“Con bastante frecuencia, casi a la misma hora, Sixto se asomaba a la reja de la ventana de la sala de mi casa. También era conocido con el nombre de Caballero. Aunque era un mendigo –algo que por mi edad no podía valorar– yo lo consideraba mi amigo.
“Un día, cerca de la una de la tarde, yo estaba en la casa junto a mi hermana Aida. Escuchamos a lo lejos, unos sonidos parecidos a los emitidos por armas de fuego. Nos asomamos a la puerta de la calle. Efectivamente, observamos a poco más de una cuadra, a hombres que se disparaban entre sí… Se debía, como se supo después, a rencillas de carácter político.
“El tiroteo había sido breve. Produjo algunos heridos. Pero, una bala perdida atravesó el corazón de Sixto. Casualmente, en esos momentos transitaba por el lugar de la balacera. Dicen los que lo vieron, que el pobre hombre se llevó las manos al pecho e increíblemente, corrió cerca de cien metros. Cayó para siempre, frente a la entrada del garaje de una casa, que aún existe. Cada vez que visito a Jaruco y paso por ese lugar, inevitablemente mi pensamiento es para Sixto.”
Estos párrafos fueron extraídos del excelente libro Cuentos que no son cuentos, de Germán Bodes Hernández, coetáneo y jaruqueño también, concretamente del titulado Mi amigo Sixto, donde narra un suceso que tengo en la memoria como el más lejano recuerdo de la violencia política imperante.
Aquel hecho relacionado con una pugna por el control de la administración local, en el marco de las elecciones de 1948, fue uno de los tantos enfrentamientos, engaños, zancadillas, sobornos y traiciones entre partidos y grupos característicos de los períodos electorales, cuando se exacerbaban las pasiones consustanciales al modelo impuesto a Cuba por Estados Unidos.
El vecino belicoso no dejaba de vigilar o promover circunstancias favorables a una nueva y definitiva ocupación militar de la Isla que borrara de la mente de los cubanos el sueño martiano de una república independiente opuesta a la expansión imperialista.
Diez años después de la muerte de Sixto, en el segundo semestre de 1958, la politiquería tradicional en Cuba tocaba a su fin. Las columnas del Ejército Rebelde, comandadas por Fidel Castro, en rápida contraofensiva, propinaban golpes demoledores a la dictadura de Fulgencio Batista en los cinco frentes guerrilleros en las provincias orientales, más otros tres en Camagüey, Las Villas y Pinar del Río, respectivamente.
Las fuerzas armadas de la República, ─asesoradas y pertrechadas por Estados Unidos durante décadas─, en creciente descomposición moral, con altos jefes sanguinarios y corruptos al servicio del tirano, se especializaron en sembrar el terror donde operaban, con masacres de familias campesinas, bombardeos e incendios de caseríos o con la tortura y el asesinato de prisioneros, mientras en las ciudades y poblados liberados los combatientes revolucionarios eran apoyados y recibidos como héroes por el pueblo.
Al vecino poderoso le angustiaba la idea de un triunfo de líder rebelde, quien solo cinco años atrás había anunciado en el juicio por los sucesos del Moncada, que si triunfaba la insurrección popular tras los asaltos, se promulgarían leyes para liquidar el latifundio y nacionalizar las empresas eléctrica y telefónica: tres viejas demandas populares que, de cumplirse, afectarían importantes intereses económicos estadounidenses en Cuba.
Y algo todavía más, el acusado convertido en acusador declaró que “la política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los pueblos democráticos del continente y los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías que oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la patria de Martí, no como hoy, persecución, hambre y traición, sino asilo generoso, hermandad y pan”.
El gobierno de Washington, entrampado entre una opinión pública doméstica y e internacional que repudiaban cada vez más los crímenes de la tiranía, no escondía su desespero en encontrar una salida “honorable” a su fiel aliado.
Para elegir al sucesor de Batista fueron convocados los comicios del 3 de noviembre de 1958, en un país sin garantías constitucionales ─elemental obligación─, la prensa censurada y, por si fuera poco, con aspirantes que por su historial y descrédito político no podían sacar a Cuba del pantano de injusticia social y podredumbre política que asfixiaba a la mayoría de la población.
Las componendas agruparon de un lado a los partidos que apoyaban al candidato Andrés Rivero Agüero, primer ministro del gobierno, y del otro, a dos remanentes de la politiquería tradicional en decadencia, cada uno por su parte, encabezados por el ex presidente Ramón Grau San Martín y Carlos Márquez Sterling. A todos los unía el entusiasmo en la puja por el poder, pero sobre todo el miedo a un triunfo de la lucha armada.
La prensa, en las tonalidades de sus negocios y mayoritariamente en sintonía estratégica con el gran paripé, publicaba los discursos y declaraciones de los aspirantes a la alta butaca. En las informaciones no faltaban consigas, promesas e, incluso, denuncias por los desmanes del gobierno, que vendían como gran noticia un robo local de cédulas lectorales sin escandalizarse por las condiciones terribles de subsistencia en los campos de Cuba, sin olvidar, eso sí, de hacer fuego mediático contra las organizaciones revolucionarias.
En un acto público de su campaña, Grau llegó a declarar al drama cubano como trágico cuya solución rápida requería de la vía civilizada de los votos. “Es por eso que hemos demandado del Gobierno que cumpliera su promesa de traer los observadores de la OEA”, dijo en clara evidencia de la perspectiva compartida de entronizar en el juego al principal instrumento del intervencionismo yanki en la región.
Márquez Sterling, por su parte, fanfarroneaba en su objetivo de derrotar al gobierno y a su candidatura, “y con ellos a todas las fuerzas de la maldad internacional, que se han apoderado de la dirección de ciertos movimientos y que pretenden trastornar toda nuestra historia”.
Pero la verdad llegaba al pueblo minuto a minuto, por Radio Rebelde y era replicada por la prensa clandestina. En esos días el Comandante en Jefe, a la par que conducía la contraofensiva, asumía personalmente la confección de los programas de la emisora, para los que escribía partes de guerra de las acciones en los distintos frentes y del armamento ocupado, así como redactaba crónicas y comentarios.
El 2 de noviembre la emisora insurgente informaba: “Puede decirse que todo el ejército rebelde está en combate. Las líneas de comunicaciones han sido desarticuladas por completo (…) las ciudades están aisladas unas de otras en la mitad de la Isla. Tres provincias están totalmente paralizadas, las más grandes en extensión y dos de las tres en población. (…) No circula un tren, un ómnibus, un camión, un automóvil. No se ve un alma en cientos de kilómetros de carretera.” También aclaraba que aquella situación no era como en La Habana, donde un gigantesco aparato de terror y control se había puesto en acción para producir en la capital las apariencias de elecciones.
Décadas después, Fidel resumió aquellos días: “Una jornada antes de que se verificara la farsa electoral del 3 de noviembre denuncié el cinismo de la dictadura y el apoyo que recibía de la embajada norteamericana en La Habana. Antepuse al propósito iluso de la tiranía de aparentar que el pueblo votaba, la amplitud e intensidad de las acciones del Ejército Rebelde a lo largo del país que contaban con el respaldo popular. Tenía la certeza de que Cuba no aceptaría jamás el resultado de una burla así.”
Ahora, en los días que corren en nuestro país, el acontecer noticioso se centra en esos espacios, abiertos en cada municipio, para propiciar una conversación, sobre temas de primer orden, entre los ciudadanos y sus candidatos a integrar el órgano supremo del poder del Estado tras las elecciones del 26 de marzo venidero. Síntesis de sus biografías se dan a conocer por la televisión nacional, y serán colocadas, como siempre, en lugares públicos y en los colegios electorales el día de los comicios.
Estos encuentros por lo general no les interesan a las grandes empresas mediáticas del mundo, porque no hay insultos, ni trapos sucios ventilados en público, ni asesinatos de aspirantes, ni mucho menos sangre como la derramada en el asalto vandálico al Capitolio de Washington el Día de Reyes de 2021, cuya repercusión todavía palpita en los medios del mundo, y fue calco de lo ocurrido en las sedes de los poderes de la democracia brasileña.
En el desarrollo histórico del Poder Popular en Cuba, desde el surgimiento de las primeras formas de participación ciudadana en la toma de decisiones, se tuvo como principio el perfeccionamiento periódico del sistema político cubano, pero siempre con un firme el rechazo y exclusión de métodos y prácticas de las desvergüenzas y del entreguismo que el propio pueblo barrió con la Revolución el primero de enero de 1959, día en que el dictador y el “presidente electo” huyeron juntos en el mismo avión.
La historia se repetiría en 1961 en Playa Girón, cuando los milicianos, soldados y policías con Fidel al frente de la batalla, derrotaron a los invasores en menos de 72 horas y dejaron esperando, en un hangar de la Florida al futuro gobierno provisional, que no huyó porque no pudo entrar, y menos reclamar la intervención directa de los EE.UU. y, para eso, nada mejor que la OEA.
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(Nota del autor: Se tuvieron en cuenta para confección de este artículo diversas fuentes, fundamentalmente La contraofensiva estratégica, de Fidel Castro Ruz, y Las elecciones de 1958. Última farsa republicana, de Jorge Ibarra Guitar.)
Foto de portada: Oscar Alfonso Sosa/ACN