Hace unos años el funcionario encargado de reordenar esa tarea, y cuyo nombre no es necesario recordar, informó que el Estado no intervendría —quizás lo dijo de otra manera, como que “no se iba a meter”— en lo que la gente vendiera. Ante eso, no había que ser muy zahorí para prever que el “laissez faire criollo” se desbordaría. Reforzadas las tenazas del criminal bloqueo, y con una cruenta pandemia que tantas cosas trastornó, los efectos del desmadre son más visibles que nunca antes.
Siempre esos efectos fueron corrosivos, favorecidos por una incomprensible tendencia a suponer que no era el momento para enfrentarlos. ¿Cuándo llegaría ese momento ideal, cuando ya no hubiera remedio para los daños causados? Hoy el poder devastador de dichos efectos como exponentes de una corrupción en que —por muy pequeña que pudiéramos creerla— nos va la vida, se torna más palmario y alarmante.
Ponen en peligro logros fundamentales de la Revolución, y sería también imperdonable confiar a la espontaneidad y a la magia una solución que requiere conciencia, educación y —leyes mediante— medidas punitivas adecuadas. ¿Esperar para ello a que el país logre niveles de producción y solvencia harto difíciles de prever hoy, y que pueden ser inalcanzables si no se les pone freno al desorden y a la corrupción?
Siempre habrá quienes prefieran el recurso del avestruz, forma suicida de convivir con el desastre, e incluso propiciarlo, aunque sea involuntariamente. Nunca se habrá recordado excesivamente un juicio emitido por nadie menos que por el Comandante en Jefe Fidel Castro, y que no parece citarse tanto como se debería. Quizás no falten aquellos para quienes pueda ser como para el Diablo la cruz, pero la sabiduría, la honradez y la clarividencia de ese juicio son cardinales: soslayarlo podría contribuir a que se consumara la sólida advertencia hecha por un revolucionario cimero, no por un hipercrítico de salón o un postalita de redes sociales.
El 17 de noviembre de 2005, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el líder de la Revolución dijo: “Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra”. ¿Será aventurado creer que pensaba en deformaciones como las que hoy resultan más que alarmantes?
Solo podrían no verlas así personas indolentes o insensatas, que vivan en las nubes o acomodadas a lo que es gran peligro para el país, para la patria, para la Revolución. Si aplazar no es resolver, mucho menos lo será no ver la realidad, no digamos ya negarse a verla.
Hoy es posible tener un familiar ingresado en un hospital, y ver cómo se esfuerzan en su atención los verdaderos representantes directos, mayoritarios, de nuestro sistema de salud, ya sea el personal médico, el paramédico, el de servicios auxiliares y el administrativo honrado. Pero también puede ver que, para adquirir medicamentos que faltan en la institución médica, necesita acudir al mercado ilegal y pagar precios exorbitantes. Para esa persona, sobre todo si siente y padece por la Revolución, tales indicios son lacerantes.
Tales ventas ilícitas, e inmorales —que hacen pensar, con mucho agravamiento por medio, en aquello de que el Estado no se inmiscuiría en lo que la gente vendiera—, abarcan medicamentos y otros productos, como sueros. Y cuando quien los adquiere para salvar a su familiar lee los créditos de fabricación, puede apreciar que no solo se incluyen los importados por vías personales, sino algunos de producción nacional, hasta hechos en laboratorios que se localizan a no muchos kilómetros del hospital donde serán utilizados para salvar vidas, y donde debían estar.
¿Costará demasiado esfuerzo calcular hasta dónde pueden llegar los daños que por ese camino está sufriendo nuestro sistema de salud? Dicho así, alguien podría tomarlo como un renglón administrativo más, pero es uno de los pilares —fundamentales, y si el adjetivo ocasiona redundancia, bienvenida sea— que han hecho de la Revolución lo que llegó a ser y merece seguir siendo.
No basta alabar lo que representa la fuerza de trabajo que el personal de la salud despliega para hacer su labor. Urge impedir que delincuentes de cualquier tipo de cuello y catadura —todos son eso: delincuentes, contrarrevolucionarios de hecho, porque objetivamente actúan contra la Revolución— sigan poniendo al sistema de salud nacional al borde del precipicio, o más.
Si hubiera quienes calificaran estas líneas de alarmistas, el autor está dispuesto a cargar con tal acusación, convencido de que la conocida realidad que intenta describir es mucho más peligrosa que un posible exceso de alarma. Duele saber que medicamentos que, pese a los obstáculos impuestos por el bloqueo, el Estado cubano comercializa a precios relativamente bajos —incluso después de las tarifas replanteadas con el denominado reordenamiento económico—, sirven ahora, en no pequeña medida, para engrosar las ganancias de personas inescrupulosas.
Escribir el presente artículo en el advenimiento de otro 24 de febrero, propicia recordar que entre los más elevados ideales de José Martí estuvo, junto con el de fundar “un pueblo nuevo y de sincera democracia” —lo escribió en las Bases del Partido Revolucionario Cubano, desaprobando de hecho las supuestas democracias de su tiempo—, no una república cualquiera, sino una república moral.
No pregonaba una moralidad abstracta, desmedulada, desterrenalizada: buscaba para su patria un funcionamiento social regido por la más digna y cabal civilidad. Ese ideal no se debe confundir con el civilismo que tanto daño le hizo al movimiento patriótico de Cuba. Martí no fue un civilista, sino un defensor de la civilidad, de las normas de conducta y convivencia afincadas en valores éticos y en el culto a la plena dignidad del ser humano.
Para ello creó una organización política que, desde los preparativos de la guerra de liberación, sentara las bases para asegurarle a la patria la representación que necesitaba y merecía, y al Ejército Libertador la soltura de acción indispensable para el triunfo. Pero no sería una soltura al margen de los ideales de la república justiciera y moral por la que valdría la pena luchar y morir.
Por expresiva coincidencia, el 24 de febrero de 1894 pronunció Martí un discurso en honor de Fermín Valdés Domínguez, y sostuvo: “Las etapas de los pueblos no se cuentan por sus épocas de sometimiento, sino por sus instantes de rebelión”. Justo al año siguiente ocurrió, preparado y orientado por él, el instante de rebelión que daría inicio, más que a una guerra, a lo que debía ser una revolución, como él la llamó asiduamente.
Hoy el pueblo cubano sigue dirigido por un Estado y un gobierno que desde el 1 de enero de 1959 —con la guía ejercida y trazada por Fidel Castro— enfrentan peligros y deshacen entuertos contrarios a los ideales patrios de emancipación y saneamiento, en medio de la feroz hostilidad imperialista. En ese contexto se percibe urgente otro instante de rebelión, pero rebelión sostenida, no pasajera ni como la onda ocasional que algunos pudieran preferir.
Protagonizada por el pueblo y los representantes del Estado y del gobierno —que son parte del pueblo y están llamados a defenderlo— debe ser una lucha tenaz, sin pausa, contra las lacras que se oponen a la realización de la república moral. Su logro es quizás nuestra mayor deuda con José Martí, y con el Fidel Castro que —imbuido del pensamiento martiano— señaló que en nosotros se halla el peligro de destruir el país y la Revolución, la patria.
Destaco estos dos iluminadores párrafos esenciales para animarnos y confiar en que unidos bajo la conducción de nuestra actual dirección continuadora podemos librar y ganar la batalla ética, política y económica a que nos convoca con la mayor urgencia y todas las energías posibles, la justa crítica a las corrosivas lacras que amenazan y corroen al pueblo nuevo y de sincera democracia que queremos ser, y que con toda su razón martiana y fidelista las denuncia y llama a derrotarlas, el fraterno Toledo: ‘Hoy el pueblo cubano sigue dirigido por un Estado y un gobierno que desde el 1 de enero de 1959 —con la guía ejercida y trazada por Fidel Castro— enfrentan peligros y deshacen entuertos contrarios a los ideales patrios de emancipación y saneamiento, en medio de la feroz hostilidad imperialista. En ese contexto se percibe urgente otro instante de rebelión, pero rebelión sostenida, no pasajera ni como la onda ocasional que algunos pudieran preferir.
Protagonizada por el pueblo y los representantes del Estado y del gobierno —que son parte del pueblo y están llamados a defenderlo— debe ser una lucha tenaz, sin pausa, contra las lacras que se oponen a la realización de la república moral. Su logro es quizás nuestra mayor deuda con José Martí, y con el Fidel Castro que —imbuido del pensamiento martiano— señaló que en nosotros se halla el peligro de destruir el país y la Revolución, la patria’.