, acaso la más sutilmente perversa: la propaganda falaz, y unos instrumentos supuestamente democráticos: los mass media.

En su obra La conquista continúa: 500 años de genocidio imperial, publicada en 1992, Noam Chomsky se refería -y lo hacía también como ciudadano estadounidense- a la posibilidad de que hubiera más que una mera coincidencia en la correlación de independencia y desarrollo. Refiriéndose a las naciones que en Europa occidental estuvieron alguna vez colonizadas, reparaba en que no era casual que hubiesen seguido un camino parecido al del llamado Tercer Mundo. Y agregaba: Un destacado ejemplo es el de Irlanda, conquistada por la violencia, y a continuación cerrada al desarrollo por las doctrinas del «libre comercio» aplicadas selectivamente para asegurar la subordinación del Sur —lo que se conoce como «ajuste estructural», «neoliberalismo» y «nuestros nobles ideales», de los cuales, sin duda, nosotros estamos exentos.

IV

La historia y la literatura viven unidas por un cordón nutriente llamado realidad. En ocasiones, para sustraerse de los demonios que en veces fustigan el muy humano sistema sensorial, ambas incursionan en los jardines de la imaginación, aunque en distintos planos, métodos y lenguajes.

Terminan siempre revelándonos la misma realidad, porque se conectan allí donde la presencia de esta protagoniza los cauces que la crearon y mantienen. Ambas beben de las mismas aguas y se nutren en los intrincados flujos y recorridos del persistente río. La literatura en las oquedades y laberintos de los fondos, la historia en la corriente, cabe decir, en la acción de las aguas. La poesía, que se alimenta sobre todo en las sensibilidades, representa el ayuntamiento indescifrable de las dos.

Constantino Cavafi, cuyo recato le llevó a publicar en vida apenas unos pocos poemas, se definía a sí mismo como poeta historiador. Era, desde luego, una metáfora del póstumamente celebrado creador heleno nacido en Alejandría. Como la suya, tal vez toda condición de poeta presupone abrevar en las múltiples manifestaciones y misteriosos laberintos de la condición humana, incluyendo su historia. De allí que teóricamente no exista poeta o poetisa a quien no afecte la realidad a la que pertenece, aunque crea sustraerse de la misma mediante la evasión.

En tiempos de hondas crisis sociales –que suelen ser también crisis morales- la poesía sigue siendo el único bien que el mercado no ha podido convertir en mercancía, aunque existan poetas que lo intentan vendiendo el alma. Pero no al desconcertado Satanás, sino a los verdaderos poderes terrestres, expertos en alimentar la vanidad. En un apéndice de su libro Función de la crítica, función de la poesía, Eliot nos daba el argumento que justificaba esto último: Nuestros actos y gustos poéticos, decía, no pueden ser aislados de nuestros intereses y pasiones, los condicionan y vienen condicionados por ellos.

Desde sus primeros atisbos la poesía emergió para intentar sublimar los otros reinos y pasadizos secretos de la realidad, pero también para enseñar a la sensibilidad a sublevarse ante la sordidez, la deshumanización y la injusticia. Y aunque jamás tuvo ni tiene entre sus propósitos arreglar lo desarreglado del mundo ni de nadie, ella aspirará siempre, a diferencia del soliloquio narcisista o del pragmatismo impúdico, a vivir en otros para hacer más humana la condición humana.

Esto no solo significa ver más allá de lo evidente, sino reconciliar lo humano con los fueros de su espíritu, con su conciencia sensitiva. Significa sumergirse en la vida para expresarla del único modo en que puede hacerlo la poesía: transgrediendo e iluminando la realidad para develar los abismos desconocidos o los amorosos albores de otra vida.

Una visión análoga de la historia y de la humanidad une a quienes han escogido su camino en territorio minado y anhelan un mundo diferente al impío en que lo han convertido la ambición, la violencia y la estupidez. No importa que cada quien escoja su propio itinerario para llegar a él, con tal de que avancemos. Si unos y otros conocen la esencia de los perversos y omnímodos poderes que hoy azotan a la humanidad, unos y otros pueden hallar el sendero común que en la sagrada diversidad dé sentido verdadero a la existencia.

Vengo de un país bloqueado -como Cuba desde hace más de sesenta años o como Nicaragua después- por los poderes supremacistas que pretenden re-subordinar a nuestros pueblos bajo la despiadada férula de los cercos y las privaciones. Olvidan que las patrias de Bolívar, de Martí, de Sandino y de tantos otros héroes conocidos y anónimos, insubordinadas desde siempre contra toda iniquidad, nunca se han rendido ni van a rendirse ante ningún imperio ni poder despreciable. Hoy mismo las aguas del Mediterráneo se llenan de cadáveres de africanos que huyen de los espantos sembrados en sus patrias por aquellos que hoy los dejan morir. Hoy mismo las aldeas y pueblos palestinos padecen un nuevo formato del nazismo racista, utilizado ignominiosamente no por aquellos que padecieron el horror, sino por los que en su nombre parecen haber olvidado la historia.

Hoy mismo todos vivimos en los filos del implacable alfanje de esos poderes que en Ucrania intentan su más redituable negocio para cobrar en oro el precio de la guerra contra el nuevo enemigo que inventaron, porque los cadáveres los siguen poniendo otros.

¿Se puede, pues, ser indiferente ante esta realidad cuando se tiene o se ha tenido el privilegio de poder acceder y develar sus verdaderas tramas y sus farsas?

V

El pasado 5 de marzo, se cumplieron diez años del fallecimiento del presidente Hugo Chávez, del mismo modo que el próximo 25 de noviembre se cumplirán siete del de Fidel Castro. El primero partió apenas tres días antes de la apertura del Festival Internacional del Libro de Venezuela en Caracas en cuyo acto debía yo pronunciar la disertación acostumbrada en anteriores eventos. Ante la triste y repentina circunstancia hube de improvisar mis palabras, al final de las cuales leí este poema que por afortunada casualidad se hallaba entre los libros y papeles que llevaba. Con él deseo expresar ahora mi gratitud no solo hacia quienes aludo en los versos, algo que hice al escribirlos, sino a los queridos amigos y compañeros que me han conferido el honor de estar aquí y compartir estos momentos fraternales.

Por los nuestros 

Por aquellos que amaron o fueron amados sin medida
Por aquellos que escribieron cartas de amor sin esperanza
Por quienes rehicieron con ceniza cuanto les fue desarraigado o prohibido
Por los que no renegaron de sí mismos en la desolación de sus tormentas
Por quienes se negaron a pactar con la astucia
Por aquellos que optaron por un pedazo de pan duro entre el coraje y la vergüenza
Por aquellos que en el desconcierto se precipitaron en la alucinación de la audacia
y convocaron el fanal compartido
Por los que no supieron de treta despreciable
Por los que atravesaron sin herirse zarpazos y mordeduras
Por los que hechos polvo aún guardan en el pecho
pobres poderes para franquear la inclemencia
Por quienes resistieron sin quejarse ni pedir nada a cambio
Por quienes aunque solo recibieron afrentas y desprecio hallaron en los otros
motivos para persistir
Por aquellos que nos dejaron la llave de los primeros paraísos
y descifraron por nosotros los jeroglíficos de lo inescrutable
Por todos los que lucharon y nos enseñaron a luchar
Por quienes entregaron huesos y sueños como disculpándose
Por los que no ambicionaron más gloria que su pobre intemperie sin amparo
Por aquellos que se abismaron ante la maravilla
y se reconocieron en sus llamas
digo estos versos.

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Redacción Cubaperiodistas
Sitio de la Unión de Periodistas de Cuba

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