Ernesto Fernández ha estado en todos los sucesos importantes de la historia de la Revolución, desde 1959…
Alberto Korda
“Aunque lo intentara no podría sacar la historia de mis fotos”, me dijo Ernesto Fernández, hace ya varios años mientras recorríamos la exposición La fotografía y la memoria, muestra antológica de su quehacer profesional abierta en el Museo Nacional de La Habana con motivo del Premio Nacional de Artes Plásticas que se le otorgó por el conjunto de su obra.
Ernesto Fernández es un cronista. Un testigo elocuente. Ha estado en todo: en los combates de Playa Girón, en los enfrentamientos a la contrarrevolución armada, tanto en las montañas como el mar, en los sucesos de la crisis de los cohetes… Fue corresponsal de guerra en Venezuela (1959), en Nicaragua y en Angola, y estuvo en misiones internacionalistas de carácter civil.
Ha sido la suya una vida de riesgos. Fue el primer fotógrafo en llegar a Playa Girón cuando la invasión de 1961, y tomó la foto del primer muerto. En Nicaragua lo abrazó un puma y salió ileso, y en Angola sobrevivió milagrosamente a la emboscada que sufrió el grupo en que se transportaba. Se considera un hombre con suerte. Sentía que la cámara lo protegía. “No es que sea más valiente ni más cobarde que nadie, pero nunca me vi entre los muertos. Sentía que yo estaba allí para hacer eso, tirar fotos”, afirma.
Como fotorreportero ha dado testimonio de la gran epopeya de nuestro pueblo, pero esa es solo una arista de su quehacer porque ha registrado además otra epopeya no menos heroica: el día a día de los cubanos en estos sesenta años de Revolución que quedó atrapado en sus reportajes con imágenes de gran impacto y belleza, una obra de altísima calidad que conjuga la experiencia estética con trascendentes valores testimoniales.
Juntos acometimos muchos reportajes y no pocas entrevistas. Trabajábamos para la revista Cuba, de la que él fue uno de sus fundadores, y pese a los años en el oficio nos honrábamos con seguir perteneciendo a la infantería del periodismo en aquella publicación que fue una de las grandes realizaciones de la prensa cubana.
Éramos un equipo. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. Ernesto nunca fue mi fotógrafo ni yo fui su redactor. Nos poníamos de acuerdo en el camino sobre cómo asumir el trabajo que nos habían confiado o que nos proponíamos y ya in situ cada cual trabajaba por su cuenta. Al final, ambas partes, la suya y la mía, completaban el todo que parecía más aceptable, aunque no nos dejara enteramente satisfechos. Oportuno es añadir que no pocos trabajos que realizamos no eran precisamente encargos de la revista, sino fruto de nuestra iniciativa, suya o mía. Nunca creímos conveniente realizar solo lo que era de interés de la revista, sino que generábamos y sacábamos adelante nuestras propias propuestas.
Esa cercanía me permite hablar, más allá de sus fotos, de un Ernesto Fernández cordial, simpático, carismático, comunicativo y, en extremo, desinteresado y generoso. Un hombre que ve a un desconocido con el automóvil roto a la orilla de la carretera y no vacila en detenerse para ofrecerle ayuda.
Hay una foto suya emblemática. Corren los años 50 del siglo pasado, se erige el monumento a José Martí en la Plaza Cívica o de la República -hoy Plaza de la Revolución- y la cabeza del Apóstol que rematará la escultura de Sicre está en el suelo, apuntalada por dos tablones forrados en sus extremos con sacos negros a fin de que la madera no estropee el mármol. Tal parece en la foto de Ernesto que a Martí le taparon los ojos para que no viera tanta miseria, tanta corrupción, tanta podredumbre. Otra foto suya resulta asimismo emblemática. La que captó de los autobuses repletos de milicianos bombardeados en Playa Girón. Una atmósfera gris y desolada envuelve esa imagen. Habla por sí misma. Anuncia que se acerca un nuevo combate y proclama, sin lugar a dudas, la victoria.
Comenta Ernesto que vio esa fotografía. No la pensó, sino que vino sola. Tal vez por todo el archivo de imágenes que tenía en la cabeza, o por haber visto tanto cine también. La había visto miles de veces y la ocasión se la ponía delante. Era una imagen que estaba ahí, solo había que estar en el lugar y disponer de una cámara. Nada del “momento decisivo” de Cartier Bresson. “Más importante es lo decisivo del momento. Captar lo que se considera decisivo. Lo que se ve”, recalca el artista.
En este punto, Ernesto recuerda sus inicios en el periodismo gráfico en la revista Carteles, de La Habana. Tenía doce años de edad y fue dibujante, diseñador y escenógrafo teatral hasta que Carlos Fernández lo decidió por la fotografía. Carlos hizo portadas para la revista Bohemia y pasó luego a Carteles. Un buen dibujante y una buena persona. “Un día me dio dos pesos y me recomendó que fuera a ver una película para que reparara en la fotografía que se hacía en el cine”.
Con su primera cámara fotografió La Habana con sus carteles lumínicos en inglés, turistas norteamericanos y sus barrios de indigentes. Cubanos que no tenían trabajo y vivían en la calle, como el anciano de la foto que duerme en plena vía pública con la cabeza apoyada en las rodillas o la niña semidesnuda que se sienta sobre el bastidor pelado de su camastro.
Trabajó después de 1959 en el periódico Revolución y en las revistas INRA, Cuba y Cuba Internacional (en verdad una sola revista con esos tres nombres). Vivió la fotografía cubana un gran momento en los años 60 con fotos que se desplegaban a dos páginas y abundantes reportajes gráficos. Junto nombres legendarios como Korda, Corrales, Salas, Liborio, el propio Ernesto, hay en esos años otros menos conocidos que algún día la historia debe tomar en consideración. Es la etapa de la llamada fotografía épica.
Un día de octubre de 1972 Ernesto se hizo constructor porque quería hacer un ensayo fotográfico, una colección de fotos que atrapara el proceso de la construcción de un edificio desde el desbrozamiento del terreno donde se asentaría y la cimentación de la obra hasta el final. Ninguno de los treinta y tres hombres -escritores, periodistas, fotógrafos, diseñadores, estudiantes, impresores…- que conformaron aquella brigada, sabía a derechas como se levantaba un edificio. Tampoco lo sabía Ernesto Fernández, pero ansiaba participar de aquella experiencia que pretendió dotar de una vivienda decorosa a quien la necesitara.
Ese ensayo fotográfico fue publicado por su autor bajo el título de Unos que otros (1978). Lo acompañé en la tarde de la presentación del volumen en los portales de la librería de San Rafael casi esquina a Galiano. ¿Por qué Unos que otros? Porque para él la gran epopeya y la epopeya cotidiana son una sola y única gesta y sus protagonistas son los mismos hombres. Lo dice explícitamente: “… Pienso que todo es la misma cosa que se refracta y encuentra un nuevo camino en la Revolución; por eso pienso que son los mismos hombres -que son los mismos- aquellos que partieron a la lucha en la Sierra Maestra, o los que fueron a Playa Girón y a la llamada crisis de octubre, y también a las zafras azucareras; los mismos que una vez y siempre estarán en la primera línea; los mismos unos que otros”.
Fotos en Venezuela y en Brasil hablan de su trabajo más reciente, con el que también ha montado exposiciones en no pocos países. Con un amplio reconocimiento en el exterior, que se ha incrementado en las dos últimas décadas, fotos suyas se han expuesto en EE.U., Canadá, Dinamarca, Italia, Japón, Francia, Reino Unido y México, entre otros países. Más recientemente, en 2019, con el título de Ernesto Fernández: Cuba desde 1957; la memoria fotográfica se organizó en Galicia una gran exposición de su obra acompañada de un catálogo de casi doscientas páginas que es una síntesis espléndida de su quehacer. Otro compendio de su obra figura en el libro Ernesto Fernández, una vida en fotos, publicado por Shutterfly, EE.UU., en 2007.
Entre los lauros que ha recibido se encuentran el Premio Interpress Photo (Moscú, 1985), el Premio de Fotografía Iberoamericana, de la Universidad de Harvard (Boston, 2000) y el Premio Olorum Iberoamericano (La Habana, 2005). El Premio Nacional de Artes Plásticas, que mereció en 2011, coronó la obra de toda su vida. Entre tantos pintores y escultores, era la segunda vez que un fotorreportero se alzaba con tal distinción.
Hoy, con más de ochenta años de edad, Ernesto Fernández podría estar de vuelta de todo. Pero sigue dando prueba de la misma curiosidad de siempre. Lo animan las mismas ganas de trabajar y de vivir. Nunca trabajó por galardones ni reconocimientos, sino por el gusto de hacer una obra bien hecha que dejara testimonio, fiel a sus concepciones estéticas de que la fotografía de prensa, la imagen del quehacer del día a día, es también obra artística, definitiva y de valor.