Los sucesos recientes en Brasil, lo ocurrido en Perú con Pedro Castillo, las provocaciones para un nuevo golpe de estado en Bolivia, el proceso judicial contra Cristina en Argentina, muestran la fragilidad incrementada de un modelo de democracia que en realidad nunca ha significado el poder del pueblo, pero que ahora, sin recato, vulnera las esencias que dice defender al no respetar las elecciones mayoritarias de los ciudadanos y convertir a la cacareada división de poderes en unidad a favor de las fuerzas derechistas cuando es necesario eliminar opositores incómodos a los intereses del gran capital que, en verdad. domina en la mayoría de las naciones.
El argumento de que ese sistema permite que políticos de izquierda, progresistas, o que desean llevar adelante programas favorables a la mayoría pueden llegar al poder se estrellan ante todos los mecanismos legales, conspirativos, de subversión que echan a andar los opositores que siempre cuentan con respaldo financiero de grandes fortunas nacionales y apoyo de sus iguales internacionales.
Cualquier gobierno, sin importar su signo ideológico, que contraríe la dictadura del dinero, el totalitarismo de las grandes empresas, el ciclo de enriquecimiento sostenido por la explotación de millones de terrícolas, encontrará los mayores obstáculos, será acusado de comunista y no podrá cumplir su programa para decepción de sus electores.
Ante esas realidades palpables, llama la atención que los teóricos del caos insistan en proponer esa receta como solución salomónica para los agudos problemas que vive la sociedad cubana, agravados por el acoso, las sanciones, el bloqueo de Estados Unidos, de lo cual hay evidencias notorias, que para nada se toman en cuenta en los análisis de los críticos a lo que llaman partido-estado-gobierno, como factor antidemocrático, lo cual consideran herencia del modelo soviético.
No recuerdan esos analistas las condiciones completamente anómalas en las que ha tenido que sobrevivir el proyecto socialista cubano desde el mismo año 1959, fecha en surgió una activa contrarrevolución apoyada desde sus inicios por Estados Unidos, que obligó a blindar la defensa del nuevo estado con ayuda porque, ¿cómo si no una pequeña isla del Caribe podría enfrentar al país más poderoso del mundo?
No recuerdan tampoco los principios democráticos verdaderos a los que respondieron todas las leyes y medidas que garantizaron salud para todos desde el útero materno, sembrar el país de escuelas, abrir universidades para los hijos de los trabajadores, fomentar un modo de producción sin la explotación como base de ganancias, propiciar que los más humildes formaran parte de las asambleas municipales y ocuparan escaño como diputados en el parlamento, elementos de una democracia que tantos países pobres de este mundo añoran y que los mercados desbordados de productos no garantizan, ni el multipartismo, ni la división de poderes.
Cierto que luego de la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista que provocó la crisis de los 90, la intensificación paulatina de sanciones de Estados Unidos desde esa época hasta el propósito de asfixia de las de Trump, resquebrajaron fortalezas, deterioran el tejido social y condicionaron desigualdades que hoy se esgrimen con gran inconformidad a la par de deformaciones de servidores públicos, posiciones acomodaticias e insensibilidad ante fenómenos que fueron creciendo, falta de celeridad en la aplicaciones de medidas económicas aprobadas democráticamente, dicho sea de paso.
Todo ese arduo batallar de los últimos 30 años ha configurado un panorama diferente azuzado por reales carencias materiales que hacen del cotidiano una pelea por la sobrevivencia bajo la nefasta influencia de una guerra mediática empeñada en establecer que sólo en Cuba hay esas situaciones extremas.
En circunstancias tan adversas no hay otra alternativa que encontrar soluciones a los problemas concretos y para ello es indispensable el estímulo a la participación y el control popular desde cada centro de labor, cada comunidad, de manera real, sin que se consideren ataques cuestionar decisiones de la gestión gubernamental a cualquier escala, ni las propuestas que difieren de lo establecido cuando lo establecido no ha dado resultado, ni las interrogantes sobre por qué se mantienen procederes ineficaces en la economía, ni las exigencias a explicaciones.
Esa es la democracia que necesitamos, que exige comprender a los decisores que la sociedad sobre la que deben influir para que funcione mejor, dista mucho de la de 30 años atrás, requiere lenguaje transparente porque lo que se oculte, o no se diga con claridad, lo buscará en otras plataformas comunicacionales, democracia que requiere entender que se necesitan argumentos, reconocer equívocos, y dar ejemplo como sostén de autoridad moral.
Esos pilares democráticos están escritos en los documentos fundamentales que rigen la nación y se precisa aplicarlos con sentido dialéctico, apegado a la realidad, al contexto difícil, al consenso que debe conseguirse en las nuevas circunstancias.
Retornar a la democracia fallida que crea inestabilidad en tantos países cercanos, que sustenta el poder del capital y no satisface el hambre aunque los mercados están llenos, no es opción de libertad y soberanía, por eso tenemos que lograr una democracia que satisfaga las necesidades básicas y empodere para enriquecer el bien común.