La confrontación política se juega hoy básicamente en el terreno de los afectos. Las narrativas dominantes no son tanto teorías como aspiraciones emocionales. En este espacio parece estar triunfando el relato según el cual la izquierda es moralista, prohibicionista, nos quiere infelices, mientras que la derecha nos dejaría disfrutar haciendo lo que queramos. Obviamente, este relato es falaz, pero los relatos no son teorías científicas sino estados de ánimo que terminan imponiéndose y resultan más decisivos para configurar la opinión pública que cualquier evidencia. La izquierda contraataca acusando de negacionistas a quienes parecen olvidar la gravedad de las crisis que tenemos que afrontar. Esa acusación es tan correcta como estéril porque no se trata de un fenómeno con pretensiones de validez científica sino de un estado de ánimo colectivo que recoge el hartazgo ante la larga lista de prohibiciones que parecen la única receta para resolver los problemas sociales, desde la pandemia a la crisis energética.
Aquí tendríamos una posible respuesta a la pregunta acerca de las razones de que una parte de los trabajadores vote a la derecha o por qué la acción de gobierno volcada en la protección de los más vulnerables no es recompensada en las encuestas o en las urnas. Los cambios de ciclo no se producen por cálculos precisos o razonamientos sofisticados, sino por motivos que tienen que ver con el estado de ánimo, como el cansancio, el miedo o el pesimismo. La izquierda solo podrá hacerse valer en un escenario que no le es muy favorable si acierta a modificar sus términos emocionales.
La alta estimación que buena parte de la izquierda muestra hacia el sacrificio como motor de transformación histórica tiene su cumbre en aquella célebre afirmación de Marx de que la vergüenza es un sentimiento revolucionario. La vergüenza ha sido, de hecho, un sentimiento positivo y transformador cuando se ha convertido en testimonio, como hemos visto recientemente en la ruptura del silencio por parte de las víctimas de abusos sexuales. El problema es que la reiteración de este tipo de discursos lo tiñe todo de negatividad: no se habla más que de malas experiencias, de quejas, la narrativa política es de abnegación y la acción de gobierno se traduce en un catálogo de prohibiciones. Frente a esto, un discurso positivo por parte de cierta derecha puede ser irresponsable, pero traslada un mensaje que encuentra resonancia en tantos abatidos por las crisis que atravesamos.
Esta visión sacrificial de la historia tiene además sus limitaciones. De entrada, no toda humillación pone en marcha un proceso de emancipación; hay una humillación que paraliza e individualiza, que se convierte en cólera improductiva o en simple tristeza de la que no se sigue nada operativo contra la iniquidad del mundo. Hay también una dialéctica muy elemental en esta concepción del cambio social; la historia pone de manifiesto que, con mucha frecuencia, la represión no es el preámbulo de la liberación sino de una mayor represión. Convertir “las contradicciones del capitalismo” en el presagio de su desaparición es pura superchería. En su libro El día en que el triunfo alcancemos, José Andrés Torres Mora ha dedicado unas páginas gloriosas a desmentir esa expectativa de que el sufrimiento sea el medio a través del cual se realizan los ideales políticos: profundizar en el sufrimiento no suele alumbrar necesariamente un régimen en el que el sufrimiento cambie de bando, sino la perogrullada de que sufran todavía más los que ya sufrían antes. Lo de “enseñar al pueblo a asustarse de sí mismo a fin de infundirle ánimo” es mera retórica panfletaria de aquel joven Marx que pretendía criticar a Hegel. Contra sus intenciones, el lenguaje negativo de la crítica puede servir para afianzar el abatimiento. Con esta concepción sacrificial de la transformación social se comunica una concepción del cuerpo como receptáculo de las injusticias sociales, el abuso, la dominación, el control, como si despreciara el cuerpo gozoso y su potencia de emancipación.
La izquierda rousseauniana parece haberse impuesto a la izquierda volteriana, contribuyendo así a un crear un campo de antagonismo que puede resultarle muy desfavorable. La izquierda manda, regula y prohíbe, mientras la derecha reivindica una vida más despreocupada y espontánea. Una se preocupa por la vida buena, mientras la otra se dedica a la buena vida. En la trifulca política son los límites al aire acondicionado, el consumo de carne o la corrección del lenguaje, frente a las terrazas, la ciudad iluminada y la desregulación. En medio de este marco es inevitable que la izquierda parezca cursi y moralizadora, que para amplios sectores de la población no esté consiguiendo aparecer como mejor, sino simplemente como más mandona. ¿Habremos de concluir que el sufrimiento es el único método que conoce la izquierda y que la derecha tiene el monopolio del placer? ¿Explicaría esto la diferente valoración que la opinión pública hace de la diversión de unos y de otros, de las fiestas de Boris Johnson y de Sanna Marin? Al margen de otras diferencias relevantes, puede que esa distinta calificación se deba a que asociamos a la derecha con el disfrute y a la izquierda con el sacrificio, por lo que en un caso no vemos ninguna incoherencia y en el otro sí.
No superará la izquierda este antagonismo que le es tan desventajoso mientras no formule una idea diferente del placer, al que ha venido considerando como algo individualista y burgués. En un marco dominado por el consumo, el placer solo aparece como un principio de confirmación del orden social. Pero la izquierda podría pensar el placer como un placer consciente de sus límites y que encuentra su autenticidad e intensidad en el compartir. No cualquier placer equivaldría a imposición o conformismo, sino aquel placer corto de vista, rudo, que desconoce el gozo del respeto y el disfrute compartido; el placer del que la izquierda hace bien en desconfiar es el placer vinculado al abuso, a la ausencia de límites, según aquella definición clásica de la propiedad que otorga al propietario el derecho de hacer lo que quiera con ella (el derecho de “usar y abusar”), una disposición absoluta y exclusiva, sean las riquezas naturales, pero también los cuerpos de las mujeres.
En la vieja idea de suprimir la propiedad privada lo más valioso no era la vacua pretensión de una propiedad colectiva que es completamente irreal, sino la apelación a un modo diferente de poseer. El placer de los cuerpos puede entenderse como una apropiación recíproca que no carece de límites, fundamentalmente el señalado por la idea del consentimiento. No se trata de que las cosas carezcan de dueño, sino de que no haya formas de propiedad que impliquen una dominación directa sobre otros o aquella dominación indirecta que supondría desentenderse de los efectos que el abuso de lo propio puede tener sobre los otros. El consentimiento sexual y la ecología tienen en común ser formas de entender el placer como realidades compartidas, entre las personas y entre las generaciones.
Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista.
(Publicado originalmente en El País)