Nunca lo tuve en un aula, pero reconozco en él a uno de mis maestros. No lo digo en sentido figurado, sino literal. En los días de mis prácticas periodísticas en la revista Bohemia de los años 70 del siglo pasado, Leonel López Nussa más de una vez leyó antes que nadie mis notas críticas y en los días de cierre solíamos conversar sobre lo que estaba y no estaba en el ambiente, es decir, la actualidad de la agenda artística inmediata y, más importante aún, lo que se movía detrás o delante de esta.
Juan Antonio Pola, cronista de los conciertos sinfónicos y las representaciones del arte lírico musical en esa publicación, recomendaba a los noveles periodistas: “Lean atentamente a López Nussa y fíjense en el valor de lo que escribe y en el tono de la escritura”.
Recuerdo su fina ironía, sus dudas y silencios que anticipaban una definición. Las interrogantes poseían en su discurso tanto o más valor que las afirmaciones. En atención a esto, una vez le dije: “Maestro, usted es un cartesiano de pura cepa”. Ripostó: “Descartes, sí, pero manigüero”.
Estoy seguro que los diálogos que sostuvimos entonces y después —en los 90, de cuando en vez, cruzábamos palabras en la sede de la Unión de Periodistas de Cuba—, comenzaron animados por una amistad suya que era parte de mi vecindad de origen: Samuel Feijóo. El inquieto e irrepetible poeta, editor, folclorista, pintor y fabulador residía a pocas cuadras de mi casa en Cienfuegos y Leonel era uno de los más cercanos amigos de Samuel.
Este fue precisamente quien me reveló uno de los seudónimos de Leonel, Alejo Beltrán, con el que firmó incontables críticas de cine y teatro en el diario Noticias de Hoy.
Si bien la estatura de Leonel como crítico de arte es reconocida —“sus críticas alentaron contra viento y marea, y por muchos años, un ámbito casi desértico del pensamiento en esa especialidad”, escribió su colega Pedro de Oraá— estimo que deberíamos revisar esa función respecto al cine. Tropezaríamos con más de una sorpresa ante la vigencia de sus planteamientos estéticos.
Del viejo Leonel guardo de manera particular estas dos lecciones. Una tiene que ver con la naturaleza del oficio de la crítica. Él insistía en que la mejor manera de analizar una obra concreta era a partir de comprender la relación entre el proceso creativo y su repercusión pública. “El mejor crítico es aquel que escribe sin que se note que es crítico”, me dijo más de una vez.
Lo otro es su defensa de una ética de la crítica. Para él estaba fuera de toda discusión la invectiva, el pase de cuenta y, los resentimientos, pero también la autosuficiencia y la vanidad. De alguien que hacía gala de estos defectos, expresó: “Fulano es un pavorreal”.
Volviendo a la duda como método, recuerdo un señalamiento suyo: “Algo que no entiendas, algún día lo entenderás”.