Acabo de ver Blonde tras una larga fila en el Yara y no sé si hice bien o mal, pues ya a esta edad no es conveniente sufrir en demasía frente a la gran pantalla y que el pulso lata desacostumbradamente.
Ante tanto bueno o malo que se apuesta por la propuesta de la película, solo me adhiero a la super Ana de Armas, la cubana que me recuerda al fondista Haile Gebrsselasie cuando dijo del maratonista etíope Abebe Bikila, primer deportista africano medallista de oro en Juegos Olímpicos, que él hizo pensar a los africanos que si uno de ellos pudo hacerlo, otros podían hacer lo mismo.
De Armas ha estado monumental, tanto, que una a veces no sabe si asiste a un trozo fílmico documental de la Monroe, o si es la propia Ana en un papel en el que evidentemente asume un compromiso radical con la rubia sex symbol más famosa del mundo y cuyo espacio y rutas abiertas en las décadas de los años 50 y 60 del pasado siglo, la siguen catapultando míticamente.
Y si los comentarios de destacados críticos van a favor o en contra del filme, hay congruencia total al hablar de la cubana como un fenómeno de matiz fabuloso, quien deja habitar en su cuerpo y mente al espíritu torturado, hermoso y profundamente conmovedor de la Monroe. Es una deslumbrante presencia indiscutible, expresan.
Dos comentarios particularmente me sacuden. Uno dice que hay algo que convierte a Blonde en un grandísimo espectáculo cinematográfico, y es la interpretación a tumba abierta de Ana de Armas, en un prodigioso ejercicio artístico y emocional que traspasa esa pantalla tan llena de presunción. Y el otro refiere con escualidez de palabras que es una cinta perturbadoramente hermosa, impecablemente interpretada.
Gracias, Ana de Armas. Te conozcamos o no, admiramos esa actuación impoluta que resumiste en el Festival de Venecia cuando declaraste: “Este trabajo ha cambiado mi vida para siempre. No me importa lo que digan de él. Ha sido un año viviendo dentro de Marilyn, de sus inseguridades, de sus problemas… Quería ser ella de la forma más cercana posible. No quería protegerme en absoluto”. Logrado con creces.
No soy ni por asomo crítica de cine, pero como mi muro en Facebook es mi particular medio de prensa, me siento en libertad para expresar que por Blonde las manos quedan a media línea de alzarse. Basada en el bestseller de Joyce Carol Oates, cinco veces finalista al Premio Pulitzer, y dirigida por Andrew Dominik, la cinta es un biopic violento que retoma a lo largo de casi tres horas el Síndrome de Marilyn Monroe, que caracteriza a las personas a quienes todos aman, pero a las que nunca se llegan a conocer profundamente.
En su libro The Marilyn Syndrom, la doctora Elizabeth Macavoy asevera que la rubia apoteósica había muerto de vacío y soledad mucho antes que su muerte física, que el síndrome es común en actores, cantantes y figuras públicas, personajes que brillan por sus habilidades y encanto y todo el mundo quiere estar con ellos, pero realmente hay un elemento de interés, fetichismo y egocentrismo en las demás personas que desvía el verdadero interés por la esencia de la persona misma.
Es un elemento demasiado recurrente: verla solo en su lado del espejo más oscuro, no dice nada nuevo a quienes han leído un poquito sobre su vida. O, al menos, no da el retrato real de la diva. Concuerdo con quienes consideran que hay un excesivo regodeo en las desgracias personales de la gran “bomba rubia” de Hollywood, discutibles excesos estéticos, y un poco-demasiado de lo mismo, en algunos sentidos.
No es que desee un filme biográfico tradicional. Para nada. Pero tampoco tan “inspirado en” que en el recuerdo quede como cierto lo que realmente no fue. Me pregunto si el público que estuvo en el Yara, abrumadoramente joven, jovencísimo, tenía suficientes referentes como para identificar al marino mercante Jimmy Dougherty, al superestrella del béisbol Joe Di Maggio y al dramaturgo y guionista Arthur Miller, los tres hombres con quien Norma Jeane Mortenson formalizó matrimonios. Y también sucede con otros personajes clave en la vida de la actriz, los cuales, llevados de esa manera a la historia, quizás solo representan a muchos que hicieron lo mismo.
Esta obra puede hacerles asumir como que esa es la vida, y no otra, la de la actriz. Que lo que han visto no tiene las recreaciones que la industria requiere para levantar un argumento, y que asiste a la verdad más cercana, más posible de dar. Vamos, en buen cubano: que es la verdad verdadera.
Otras presentaciones son breves y hacen sobrellevar aspectos tratados vulgarmente, como su relación íntima con el presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy. Los biógrafos dan cuenta de que se vieron muy pocas veces y que, incluso, no se puede afirmar que hayan tenido a no relaciones sexuales; pero la cruda escena, en tanto la sordidez con que se trata a la mujer divina de los públicos, desmitifica un lazo que solo suele recordarse por el felicidades que le cantó “la bomba” en su cumpleaños. Realmente es una escena embarazosa y un retrato poco favorecedor de Kennedy, a quien posiblemente le perseguirá, desde donde quiere que esté en el Universo, el acto brutal.
Según consta en documentos, el 19 de mayo de 1962, Marilyn Monroe interpretó el mítico Happy Birthday en un escenario del Madison Square Garden de Nueva York delante de 15 000 invitados y de 40 millones de telespectadores, en un evento para recaudar fondos con motivo del 45 cumpleaños del presidente de los Estados Unidos.
El público, no puede olvidarse, no solo quiere ver escenas, quiere también saber si todo lo que ahí ve, puede comprobarlo con datos específicos. Y repito: no busco biografías clásicas ni de excesivos detalles, imposible de lograr ni en el cine ni en ningún otro soporte de la comunicación. De todas maneras: cada creador levanta su obra con propias perspectivas estéticas y propósitos históricos y artísticos, así como cada persona es libre de sacar sus conclusiones a partir de su percepción y cosmovisión. Todos los caminos son viables. Todas las posturas se respetan.
Creo que esta Marylin de Blonde solo está reflejada en el lado oscuro y victimizado del espejo, escamoteándosele que supo aprovechar su visibilidad para reivindicar los derechos de las mujeres a enseñar el cuerpo con independencia, lo cual la inserta en el movimiento feminista de la época, y que defendió el derecho de artistas negros a presentarse en lugares famosos, bien pagados y racistas.
No fue la rubia tonta y despistada que construyeron para ella en la pantalla. Gustaba de leer a Thomas Mann en su descomunal y compleja La montaña mágica, a D.H. Lawrence en Hijos y amantes, a Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo, a Marcel Proust en Mundo de Guermantes, o a Khalil Gibran en El profeta, entre los que más se repiten en cualquier artículo sobre ella. Pero no olvidar que amaba interpretar a la Natasha de Antón Chejov para insuflarle otros aires propios. Y que a la misma Gilda, de Arthur Miller, quiso renovarla y problematizarla.
De ella habrá que decir a su favor que fundó su propia productora de cine en 1954, defendió sus economías ante quienes quisieron timarles las entradas, el American Film Institute la colocó, en 1999, en el sexto lugar en su lista de las más grandes leyendas femeninas del cine de la Época de Oro de Hollywood, y alcanzó la estatura de ícono de la cultura popular estadounidense.
Mujer que habló de que en Hollywood pagaban mil dólares por un beso y cincuenta centavos por el alma, se asumió egoísta, impaciente, un poco insegura, que cometía errores, perdía el control y a veces era difícil de lidiar, pero si no se podía lidiar con ella en su peor momento, nadie la merecía en el mejor. Y aún cuando muchos en el poder la vieron como carne más que como mujer repleta de sueños, los pulverizó con aquella definición de que el hombre tiene que estimular el ánimo y el espíritu de la mujer para hacer el sexo interesante, en tanto el verdadero amante es el hombre que la emociona al tocarle la cabeza, sonreír o mirarla a los ojos.
La académica Sarah Churchwell, quien investigó narrativas sobre la rubia tremenda, precisó: “El mayor mito es que ella era tonta. La segunda es que era frágil. La tercera es que no pudo actuar. Ella estaba lejos de ser tonta, aunque no tenía una educación formal, y era muy sensible al respecto. Pero en verdad era muy inteligente— y muy dura. Tenía que ser ambas cosas para vencer al sistema de estudios de Hollywood en la década de 1950. La rubia tonta era un papel —¡era actriz, por el amor de Dios! Una actriz tan buena que ahora nadie cree que ella fuera otra cosa que lo que retrató en la pantalla”.
Un último aspecto no abordó el filme y es la perenne duda de si murió por sobredosis de barbitúricos o la mandaron a asesinar por su oscura vinculación con los hermanos John y Robert Kennedy y la posibilidad de “soltarlo” todo.
En fin, ni a favor ni en contra de la propuesta estética que ofrece la película Blonde. En todo caso, SÍ, aplausos por la actuación comprometida e impecable de Ana de Armas.
Tomado del perfil en Facebook de la autora