En noviembre de 1922, días después de la Marcha de Roma que llevó a Mussolini al poder, se fundó el Partido Fascista Mexicano, grupo opuesto a leyes agrarias de la Revolución Mexicana y con pretensión de interpelar a clases medias. Sus militantes eran holgazanes decadentes y fifíes nostálgicos del porfirismo, según describió Carleton Beals (¡seguramente con ánimos de polarizar!). Ese partido desapareció pronto por irrelevante, pero su pulsión no, menos aún en una década marcada por la guerra cristera. La impronta antiagrarista y religiosa que enarbolaron supo enquistarse en otras expresiones del espectro de las derechas. En la década de 1930, en reacción al cardenismo, este rastro se manifestó en grupos como Acción Revolucionaria Mexicanista, los camisas doradas (como los camisas pardas, de Hitler) que en México reprodujeron las tesis esenciales del nazismo: el anticomunismo y el racismo.
Europa vivía sus vaivenes. El primer fascismo italiano fue clasista, pero no se volvió racista, sino hasta ya estallada la Segunda Guerra Mundial. Hitler, en cambio, manifestó siempre como base de su ideario el odio racial. La derrota del Eje en 1945 parecía que daría fin a estas ideologías, pero no. El franquismo en España fue el fascismo que sobrevivió a la guerra, y parte de ello se debió a una estrategia de deslinde. Como dice Carlos Sola, Franco hizo frente a un panorama internacional en 1945 que con razón le reprochaba su comunión con Mussolini y Hitler, y su forma de distanciarse de sus ex aliados fue exacerbar el catolicismo, para distinguirse de las doctrinas paganas del nazismo.
En México eso no sólo tuvo resonancia en las derechas, sino que jugó un peso fundante en el Partido Acción Nacional, en cuyo seno convivieron siempre tanto democristianos como adláteres del fascismo y el nazismo, como el propio Gómez Morín, cuya simpatía nazi en la revista La Reacción (?) documentó Rafael Barajas. Al igual que en España, en México la impronta fascista sobrevivió en nichos ideológicos cercanos al catolicismo exacerbado y al anticomunismo, donde halló alguna identificación. Y eso es lo que preocupa, porque si bien es deshonesto acusar que toda derecha mexicana es profascista, la pregunta obligada es por qué los que sí son fascistas o pronazis se suman a parte de ese espectro. Esa pregunta hoy deben hacerse las organizaciones donde se aparezca el rostro marginal pero fluctuante del neonazismo o posfascismo.
Ejemplos concretos. El mexicano Salvador Borrego fue un pionero autor filonazi en español y sus libelos aún se encuentran en estanquillos. ¿Es un escritor marginal? Que responda el PAN mexiquense, que a través de Víctor Guerrero lo invitaba desde 1964 a dar charlas antijuaristas en su partido, que en pleno siglo XXI tiene militantes pronazis, como el dirigente Óscar Sánchez, o jóvenes de Jalisco que buscaban en 2014 formar un grupo pronazi.
Otro caso. El Frente Nacional por la Familia, formado en 2016, tiene como identidad oponerse a las familias homoparentales y el aborto. En la marcha que organizaron en septiembre de ese año en la Ciudad de México, uno de sus contingentes era un grupúsculo con símbolos nazis que al grito de ¡sieg heil! y ¡viva la familia natural! acosaban a un grupo LGBTT en el Metro.
Con el racismo de Hitler bien documentado desde siempre, cuesta creer que en 1933 haya tenido simpatizantes en un país mestizo como México. Que los siga habiendo en 2016 –o en 2023, organizando conciertos de rock neurótico– es surreal. Más que reflexionar sobre las estrambóticas contradicciones con que esos grupos justifiquen ser no arios y nazis, surge la pregunta: ¿cuál es el denominador común del fascismo, nazismo, posfascismo y neonazismo? Más allá de la estética militarista o la inclinación por un modelo dictatorial, pareciera que todos se sustentan en una visión jerárquica de la sociedad, donde una élite, por razones no escogidas de raza, género u origen de clase, debe tener preeminencia sobre otros, inferiores, que merecen dominio, exclusión o eliminación. Los naturalmente superiores deben mandar y los inferiores deben acatan. ¿Ah sí?
Veamos a la jerarquía nazi: Hitler, con enfermedades de predisposición genética; Goebbels, cojeaba por la polio infantil; Göring, hombre contrahecho y adicto a la morfina. ¿Es esa galería de reprimidos la raza superior? No: son una horda que instituyó la violencia en pos de una pureza que nadie puede tener. La contradicción sigue: cualquier mirada a líderes de extrema derecha contemporánea lo ratifica: Trump, el más estadunidense de los estadunidenses, tiene raíz alemana; el capitán antinmigrante en la República Checa es el japonés Tomio Okamura; Lutz Bachmann, líder del movimiento xenófobo Pegida en Alemania, ha estado preso por tráfico de drogas (¡Hitler no estaría orgulloso!), mientras a sus mojigangas racistas en Dresden frecuentan alemanes de origen turco.
El fascismo-nazismo de ayer y hoy, más que ideología, semeja un autoengaño destructivo, cuyos partidarios parecen proyectar en otros –los inferiores– sus propias inseguridades. ¿De qué otro modo podría entenderse que mexicanos, contra toda evidencia, hoy se identifiquen con esa postura, si ellos serían víctimas del odio racista en Europa?
¿Cómo combatir este problema? Sigamos la pista de Wright Mills, quien recomendaba exhibirlos. Ahí resalta lo siguiente. Los nazis alemanes odiaban a los judíos. Los neonazis estadunidenses odian a los negros. Los neonazis europeos odian a los islámicos. ¿A quién odian los neonazis mexicanos? Más bien todos los neonazis parecen odiar lo mismo: a los espejos.
(Tomado de La Jornada)