Aquella noche de marzo de 1939, cuando estaba por terminar la canción —o la canción por «terminar» con ella—, las lámparas del neoyorkino Café Society se apagaron, en plena sintonía con la espesa tristeza que colgaba en el ambiente. Todo se trastocó: la gente no salía del espasmo ni parecía tener claro si llevaban sus manos para apretarlas de rabia o aplaudir de emoción. Para colmo, cuando resucitó en la penumbra, el foco de luz buscó en vano a Billie Holiday. Más impactada que las 200 personas que la escucharon, la diva había escapado en busca de un baño, para vomitar.
Billie lo explicaría después, en su autobiografía Lady sings the blues: «Entró una mujer en el lavabo de señoras del Downbeat Club y me encontró desquiciada de tanto llorar. Yo había salido corriendo del escenario, con escalofríos, desdichada y feliz al mismo tiempo. La mujer me miró y se le humedecieron los ojos. “Dios mío –dijo–, en mi vida oí algo tan hermoso. En la sala se podía oír volar a una mosca”».
Así fue el estreno público de Billie Holiday con Strange fruit (Fruta extraña), el himno antirracista que nació del poema Bitter fruit (Fruta amarga), escrito por Abel Meeropol, un maestro blanco, judío y comunista criado en el Bronx, que adoptó el seudónimo Lewis Allan para publicar en 1937 esos versos, duramente raros y amargos, en The New York Teacher, el periódico del sindicato de profesores de la Gran Manzana.
Meeropol tuvo, para inspirarse, un tipo de «musa» que ningún creador querría: la fotografía de los cadáveres de Thomas Shipp y Abram Smith, dos negros colgados de un árbol en Marion, Indiana, en agosto de 1930.
Musicalizado en principio con sencilla melodía, Strange Fruit era interpretado por Ann, la esposa de Meeropol, en reuniones informales de familiares y compañeros; luego paró en la garganta de la cantante negra Laura Duncan, pero fue la voz de la Holiday la que puso letra y denuncia en su lugar.
El 20 de abril de 1939, Billie grabó esta pieza «conflictiva» que ni sus propios promotores querían en los programas. Rebelde, ella optó por incluir en sus contratos el derecho de cantarla.
A su madre no le faltaron preocupaciones: «¿Por qué te significas de ese modo?», le preguntó cuando se dio cuenta de que el tronco artístico de su muchacha no cesaba de parir para el público aquellas «frutas» de raro provecho. Billie le contestó: «Porque puede mejorar las cosas», y cuando mamá Sarah replicó: «¡Pero te matará!», la cantante no dudó en responder: «Ya, pero podré sentirlo. En mi tumba lo sabré».
Lo supo antes de la tumba. En 1944, tras otra interpretación del tema por Billie, un militar la llamó «nigger» —negrata, en jerga despectiva— y la cantante le fue encima armada con el pico de una botella.
Su mérito, artístico y ético, era mayor porque ella sabía cuáles riesgos corría: «Cantar aquel tema no me ha ayudado lo más mínimo —comentó en 1947 a la revista Down Beat en 1947—, lo canté en el Earle Theater hasta que me obligaron a parar». A la mañana siguiente, la Oficina Federal de Estupefacientes del FBI detuvo a Billie Holiday bajo cargos que la llevaron un año a prisión.
¿Qué tipo de dinamita política llevaba entonces el tema? Exponía, aun sin nombrarlos, con los filos del dolor, los linchamientos raciales, que por la fecha se celebraban como citas de alta sociedad. El periodista H. L. Mencken refirió este pasaje del sur de Estados Unidos en el libro Con Billie Holiday. Una biografía coral, de Julia Blackburn: «…ocupaban el lugar del tiovivo, del teatro, de la orquesta sinfónica y de otras diversiones habituales». Se alquilaban autobuses para asegurar un público que, luego, para su fausta memoria, podría adquirir después las postales del evento.
El 7 de agosto de 1930, Thomas Shipp y Abe Smith fueron sacados a la fuerza de sus celdas y linchados por una turba racista blanca. Lawrence Beitler tomó la foto que, multicopiada, en diez días se había vendido por miles. Al cabo, la imagen se convirtió en icónica de ese flagelo estadounidense —la revista Life la incluyó en el libro 100 fotografías que cambiaron la historia—, pero que no cesa de atormentar almas sensibles: en torno a los cuerpos inertes estaba una multitud de sonrientes familias blancas.
Hombres y mujeres, abuelos y niños miran sin rubor a la cámara mientras sonríen y pasean como al descuido alrededor de esas dos «frutas extrañas». Se dice que, esa vez, 5000 personas asistieron al presunto espectáculo.
Para la fecha de la muerte de Billie Holiday, en 1959, unos 4400 ciudadanos negros habían sido linchados, según sostiene la Iniciativa para una Justicia Igualitaria, de modo que no hay manera de escapar de la conmoción cuando se le escucha sentir —más que cantar— ese tema, como no hay modo de borrarse del pecho la estampa que inspiró el texto de Meeropol, quien cierta vez fue acusado por una comisión del Gobierno de escribirlo… ¡por encargo del Partido Comunista!
La acusación era falsa, por supuesto, pero había que atacar de algún modo a una canción que decía, en pleno apogeo del racismo, en el país que se cree Paraíso: «De los árboles del sur cuelga una extraña fruta/ Sangre en las hojas, y sangre en las raíces/ Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña/ Extraños frutos colgando de los álamos / Escena pastoral del galante sur/ Los ojos hinchados y la boca retorcida/ Aroma de las magnolias, dulce y fresco/ Y, de pronto, el olor a carne quemada…»
Hasta la muy modosa —con el sistema— revista Time, que en 1999 nombró la pieza como «Canción del siglo», la había despreciado en los tiempos de Billie, criticándola como mero acto de propaganda política.
De manos de Meeropol, con toque mutuamente mágico, Billie Holiday había destapado el genio de la rebeldía: tras escuchar la canción, los activistas anti-linchamientos comenzaron a enviar copias del tema grabado a los legisladores. En el propio 1939, Samuel Grafton, del New York Post, hizo un paralelo de contextos entre Strange Fruit y el himno de la Revolución Francesa: «…si la ira de los explotados llega a crecer lo suficiente en el Sur, ahora tiene su Marsellesa».
Abel Meeropol no terminó su erguida postura humana con la autoría de la pieza. En 1953 él y su esposa adoptaron a los hijos de Julius y Ethel Rosenberg —Robert y Michael se llamaban los niños—, quienes fueron acusados y ejecutados en la silla eléctrica por supuestamente pasar a los soviéticos el secreto de la bomba atómica.
Por mecanografiar un secreto inexistente, Ethel recibió no una, sino tres descargas de corriente, porque en su turno la silla no mató con la eficiencia requerida por sus administradores. Ella sufrió, en fin, otro tipo de linchamiento —aunque de piel blanca, era de la «oscura» raza de los comunistas—, esa vez colgado del gran árbol del Estado.
Así que, al cabo, para proteger a esos niños «hijos de espías comunistas» que fueron por ello hasta expulsados de su escuela, Abel y Ann dejaron de militar en el Partido, renunciaron al magisterio y se mudaron de ciudad, pero cuando Robert y Michael crecieron honraron las ideas de sus dos parejas de padres al crear en 1990 el Rosenberg Fund for Children en apoyo a niños «cuyos padres han sido reprimidos por su participación en movimientos progresistas, incluidas las luchas para preservar las libertades civiles, promover la paz, salvaguardar el medio ambiente, combatir el racismo y la homofobia y organizarse en nombre de los trabajadores, presos, inmigrantes y personas cuyos derechos humanos están amenazados».
Los nuevos Rosenberg se hicieron Meeropol y parecían corear el portento de voz de Billie Holiday, la negra divina que indistintamente cayó ante la prostitución, ante las drogas y el alcohol y ante la violencia de algún «macho»…, pero no se dejó derribar por el sistema.
Cuando el 17 de julio de 1959 Billie Holiday murió con cirrosis hepática, a los 44 años, en el Metropolitan Hospital Center, tenía 0.70 dólares en su cuenta de banco… ¡y un policía al lado!
Se iba del mundo desde Harlem, vigilada por un blanco, una de las mejores cantantes del siglo, pero seguramente supo enseguida en su tumba que, de batalla en batalla por la raza del bien, su fértil cosecha no cesa de denunciar: «…Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos/ Para que reciba la lluvia, para que la chupe el viento / para que el sol la corrompa/ para que los árboles la suelten/ Esta es una extraña y amarga cosecha».
Foto de portada: Ante letras duras, la cantante solía decir que ella había vivido sus canciones