El pasado 28 de enero se cumplieron 170 años del natalicio de José Martí. En abril venidero una martiana de raíz, Fina García Marruz, cumpliría cien años. La Tizza comparte este texto, tomado de El amor como energía revolucionaria en José Martí, libro publicado por el Centro de Estudios Martianos (La Habana, 2004).
Salvo una poca ralea, caída de la colonia
como el pus de una llaga […]
Cuba es un pueblo que ama y cree,
y goza en amar y en creer.[1]
José Martí
Loprimero que habría que recordar para explicarse ese reiterado rechazo al odio que atraviesa toda la prédica revolucionaria martiana es la temprana identificación que hace, en los años formadores de la infancia y adolescencia, entre la colonia y el odio: «¿Qué vi yo en los albores de mi vida?», se pregunta en uno de sus apuntes. Y se contesta: ―«El boca abajo, en el campo».[2]
¿Quién que ha visto azotar a un negro no se considera para siempre su deudor? Yo lo vi, lo vi cuando era niño, y todavía no se me ha apagado en las mejillas la vergüenza.[3]
El indignante castigo hecho al esclavo no lo «avergüenza» más, que el rebajamiento que el azotador ha hecho a la condición misma del hombre, que comparte con la víctima y con el que lo «ha visto». Solo ello puede explicar el término terriblemente íntimo («vergüenza»), empleado para calificar una acción cometida por otro. Es así que, desde un principio, comprobamos que se siente esencialmente un «deudor» que ve a cada hombre — como dijera en elogio ajeno — «como una porción de sí mismo, de cuya vileza era responsable, en tanto que no hubiese trabajado ardientemente para remediarla».[4] Su reacción no es simple, o simplemente defensiva:
abarca la identificación total, en primer término, con la víctima, el compromiso de remediar la situación de injusticia, con todo el ardor de que se siente capaz, pero también la «vergüenza» ante una merma hecha en el territorio del ser todo del hombre y que, por tanto, lo atañe tanto como a su víctima o al victimario.
«Cuanto rebaje a un hombre me rebaja, y un hombre bajo que viniese detrás de mí, me pesaría como mi propia bajeza».[5] Cada hombre es así para él como un todo en pequeño, donde tienen, como en una república, su representación todos los otros, parte de un conjunto unitario; esto es lo que explica su sentimiento de vergüenza por lo que ha dañado no a un hombre si no a el hombre.
Del mismo modo, cuando a sus nueve años presencia el desembarco de un barco negrero, a una madre dando alaridos con su crío desnudo, y a un esclavo muerto colgado de un seibo del monte, al pie del muerto jura — ¡el caballero niño! — «Lavar con su vida el crimen».[6]
En los dos casos, la peculiar intensidad que cobra el verbo ver («Un niño lo vio: tembló / De pasión por los que gimen»), no permite limitar el dato sensorial a una operación pasiva, sino más bien identificarlo con el ardiente despertar de la conciencia. Es el sentido que cobra en los Versos sencillos esa tríada dominante del «Yo he visto», «Yo sé», «Yo soy». Es lo que explica que a los diputados españoles no diga «¡Tomad conciencia de esto!», sino que pinte las escenas del presidio político, acompañándolas del reiterado «Mirad, mirad»,[7] imperativo más que súplica, o que diga del castigo brutal hecho a un esclavo: «yo lo vi, lo vi […]», como quien dice, lo vi, y no podré jamás olvidarlo.
No se trata, entonces, de una conciencia inmanente, que se agote con el conocimiento de su contenido, sino de una intensidad que se vuelca hacia fuera, como las nubes acumuladas que presagian el desencadenamiento de la tormenta. Se trata de una vivencia amorosa en que — a manera del arte, del que tiene las mismas leyes — un contenido no puede menos que volcarse en una forma, que trocarse en acto creador, por ley de su naturaleza, en fusión indiscernible de los dos; acto, por irreprimido, irreprimible. Es así que si lo que «ha visto» ha sido originado por un mecanismo de opresión que arrastra, en doble encarcelamiento, al odio entre el victimario y la víctima, lo que le ha permitido «verlo» es solo el amor participante, por el que el alma, esencialmente «activa», escapa de ese engranaje al partir de su propia raíz — y este es punto que, ya desde su época de estudiante, le motiva una reflexión que lo aparta de Balmes, que definía al alma como «substancia» o mero receptáculo pasivo de los accidentes.[8]
¿Qué más ve, o siente ver, en estos primeros años? A voluntarios enardecidos de odio, disparando contra el público prácticamente inerme del Teatro Villanueva, por dar «Vivas» a «¡Cuba libre!», a estudiantes sorteados y fusilados por el inexistente crimen de haber arañado el féretro de un español integrista. De un lado, las figuras amorosas de su madre, sus hermanas, del colegio cubano de Mendive, donde oye hablar con emoción de Céspedes, y de cómo no creyó que podría liberar a Cuba sin liberarse primero de sus propios intereses y dar libertad a sus esclavos — siempre el amor vinculado a «lo libre» del otro — ; las dantescas escenas del presidio político en donde los mismos flageladores «dependen» del que los obliga a flagelar, presos en su propio odio, horizonte cerrado y como tal, condenado a la desesperanza y a la muerte.
Lo que nos interesa subrayar en estos hechos sobradamente conocidos, es el sentimiento, que en él enseguida se vuelve reflexión, sobre la naturaleza del odio, su carácter esencialmente regresivo, debilitador. Si el odio era una «fuerza», en apariencia más poderosa, gravitante, centrípeta, el amor de naturaleza más libre y fluida, era una energía liberadora.
Pues, aunque Martí habla a veces de la «fuerza» del amor, lo refiere, como es usual en él, a su raíz etimológica de «virtud», y no en su otro sentido de poder de orden externo. Más bien, diríamos que, en ese sentido, el amor es lo contrario de la fuerza. No ejerce presión, no reprime. Apela a lo libre, al acatamiento libre del otro, y no podría ser de otro modo, ya que es de esta libertad de la que puede dimanar su virtud dinámica mayor. Si puede vencer la obra del odio es por esta distinta energía expansiva, crecedora, que lo proyecta siempre hacia lo futuro, capaz de romper la inercia de la materia y aún de vencer la misma muerte.
Lo dejó dicho y aún reiterado, en sus versos: la vida seguiría creciendo «bajo la yerba».[9] Desde «Amor con amor se paga»[10] hasta su vallejiano apunte «Asunto»,[11] en que trata este tema del amor resucitante, de un hombre vuelto a la vida por el amor de su pueblo. Y si pudiera parecer esto puro sentir de poeta, no de revolucionario, recordemos que el principal argumento que opone al de los integristas es que «Los pueblos no se unen sino con lazos de fraternidad y de amor».[12]
Su potencia de creación, que explica el arte («Solo el amor, engendra melodías»),[13] promete perdurabilidad a todo lo que hace el hombre. Sin esta raíz de amor, no ve obra segura. Por el contrario, el odio hace decrecer visiblemente todo.
Así hablará de: «el odio enano, del cubano contra el español»,[14] o «el que envilece a los demás, se envilece a sí mismo».[15] Son incontables las citas que podrían hacerse en que aparece clara la condición de «apertura», de futuridad, que concede siempre al amor («El cariño es la llave del mundo […]») y de «cerrazón»,[16] de estancamiento, con el que ve al segundo, «y el odio es su estercolero».[17]
Pero haríamos mal confundir sentencias como estas con frases de elevado sentido moral, pero sin contenido político alguno, con juicios del linaje de las «máximas» de moralistas franceses a lo La Rochefoucauld, especie de consejos de buen padre de familia, y no verlas como algo que en él cobra toda la fuerza de uno de esos «hechos del espíritu» — y subraya — : «Sí: hechos […]»[18] — de los que creyó que debieran, en verdad, ser estudiados por la ciencia antropológica.
Tenemos, pues, que partir de la naturaleza, no meramente objetiva, no meramente subjetiva, de estos «hechos» en que lo interno y lo externo se asemejan para dar de sí el conocimiento, ya no parcial, de las leyes comunes que los fundan. De estas tempranas y decisivas experiencias, que fueron originando estas ideas, sacamos dos premisas: la de un fondo de esencial bondad que permite afirmar la identidad del hombre («[…] los hombres, buenos en esencia […]»);[19] fondo que ha sentido primero en sí mismo, en los mejores que lo rodean, que le permite hacer suya la causa de «los que gimen» y «lavar […] el crimen» de los otros, y el de una fuerza, ya no amorosa, sino destructora que, pese a lo aparencial de las circunstancias (poder colonial abusivo y prepotente), es, en realidad, más débil y de carácter accidental («La maldad es un accidente […] la bondad humana es esencial»).[20]
Este es un punto importante, ya que determinará el carácter de su prédica revolucionaria y le dará esa confianza en un nexo entre las leyes de la naturaleza y las de la moral, en que, como dijo tantas veces, «la que deba ser será»,[21] que se refleja en todo su ideario tanto el social y político como en el económico, como cuando afirma: «Por el universo todo debiera ser una la moneda. Será una».[22] Es decir, que no parece tratarse de una benevolencia personal que lo incline a suponer bondad en todos los hombres, sino en uno de esos juicios suyos en que la intensidad de una vivencia inicial propia le permite entrever, por razón de su mismo desinterés, una ley de carácter ya general: «Ni es capaz de indignidad definitiva el alma del hombre».[23] «Perdónese aun cuando ahogue la indignación. Insístase en hacer virtuoso al indiferente, y útil al tibio […]».[24]
Labor de veras ardua de no partir de la convicción de que el hombre, aún «el más venal y bajo»,[25] es capaz de redimirse de su propia villanía, y el más cauteloso decidirse a actuar en el sentido del bien si la sacudida «es tan viva que llegue al fondo del corazón».[26] De esto se trata. Esta es la clave de su carisma político.
El que no toque ese fondo, poco podrá explicarse la virtud que tuvo su palabra para arrebatar a los hombres de origen y condición más diversas. Cuando dice: «¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada!»,[27] no está ciertamente proponiendo un programa teórico. Cree que el político americano tiene que mover «razón y corazón»[28] a un tiempo, si quiere mover un ejército. Del ejército heterogéneo de Bolívar dice que estaba formado por el criollo letrado, el negro rebelde, el indio descalzo, «todos tocados en su punto de hombre».[29] Es ese «punto» unificador el que le importa. Fue con este espíritu con el que logró convertir a los reacios, reavivar el fuego en los indiferentes o cansados, agrupar las facciones hostiles de la propia comunidad cubana, y sumarse no solo a políticos de diversa ideología, sino aún a enemigos personales a sueldo de España conjurados para eliminarlo.
Esta «fe en el mejoramiento humano» de que habla en su dedicatoria a Ismaelillo no es de naturaleza ingenua. Ni podía serlo; él, que tuvo tan precoz conocimiento en el presidio de la crueldad a que podían llegar los hombres. En la misma dedicatoria que expresa esta «fe», se confiesa «espantado de todo». Pero se trata justamente de una fe proyectada a «la vida futura», a lo naciente.[30] De lo que está «espantado» es de todo lo que no tiene que ver con la vida, con lo que es ni con lo que será, sino con las estructuras establecidas por el pasado y determinadas por él.
De odio y de amor, y de más odio que amor, están hechos los pueblos; solo que el amor, como sol que es, todo lo abrasa y funde; y lo que por siglos enteros van la codicia y el privilegio acumulando, de una sacudida lo echa abajo, con su séquito natural de almas oprimidas, la indignación de un alma piadosa.[31]
Se trata entonces de una energía distinta, que puede escapar al «espanto» porque no está determinada por él, sino que arranca de su propia raíz libre.
Si Martí, que dijo que el pueblo era «el verdadero jefe de las revoluciones»,[32] dice también que la indignación de un alma piadosa (que es otra cosa que el odio, ya que alma piadosa es alma llena de amor), era capaz por sí de echar abajo siglos de oprobio, es porque ve en todo verdadero conductor de pueblos, en hombres como Bolívar, aquellos seres que llamó «acumulados y sumos»,[33] por llevar en ellos el sufrimiento y el decoro de todos.
De ahí dimana su fuerza, o sea, no se trata de un aprecio a las grandes personalidades como grandes individualidades, sino de un ver en ellas una opción que en principio tenían todos los hombres, pero que solo realizaban algunos de coincidir con «aquella libertad original que cría el hombre en sí, del jugo de la tierra y de las penas que ve, y de su idea propia y de su naturaleza altiva».[34]
Son estas penas que ve el hombre sufrir a los demás, como las vio él de niño, que no resbalan sobre la superficie de los sentidos exteriores, sino que llegan al centro más vivo de su conciencia, las que alimentadas por «el jugo de la tierra» y por su propia naturaleza por independiente, altiva, las que pueden volverse una fuerza incontrastable, que las redima. Esta libertad ya está como presente en la naturaleza, pero está aún por realizar en la historia. Pero Martí siempre parte de una correspondencia entre los diversos órdenes de lo real, o sea, de que en el universo «Todo es análogo […]»,[35] llama a esta libertad original «alma de lo presente y garantía de lo futuro»,[36] es decir, ve en ella una de las fuentes principales de su confianza en el triunfo revolucionario.
Ahora bien,
Martí vive en una colonia, dentro de una estructura férrea, de clases muy marcadas, en una sociedad de militares y civiles, de ricos y pobres, de amos y esclavos, de injusticia manifiesta, y tiene el suficiente realismo político, como para saber que jamás un poder injusto abandona su mando, si una fuerza mayor no lo obliga a ello.
Su problema será encontrar esa energía. Sabe que no se dirige a seminaristas impresionables, sino a brutales capitanes generales. Que crea en la bondad final del hombre no lo niega a la evidencia de esta injusta estratificación. Si dice: «Enoja, oír hablar de clases»,[37] no es porque las desconozca. Si le «enoja» es porque las hay, que las halla. ¿Cómo podría desconocerlas el que perteneció a la más desvalida de ellas y el que dijo: «nada me ha hecho verter tanta sangre como las imágenes dolientes de mis padres y mi casa»?[38] ¿Cómo podría ignorarlas el cronista de los magnos movimientos obreros norteamericanos, de la vida de sus familias pobres, de sus «huelgas formidables»? «Estamos en plena lucha de capitalistas y obreros», escribe en New York. En nuestra época — atestigua — se estaba gestando el problema colosal, el enfrentamiento definitivo.[39] ¿Cómo podía ignorar la razón de esta lucha el cantor de «los pobres de la tierra»?[40]
Pero interesa precisar que, si Martí fue el cronista conmovido de los grandes desfiles populares, de las «huelgas formidables», si fue de los primeros en denunciar el monopolio, y los grandes «trusts» industriales, nunca dejará de tener en cuenta estas condiciones de forma (tiempo y modo) en que había de producirse una legítima demanda obrera. No es un parcializado, discierne entre las distintas situaciones y los distintos casos. En México, por ejemplo, aprueba la huelga de los sombrereros,[41] pero censura a la de los impresores de la Revista Universal en que, a su juicio, era la dirección de la revista la que había tenido razón en el despido, y los trabajadores los que no cumplieron.[42] En otra ocasión, expresa: «No basta ser infeliz para tener razón»,[43] y en todo momento desaprueba la violencia como método de lucha social. Su defensa no la hace desde una perspectiva de «clase». No piensa, en primer lugar, en sí propio.
Martí no defendió a los pobres porque él mismo lo fuera. Los defendió — como defendió a los negros o a los indios — porque era justo. No dice que lo enoja oír hablar de clases porque no sepa que existen. Lo dice porque lo enoja que los hombres permitan que se les divida a partir de esos rótulos, sin dejar otra diferencia, dice, una vez guardados los útiles de labor, que la natural que establece la posesión de un talento o corazón superiores. Dice que no hay clases, como dice que no hay razas;[44] no las hay porque no debiera haberlas. Defiende no a partir del círculo menor de referencia — el color, la clase — , sino a partir del círculo mayor: la dignidad plena del hombre.[45]
Aquí el orden de los factores sí altera el producto. Porque lo que trata de dejar a salvo con este planteamiento, es la raíz de desinterés que legitima la propia demanda personal, la defensa de la propia clase. Solo aquel capaz de pensar, antes que en sus propios intereses, en el bien de todos, o más bien, solo aquel capaz de ver la relación indisoluble que hay entre los dos, es el que puede partir de esa raíz de libertad en que ha de fundar su fuerza verdadera frente a las determinaciones de lo dado (clase, nación o raza), a que se pertenece más allá de la elección de nuestra voluntad. Es esta raíz de libertad, orientada hacia el futuro, perennemente crecedora, la que nos permite la definitiva opción hacia lo que escapa de estas redes que nos definen y apresan, situándonos en el bando de «los que aman y crean» frente al de los que «odian y deshacen».[46] Es ella la que, en fin, nos permitirá no solo luchar por la libertad sino desde ella.
Al cuidar el espíritu que habría de acompañar a la obra, antes que a la obra misma, no relega los objetivos de la lucha a un segundo plano, sino que hace al primero servidor de ellos y asegurador de su definitivo triunfo. Solo cuando el hombre está dispuesto a entregar, no ya sus bienes sino aún su propia vida al servicio de una causa justa, es que legitima el derecho que tiene a todo bien y la razón de la propia vida.
Es este superior desinterés el que destacará siempre en sus evocaciones de Céspedes, de Agramonte, de los héroes del ’68, de «aquellos padres de casa» […] «propietarios regalones» que tenían en la casa a su esposa y su recién nacido y se fueron «a sangrar y morir, sin agua y sin almohada, por nuestro decoro de hombres».[47] Pues estos hombres, cuyas fortunas habían sido producto de la esclavitud, tantas veces, o sea, que procedían del «interés» se mostraron capaces de ser desinteresados. De modo inverso, reprocha a los obreros de la Florida, que no explotaban a nadie, que eran explotados y habían sido víctimas del interés, la inoportunidad de plantear demandas salariales en momentos que reclamaban la fusión del alma nacional. Y esto, no ciertamente, por no reconocer lo justo, y aún urgente, de estas demandas. Pero lo que estaba en juego no era el problema — al que habría de dársele solución, a su hora y momento — , de las relaciones entre el productor y el obrero, problema ceñido a la «localidad», sino la fidelidad a esa raíz, por desinteresada y libre, amorosa y universal, en que propiamente se fundaba el ser mismo del hombre.[48]
En toda su prédica, hecha lo mismo a españoles que a cubanos, a adversarios que a simpatizantes, se dirigirá siempre a ese terreno seguro, a ese fondo común que solo era preciso despertar para que se mostrase. De ahí su apelación a la esencia — y sobre este punto habrá que detenerse — como desinterés y como fundamento de una ética revolucionaria. Todo hombre tenía dos patrias: aquella a la que pertenecía por accidente y aquella que le daba el sentirse hermano de los otros hombres.
Esta última, hundía sus raíces en el misterio mismo del ser. («Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche»).[49] Venía «de padres de Valencia y madres de Canarias», y sentía correr por las venas la sangre que hicieron verter «los Gonzalos de férrea armadura» a «los desnudos y heroicos caracas».[50] Por eso, dirá a los españoles que la «honra patria» solo podía vivir dentro de «la honra universal».[51] Y es significativo que al dirigirse a los españoles prefiera apelar al término «honra» de tan recia cepa hispánica, así como al referirse a «el honor ya dudoso y lastimado, de la América inglesa»,[52] prefiera apelar al término, de mayor raigambre sajona, de «honor». Es esa apelación a un desinterés último, más real que el interés egoísta mismo, lo que sustenta su fe de que era posible, en «una arremetida última de los corazones»,[53] que el hombre volviese por su perdida integridad.
Tenemos que concluir que
su anticolonialismo no fue un punto muerto, una mera crítica del pasado o actitud hacia el presente, que agotase su contenido al erradicar la situación de dependencia que oprimía al país, sino una permanente vigilancia que discernía los elementos que había que erradicar, dentro y fuera, con energía, de aquellos otros, si no homogéneos, enriquecedores de la corriente central de la revolución que, por poderosa y magnánima, podría asimilarlos a la construcción pacífica del país.
Su anticolonialismo fue una toma de partido hacia el futuro, que partía de una integralidad y hacia ella se dirigía. Solo así podría sacarse la colonia de la sangre.[54] Por ello, no estableció bloques, compartimentos estancos, no enfrentó a cubanos y españoles, sino precisó diferencias, ya que discernir matices es oficio de la luz, que en las tinieblas todo aparece en mazos homogéneos de sombra. Si la «colonia» era aquel espíritu de división que establecía barreras insalvables entre los hombres, solo se oponía y luchaba contra ello, aquel sumar a todos aquellos que coincidieran en su capacidad real de trabajo y en su capacidad de amar. Tan colonialista era el español que discriminaba y explotaba al criollo, como el criollo que discriminaba o explotaba al pobre o de la raza de color. Si colonialista era la casta militar extranjera entronizada en el país, colonialista era el clasismo aristocratizante de la clase acomodada criolla y su espíritu de entrega al amo «yankee o español»,[55] o el cubano que en el propio ejército sentía rechazo en obedecer a caudillos militares de procedencia campesina o sangre negra.
Pues si el amor es aquella fuerza cohesiva que va de la célula al astro, si es aquella energía primigenia que creó y mantiene vivo al mundo, salir de los predios egoístas del regionalismo estrecho, del clasismo, del racismo, salir de las trampas circulares del resentimiento y de la ira, por justificadas que estuviesen, era vencer, en lo interno y en lo externo, a las fuerzas regresivas del odio, ligarse a aquel «radical movimiento» con el que identificó el impulso incontrastable de la vida. Vio así, el amor no como desamparo, sino como suprema energía revolucionaria. Solo él podría trascender el mundo de las «reacciones fatales» y dar ese «salto hacia la libertad» de que hablara Fanon, que es el único por el que podría salirse de la condición de «colonizado» a la libre condición del hombre.
Notas:
[1] José Martí: «En el Cayo querido», Patria, Nueva York, 16 de febrero de 1894, no. 99, p. 1; OC, t. 5, p. 74.
[2] José Martí: Fragmentos, OC, t. 22, p. 250. (Las cursivas son de FGM).
[3] Ibíd., p. 189.
[4] José Martí: «Juan Carlos Gómez», La América, Nueva York, julio de 1884, OCEC, t. 19, p. 266.
[5] José Martí: «Borrador de discurso», OC, t. 4, p. 337.
[6] José Martí: «XXX», Versos sencillos, Nueva York, 1891, OCEC, t. 14, p. 335. (La cursiva es de FGM).
[7] José Martí: El presidio político en Cuba, Madrid, 1871, OCEC, t. 1, pp. 91, 92 y 93.
[8] José Martí: «Cuaderno de apuntes no. 2» [1871–1874], OC, t. 21, p. 66.
[9] José Martí: «Antes de trabajar», Versos libres, OCEC, t. 14, p. 240.
[10] José Martí: Amor con amor se paga, México, diciembre de 1875, OCEC, t. 3, pp. 215–233.
[11] José Martí: Fragmentos, OC, t. 22, p. 274.
[12] José Martí: «La República española ante la Revolución cubana», Madrid, febrero de 1873, OCEC, t. 1, p. 106.
[13] José Martí: Versos libres, ob. cit., p. 185.
[14] José Martí: «La Meschianza», Patria, Nueva York, 1o de noviembre de 1892, no. 34, p. 1; OC, t. 2, p. 170.
[15] José Martí: «La América Central» [1882] (traducción), OCEC, t. 13, p. 176.
[16] José Martí: «¡Magnífico espectáculo!», La Nación, Buenos Aires, 25 de septiembre de 1886, OCEC, t. 24, p. 128.
[17] José Martí: «En casa», Patria, Nueva York, 7 de mayo de 1892, no. 9, p. 4; OC, t. 5, p. 363.
[18] José Martí: «Cuaderno de apuntes no. 18» [1894], OC, t. 21, p. 396.
[19] José Martí: «Extranjero», El Federalista, México, 16 de diciembre de 1876, OCEC, t. 2, p. 299.
[20] José Martí: «Impulsos del corazón. Drama de Peón Contreras», Revista Universal, México 12 de octubre de 1876, OCEC, t. 3, p. 201.
[21] José Martí: Prólogo a Cuentos de hoy y de mañana, Nueva York, 1883, OCEC, t. 17, p. 314.
[22] José Martí: «La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América», La Revista Ilustrada, Nueva York, mayo de 1891, OC, t. 6, p. 161.
[23] José Martí: «El 27 de noviembre», Patria, Nueva York, 24 de noviembre de 1894, no. 138, p. 3; OC, t. 3, p. 402.
[24] José Martí: «Carta al Presidente del club 10 de Octubre», EJM, t. V, p. 97.
[25] José Martí: «El 27 de noviembre», ob. cit., p. 402.
[26] José Martí: «La Meschianza», ob. cit., p. 170.
[27] José Martí: «Nuestra América», Nuestra América. Edición crítica, ob. cit., p. 47.
[28] José Martí: «Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868», Hardman Hall, Nueva York, 10 de octubre de 1891, OC, t. 4, p. 262.
[29] José Martí: «Discurso en honor de Simón Bolívar», Nueva York, 28 de octubre de 1893, BM, p. 107.
[30] José Martí: Ismaelillo, Nueva York, 1882, OCEC, t.14, p. 17.
[31] José Martí: «El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América», Patria, Nueva York, 17 de abril de 1894, no. 108, p. 2; OC, t. 3, p. 139.
[32] José Martí: «Asuntos cubanos. Lectura en Steck Hall», Nueva York, 24 de enero de 1880, OCEC, t. 6, p. 145.
[33] José Martí: «Juan Carlos Gómez», ob. cit., p. 271.
[34] José Martí: «Con todos, y para el bien de todos», discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891, OC, t. 4, p. 275.
[35] José Martí: «Cuaderno de apuntes no. 5» [1881], OC, t. 21, p. 165; «Inundación en Francia y Alemania», Revista Universal, México, 17 de julio de 1875, OCEC, t. 3, p. 39; «Cartas de Martí. Galas del año nuevo», La Nación, Buenos Aires, 18 de marzo de 1883, OCEC, t. 17, p. 30; y «Libro nuevo. Manual del veguero venezolano», La América, Nueva York, enero de 1884, OCEC, t. 19, p. 54.
[36] José Martí: «Con todos, y para el bien de todos», ob. cit., p. 275.
[37] José Martí: «Patria», Patria, Nueva York, 11 de junio de 1892, no. 14, p. 3; OC, t. 5, p. 53.
[38] José Martí: «Carta a su hermana Amelia», 28 de febrero de 1883, OCEC, t. 17, p. 364.
[39] José Martí: «Muerte de Guiteau», La Nación, Buenos Aires, 13 de septiembre de 1882, OCEC, t.17, pp. 17–20.
[40] José Martí: «Poema III», Versos sencillos, ob. cit., OCEC, t. 14, p. 303.
[41] José Martí: «Beneficio de los sombrereros en huelga», Revista Universal, México, 10 de junio de 1875, OCEC, t. 2, pp. 66–68.
[42] José Martí: «La huelga de impresores», Revista Universal, México, 13 de julio de 1875, OCEC, t. 2, pp. 119–121.
[43] José Martí: «La revolución del trabajo», La Nación, Buenos Aires, 7 de mayo de 1886, OCEC, t. 23, p. 96.
[44] José Martí: Nuestra América. Edición crítica, ob. cit., p. 49.
[45] José Martí: «Con todos, y para el bien de todos», ob. cit., p. 270.
[46] José Martí: «Albertini y Cervantes», Patria, Nueva York, 21 de mayo de 1892, no. 11, p. 2; OC, t. 4, p. 413.
[47] José Martí: «Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868», 10 de octubre de 1891, ob. cit., pp. 260–261.
[48] José Martí: «Carta a Serafín Bello», Nueva York, 16 de noviembre de 1889, EJM, t. II, pp. 158–161.
[49] José Martí: «Dos patrias», Versos libres, ob. cit., p. 241.
[50] José Martí: «Autores americanos aborígenes», La América, Nueva York, abril de 1884, OCEC, t. 19, p. 121.
[51] José Martí: «La República española ante la Revolución cubana», ob. cit., p. 102.
[52] José Martí: «Carta a Federico Henríquez y Carvajal», Montecristi, 25 de marzo de 1895, TEC, p. 25.
[53] José Martí: «Con todos, y para el bien de todos», ob. cit., p. 279.
[54] José Martí: «Albertini y Cervantes», «En casa», «Cuatro clubs nuevos» y «Ciegos y desleales», Patria, Nueva York, 21 y 28 de mayo de 1892, 14 y 28 de enero de 1893, nos. 11, 12, 45 y 47, pp. 2, 4, 2 y 1; OC, tt. 4, 5 y 2, pp. 414, 369, 196 y 216.
[55] José Martí: «Carta a Manuel Mercado», Campamento de Dos Ríos, 18 de mayo de 1895, TEC, p. 74.
Foto de portada: Exposición colectiva Martí, el oro de la edad. Foto: Wendy Pérez Beirijo.
(Tomado de La Tiza)