En tiempos de guerra de cuarta generación, la desinformación para dominar las mentes se ha convertido en arma poderosa.
Un político como Luiz Inacio Lula da Silva ha vivido esa realidad en carne propia. La decena de causas judiciales levantadas sobre falsedades que después fueron sobreseídas por falta de pruebas le valieron, sin embargo, dos condenas; le impidieron concurrir a los comicios del año 2018 y todavía, luego de ser reivindicado por la justicia y reelecto, sirven al ahora opositor Jair Bolsonaro para arengar a sus seguidores contra el actual mandatario.
Fueron esas mismas mentiras vertidas contra Lula y, en general, contra el Partido de los Trabajadores y la izquierda, las que arengaron a los cientos de fans de Bolsonaro que asaltaron las sedes de los tres poderes en Brasilia, enero, recién llegado el líder del PT a la presidencia. Para ello también volvió a usarse el lenguaje violento que constituye la única forma de expresión del exmandatario, y una falsedad tan grande como Brasil que Bolsonaro propagó durante meses: la supuesta ineficacia del sistema electoral y, por tanto, la tesis del fraude.
Un día después de los acontecimientos, el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil ordenó a la red Telegram bloquear a los usuarios y grupos que estuvieron involucrados en la organización de ataques antidemocráticos en la capital, bajo pena de una multa diaria de 100 mil reales.
Al evaluar lo ocurrido, Lula estimó que los sucesos del 8 de enero fueron «la culminación de una campaña, iniciada mucho antes, que utilizó la mentira y la desinformación como munición» para atacar «la democracia y la credibilidad de las instituciones brasileñas».
Una campaña, detalló, «concebida, organizada y difundida a través de diferentes plataformas digitales y aplicaciones de mensajería (…)».
El peligro de que los hechos se repitan sigue latente.
Por eso no sorprende que, al enumerar lo realizado y lo por hacer en la alocución por sus primeros cien días en el Gobierno, el exdirigente obrero reiterara que uno de los propósitos de su agenda será seguir combatiendo la desinformación en medios analógicos y digitales, y contribuir al debate, en marcha hacia el Congreso, de una ley que regule el uso de las redes digitales.
Aunque de extracción humildísima, él es un hombre que sabe del peso y la importancia de las palabras, como debe haber aprendido durante sus años como dirigente sindical cuando, seguro, se convirtió en el magnífico orador que es hoy.
Antes de que las redes tuvieran el impacto en las sociedades que hoy poseen, el ya entonces Jefe de Estado había entendido la necesidad de comunicarse con la población de forma diáfana, cotidiana y directa, para que de primera mano le llegaran las verdades.
Como ya lo hacía Hugo Chávez en Venezuela con su Aló Presidente, Lula inauguró un espacio radial: Café con el Presidente, que salió al aire semanalmente entre 2003 y 2010, el lapso que duraron sus primeros dos mandatos.
Después también lo haría Rafael Correa en Ecuador con el programa radio-televisivo Enlace Ciudadano.
No se sabe si Lula, ahora, lo volvería a intentar. Pero lo que sí constituye una certeza es que, al tiempo que se propone extender el uso de Internet de alta velocidad en las escuelas e instituciones sociales, es propósito de su ejecutivo regular los contenidos falsos en plataformas digitales «que vayan contra el estado de derecho».
Comúnmente, la prensa brasileña se ha referido al proyecto como una ley contra las fake news. Pero sus hacedores la ven como una legislación que defenderá la democracia y apelará a la responsabilidad. Concretamente, el ministro de Comunicación, Paulo Pimienta, relaciona la legislación con la transparencia y el debido proceso en la generación de contenidos.
Durante una entrevista el mes pasado, Pimenta explicó la trascendencia del texto que pretende convertirse en ley. «En Brasil hay una industria poderosa de fake news. Gobiernos de extrema derecha como Bolsonaro y Trump tiene en la comunicación un aspecto estratégico de la disputa ideológica: la producción masiva de fake news para afectar la imagen de figuras progresistas y también fomentar la desinformación sobre las iniciativas de gobierno».
En efecto, se ha denunciado que en sus tiempos todavía cercanos en la presidencia, Bolsonaro abrió espacio, en el propio Palacio de Planalto, a un equipo comandado por su hijo Carlos para urdir las mentiras y tergiversaciones que diseminarían la falsedad y la violencia enaltecidos cada día, en cada declaración o discurso, por el mandatario. Para ello se valdrían de una estructura de inteligencia que vigilaría los pasos de quienes tuviesen en la mirilla. Le llamaban «la oficina del odio».
Por ese trabajo sucio, distorsionador de la realidad y propulsor de su verborrea, Bolsonaro tiene causas abiertas ante el sistema judicial.
Pimienta manifiesta que pensar una política que pueda hacer frente a esas acciones «es difícil y enorme». No obstante, el intento ya está ahí, buscando «abrir caminos con los grandes medios».
Hay algunos que apoyan la idea de una regulación de plataformas; no hay unanimidad y va a depender de cómo se vaya a implementar, pero ya no es un tabú, añadió.
Habrá que ver, sin embargo, las peripecias que supondrá el debate en el legislativo, y si la derecha no torpedea el objetivo camuflada, como siempre hace, en la defensa de lo que ha dado en llamarse libertad de expresión, y disfrazando el propósito gubernamental como intento de «censura».
Regular, en general, la labor (des)informativa no constituye algo nuevo. Al menos, no en relación con los grandes medios.
Correa lo hizo en Ecuador cuando la Asamblea Nacional aprobó, en el año 2013, la Ley Orgánica de Comunicación, que entre otros acápites, señalaba en su Artículo 67 postulados que bien pueden aplicarse en cualquier parte hoy: «Se prohíbe la difusión a través de los medios de comunicación de todo mensaje que constituya incitación directa o estímulo expreso al uso ilegítimo de la violencia, a la comisión de cualquier acto ilegal, la trata de personas, la explotación, el abuso sexual, apología de la guerra y del odio nacional, racial o religioso y de cualquier otra naturaleza».
También Argentina, donde hoy con más fuerza se aplica el lawfare —con su importante base de desinformación— para lapidar la vida política de Cristina Fernández, aprobó una legislación que garantizara el correcto uso de los medios: la Ley de servicios de comunicación audiovisual, aprobada en 2009.
Veremos cómo va la discusión del proyecto en Brasil. En cualquier caso, está claro que es preciso detener la industria del odio y de las fake news. No puede seguirse envenenando las mentes y las voluntades de la ciudadanía.
Foto de portada: Atalayar