A quienes —pensando en el proyecto y ya previsible Ley de Comunicación Social— digan que ninguna reunión, congresos incluidos, ni otros reclamos de diversa índole, colectivos e individuales, han resuelto los problemas de la prensa en Cuba, cabría, además de reconocerles las razones que tengan, recordarles un hecho: gracias en gran medida a esos reclamos, la prensa ha tenido avances significativos.
Habrá quienes quieran negarlos, no verlos, y será cierto que esos avances son insuficientes, pero se han dado y continúan dándose. Cada quien tendrá ejemplos que citar, pero uno de ellos valdría para ilustrarlos. No se debe suponer impecable, de precisión milimétrica, porque la suma de casos y angustias sufridos en todo el territorio nacional, y que aún no han cesado por completo, fue tremenda, y hasta sería iluso descartar criterios errados que no se borran de un plumazo. Pero el salto cuantitativo y de calidad en la información diaria y detallada acerca de los estragos de la pandemia de covid-19 trazó pautas que no merecen quedar como hito pasado.
Propició pensar que iban quedando atrás los tiempos en que el personal médico y el de la prensa se veían abocados a malabares para no hablar de enfermedades concretas. Será fácil —aunque irritante— recordar casos como los de cólera, controlados gracias a nuestro sistema de salud pública, y otros como el dengue. Al parecer, para no hacerle el juego al enemigo se consideraba necesario designarlos con eufemismos o generalizaciones tipo síndrome diarreico agudo y síndrome respiratorio, o algo así.
Lo que proceda reconocer de orientación estatal en la conquista de una mejor práctica informativa no debe servir para olvidar que detrás de cada logro se acumulaban, se acumulan, esfuerzos y hasta desgarramientos de profesionales de la prensa para vencer el secretismo. Ese fue, es, el nombre de un marabú tan arraigado que contra él —¿ya no?— acababan pareciendo susurros las altas voces políticas que llamaban a erradicarlo.
Tampoco una ley bastará para acabar de poner las cosas en su justo lugar. No menos que insensato sería desconocer que los avances sociales se frustran si faltan la dosis necesaria de insatisfacción ante lo conseguido, y el empuje para completarlo. Pero cuando la Ley de Comunicación Social entre en vigor, quienes braceen para que la prensa no se estanque en manquedades que dañan, sobre todo, a la nación, ya no solo tendrán de su lado los acuerdos de reuniones varias —congresos, plenos, conferencias— y el eco de voces que hasta han enronquecido o se han agotado llamando al mejoramiento indispensable.
Aun así, seguirá siendo necesaria la conciencia de que resultaría criminal cansarse en el empeño que esa ley debe apoyar de manera decisiva. Nada reemplazará la vigilia y los esfuerzos concretos, coraje mediante cuando sea menester, para hacer que su cometido se cumpla cabalmente.
Lo primero que se debe señalar es que la ley se autodefine como de comunicación social, aunque el señalamiento sea una perogrullada. Si en el mundo parece haber existido un sabio con los pies y los oídos en la tierra y el pensamiento abierto al sol, ha sido el vilipendiado Perogrullo. Imaginario y todo, él solito vale por un regimiento de enciclopedistas.
Mientras información es un término de significado unidireccional, comunicación comparte raíz y sentido con común. Se trata de algo que constituye un diálogo activo: no emisores que dictan autoritariamente y receptores que aceptan con pasividad o resignación lo que se les trasmite.
No cabe en unos párrafos presurosos el estudio a fondo que el documento requiere y se debe suponer ya hecho, en parte, al calor de la concepción y el trazado del proyecto. Pero no hace falta más para saber que la ley sería insuficiente si se limitara a lo normativo y no se abriera a propiciar lo genuinamente creador, transformador. Incluso aprobada y puesta en vigencia, se debe tomar como un proyecto en perfeccionamiento incesante.
No es un juego, sino una dinámica vital para una sociedad que se ha propuesto funcionar basada en el derecho y en el beneficio público masivo, con la mayor equidad posible y los más elevados principios y propósitos de justicia. Dicho de otro modo: con ajuste a una democracia verdadera para una nación que se ha propuesto edificar el socialismo.
Esa es una meta que no se ha conseguido en parte alguna del mundo, y contra ella conspiran poderosos enemigos y obstáculos. Empecemos mencionando —entre los últimos— las deficiencias propias y la herencia de viejos hábitos de pensamiento y conducta.
De ahí la importancia cardinal del primero de los por cuantos del proyecto: “La Constitución de la República de Cuba ratifica el compromiso en la construcción de una sociedad centrada en la persona y orientada al desarrollo socialista, en la que todos puedan crear, consultar, utilizar y compartir la información y el conocimiento; y en su Artículo 10 establece la obligación del Estado, sus directivos, funcionarios y empleados de atender, respetar y dar respuesta al pueblo, mantener estrechos vínculos con este y someterse a su control”.
¡Someterse a su control: el control del pueblo! Eso no puede convertirse en mera consigna, en un salir-del-paso. El segundo por cuanto precisa la naturaleza del control: “La comunicación social posibilita a las personas ejercer el derecho refrendado en el Artículo 53 de la Constitución de solicitar y recibir del Estado información veraz, objetiva y oportuna, y de acceder a la que generen sus órganos y entidades, los cuales tienen, además, la obligación de actuar con la debida transparencia”.
La noción de transparencia, que a veces parece haberse tomado con aprensión debido a los amargos sucesos de otras latitudes, es tan importante como ineludible. Es piedra angular que debe respetarse, o no valdría la pena ninguna ley hecha con el fin de orientar (bien) el trabajo de la prensa.
Para el funcionamiento social existen normas jurídicamente establecidas, como la obligación de dirigentes y funcionarios de responder cuanta inquietud reciba de parte de la población. Pero es muy probable que todos tengamos ejemplos —experiencia propia— de inquietudes que no han tenido la respuesta de quienes debían darla.
No es un dato menor el hecho de que el tercer por cuanto sustente esta verdad-aspiración: “El Artículo 55 de la Constitución reconoce a las personas la libertad de prensa, derecho que se ejerce de conformidad con la ley y los fines de la sociedad; y mandata al Estado a establecer los principios de organización y funcionamiento para todos los medios de comunicación social”. Y esta ni empieza ni termina en la prensa.
Basta ver esos puntos de partida de la ley para apreciar su importancia, suficiente para recordar todas las implicaciones de una verdad reiterada por el líder (no solo histórico, sino vigente) de nuestro proyecto político, Fidel Castro, en su discurso del 12 de marzo de 1988 en el primer Consejo Nacional de la Asociación Hermanos Saíz: “Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos”. Es una afirmación alumbradora, pero quizás haya a quienes se les deba puntualizar que ese nosotros es nosotros, no una errata por vosotros.
Ponderar el articulado de la ley requeriría el espacio que no ofrece este artículo, y hasta una pericia jurídica de la cual carece quien lo escribe. Pero en ningún caso está bien desmigajarlo para falsear su contenido, como hacen y harán quienes buscan el fracaso de la Revolución, aunque a veces se escuden en tecnicismos con que pretenden pasar como defensores de ella en pos de perfeccionar una ley que les molesta. No quieran convencernos de las bondades de la propiedad privada sobre la prensa: a la vista está lo que sucede en el mundo, así como se conoce la “pureza” de ciertos medios “independientes”.
De la orientación de esa ley da una idea la guía enunciada en el inciso inicial del primer artículo: “Las normas generales destinadas a articular el Sistema de Comunicación Social para la gestión estratégica e integrada de los procesos de comunicación social en los ámbitos organizacional, mediático y comunitario, con fines políticos, de bien público, organizacionales y comerciales, tanto en los espacios públicos físicos como en los digitales”.
Grande el asunto, sí, inserto en la realidad que hoy se expresa “tanto en los espacios públicos físicos como en los digitales”, y lo grande requiere grandes esfuerzos e inteligencia grande. Con José Martí ante su desentrañamiento de los desafíos imperialistas concentrados en el Congreso Internacional de Washington de 1889-1890, recordemos que “a las estrellas, según dice el verso latino, no se sube por caminos llanos”.
El trabajo de la prensa no depende solamente ni en lo decisivo de sus profesionales, aunque les corresponda, junto con la más importante acometida, el coraje mayor: depende de la sociedad en pleno, y en particular de quienes la guían. Estos forman órganos de dirección que no son sublimaciones, sino fuerza humana, con todo lo que ello acarrea.
Estimula ir a Martí en busca de aprobación, pero quizás sea más fértil hacerlo en pos de enseñanzas y advertencias. En uno de los apuntes (el 156) del tomo 22 de sus Obras completas vigentes, escribió a propósito de una realidad que él rechazaba —los Estados Unidos—, pero en términos de valor universal: “Un pueblo es en una cosa como es en todo”.
Si entusiasma citar su máxima según la cual “¡tiene tanto el periodista de soldado!” —que aparece en su crónica estadounidense “El monumento a la prensa”, publicada en La Nación, de Buenos Aires, el 28 de julio de 1887—, hemos de saber que no hizo la comparación pensando en soldaditos de plomo, sino en periodistas capaces de arriesgarlo todo, la vida incluso, por defender lo justo.
No es Cuba un país donde tal defensa cueste desapariciones forzosas y asesinatos. Pero la honradez, la inteligencia y el valor para abrazar lo que se considere justo y apegado a la verdad, no están de más en ninguna parte.
Líbrese el país del fantasma que viene de la colonia en expresión diabólica: “La ley se acata, pero no se cumple”, y manténgase en guardia inteligente y honrada para que no tenga cabida maldita el criterio popular —sabio— según el cual “quien hizo la ley, hizo la trampa”.
Cuídese, y aplíquese con rigor, lucidez y decencia, la Ley de Comunicación Social, que merece la atención de toda la ciudadanía, no solo de la prensa y de quienes tienen el encargo de conducirla para exigirle y propiciarle, no obstaculizarle, que cumpla su deber. El pueblo y ella serán los primeros en agradecerlo.
Estupendo análisis, oportuno, profundo, esclarecedor y previsor, como lo acostumbra Toledo, y como para no perdérselo y promover su estudio