Tampoco en internet nada está ahí porque sí. Siempre hay una razón de ser, un porqué, alguna motivación y circunstancias. Y también en el diseño de plataformas sociales, cosa que podría parecer superficial o, por efecto de la costumbre, pasarse por alto. Pero no: las plataformas digitales cambian, y sus decisiones no pueden ser improvisadas cuando tienen miles de millones de usuarios interactuando todos los días a través de ellas. El último informe de 2021 de las Naciones Unidas dice que de las 7,8 mil millones de personas que hay en el mundo casi 63 % (más o menos 4,9 mil millones) tiene conexión a internet y, según datos de la plataforma social más popular, también conocida como Facebook, cerca de 40 % de esa población conectada a la red interactúa diariamente desde su territorio.
En las primeras décadas del siglo XXI hemos visto cómo, plataformas sociales mediante, se han tejido, y se tejen, comunidades virtuales más o menos homogéneas, redes de personas interconectadas que mal o bien comparten información, se comunican y a veces, y este es el escalón más alto en las funciones de las redes digitales, se organizan, cooperan y hacen cosas juntas. De vez en cuando esas cosas tienen impacto fuera de las fronteras de cada plataforma. Nos guste o no el “mundo real” es cada vez más digital o, para decirlo equilibradamente, más híbrido. Y eso, lo sabemos, repercute en la comunicación y la cultura.
El mundo híbrido en que vivimos no sería el mismo sin dos en apariencia sencillas funciones que no siempre estuvieron: el botón de me gusta y el retuit, ambas incorporadas al diseño de interfaz de Facebook y Twitter en 2009.
La revolución de las interfaces
Una interfaz, sin darle muchas vueltas, no es más que un “lugar” donde interactúan dos sistemas, en este caso una persona y cualquier aparato informático, por medio de softwares que para ser operados, al menos en los sitios web y plataformas comerciales que utilizamos a diario, no requieren conocimientos profundos de informática, sino de formas con las que ya estamos familiarizados. Es decir, ventanas, cajas de texto, menús, barras y botones dispuestos en pantallas de todas las formas y tamaños.
De una buena interfaz depende, y mucho, el éxito de cualquier objeto mediático o plataforma, buscador o sitio web, software, app o aparato, los diseños deben ser funcionales y sencillos, prácticos y al mismo tiempo estéticos. A nivel comercial no funciona nada muy complicado o raro.
Las plataformas sociales han afinado sus interfaces, así como han afinado sus algoritmos y estrategias de todo tipo, a la medida de sus objetivos, también diversos, y de las necesidades y tendencias de los tiempos que corren. Una de las más populares y vigentes interfaces, sin la que, por ejemplo, no hubiese sido posible la computadora tal cual la conocemos, hizo posible que escribamos más rápido que de forma manual: el teclado QWERTY se llama así por la disposición de sus seis primeras letras (mire el teclado de su smartphone o de su computadora). Lo creó y patentó un político e inventor estadounidense llamado Christopher Scholes y lo usó la marca Remington desde 1873 en sus máquinas de escribir.
Un siglo después la Apple del entonces joven Steve Jobs fue responsable de otras dos interfaces que cambiaron la industria. Con la primera, la interfaz de la Macintosh de 1984 (Mac, para los más modernos), puso al alcance de todos esos complicados aparatos que para ser operados necesitaban comandos escritos en lenguajes informáticos mediante una mucho más sencilla interfaz gráfica de usuario: con dibujitos, pues, o íconos reconocibles y un mouse (ratón). No conforme, en 2007, presentó un teléfono celular con conexión a internet que, a diferencia de los que ya existían, tenía una interfaz táctil de usuario, o sea, una pantalla táctil. Le llamaron iPhone.
Sabemos que ahora hay interfaces que responden a la voz, al movimiento y a otros estímulos. Sin embargo, existe una innovación que, sumada a las mencionadas, contribuyó al estilo que predomina actualmente, y es uno de los factores para llegar a lo que muchos ya consideran una adicción, aunque los psicólogos no estén de acuerdo con el uso de ese término para el tiempo excesivo (obsesivo) en internet: me refiero al scroll infinito o la posibilidad de deslizarse verticalmente contenido tras contenido (tras contenido), ayudado por el mouse o con un dedo (esto último, cortesía de Apple), sin interrupciones o la necesidad de dar al menos un clic. En palabras de la persona que diseñó esa función, Aza Raskin, en el año 2006, esa forma de desplazamiento “no le da tiempo a tu cerebro de ponerse al día con tus impulsos, así que solo sigues haciendo scroll”, como bien dice su nombre, hasta el infinito.
Y, entonces, valorar se hizo público y fue lo viral
Nada, léase bien, surge por sí solo, y menos cuando hablamos de tecnologías y comunicación. Los nuevos medios se fundaron sobre los viejos, y estos se transforman por influencia de los más nuevos. Escribió Benedict Anderson, en su no menos célebre Comunidades imaginadas, que dos viejos artefactos culturales ayudaron a unificar lo que hoy llamamos estados nación, o sea, la dimensión sociocultural de los países, en el siglo XVIII.
De lado de la ficción, la novela instituyó la idea de que varias personas pueden ser testigos de una misma historia, en un mismo tiempo: compartir una temporalidad mientras leen. Los primeros periódicos aprovecharon esa conexión, dice Anderson, y, lecturas masivas y recursos narrativos mediante, crearon un momento de ruptura entre el pasado y futuro, o sea, una modernidad constante. Gracias a eso fueron posibles todos los demás medios, y ¿acaso no es lo mismo que pasa, pero a un ritmo frenético y mediante lógicas algorítmicas, en las plataformas sociales? Nos asomamos a historias de todo tipo, ocurriendo en un tiempo compartido por una red de múltiples usuarios, quienes cuando no están conectados sienten que se pierden de algo nuevo o, parafraseando a Anderson, de una modernidad que se actualiza constantemente.
Para llegar a eso las plataformas de hoy han tenido que cambiar, poco a poco, lo que eran a principios de siglo. Facebook se creó en 2004, en 2005 incorporó la función de etiquetar a usuarios en fotos, en 2006 estuvo disponible a nivel mundial y, aunque ahora cueste imaginarlo, hubo un tiempo en el que no tenía su famoso botón de like. Tampoco fue la primera plataforma en añadirlo a su interfaz ni en ofrecer un mecanismo para valorar en internet. En YouTube, por ejemplo, los usuarios calificaban vódeos con estrellas antes del botón de me gusta y, según recordó uno de los fundadores de Vimeo, Bret Taylor, él y su equipo fueron pioneros en la implantación del corazón que ahora se usa también en Twitter e Instagram.
El botón de me gusta se estrenó oficialmente en octubre de 2007 en la entonces competencia de Facebook, FriendFeed. Dos años después esa organización fue comprada por Facebook, y ese mismo año, o sea, en 2009, Mark Zuckerberg y los suyos publicaron el pulgar arriba en su interfaz. Según versiones más o menos parecidas de los ingenieros y exingenieros de Facebook, ellos tenían un proyecto similar un poco antes, sin embargo, dicen, dudaban entre poner un signo más (+) o usar la palabra awesome (asombroso) en lugar de like, y se fue postergando. Lo cierto es que Facebook se convirtió en la red más popular ese año. Al siguiente Hollywood le dedicó una película y el botón de me gusta pasó a acompañar casi todos los contenidos que se publican en internet.
Una vez ampliadas las posibilidades de expresarse o reaccionar, antes limitadas a compartir posts y escribir comentarios, los usuarios de Facebook empezaron a comentar menos a medida que usaban el botón de me gusta, explica Álex Rubio en La expresión de las emociones en el ámbito digital, y la valoración personal (o privada, íntima) que hacemos sobre cualquier cosa para nuestros adentros se hizo pública, pero además casi automática: sin necesidad de explayarse con argumentos, explicaciones, detalles. ¿Hay algo más simple que expresarse con un clic en un botón? Conscientes de que el pulgar no basta, a partir de 2016 Facebook ha ido agregando otras emociones: me encanta, me importa, me divierte, me asombra, me entristece, me enoja. Pero, aunque sabemos que para, pongamos, una marca no es lo mismo un me gusta que un me encanta, ninguna de las nuevas Facebook reactions ha tenido el éxito de la original.
Otra innovación que impactó, como pocas, en la cultura digital es responsabilidad de Twitter. Creada en 2006, es conocido que algunos elementos por los que se distingue la plataforma social más informativa no están ahí por iniciativa de sus desarrolladores, sino de tuiteros, por ejemplo, el hashtag y el retuit. Los de la vieja escuela de las plataformas sociales recordarán que antiguamente, entre 2007 y 2008, para hacer circular el tuit de otro usuario había que copiar y pegarlo en un nuevo tuit, en cuyo encabezado se acostumbraba a escribir Retweet o Re-Tweet y el nombre del usuario o autor original, y que después se popularizó la abreviatura RT. Así eran las cosas hasta que un equipo liderado por Chris Wetherell decidió facilitarle la vida a los (re)tuiteros y, en 2009, Twitter publicó el botón de retuit y luego, en 2020, agregó la variante Citar tuit.
Ya automatizado el retuit y su efecto multiplicador, y el que ya tenía la plataforma por su brevedad y dinamismo (era la red de los 140 caracteres), mensajes de todo tipo se empezaron a esparcir con más facilidad, más rápido y concisos, de usuario a usuario, olvidándonos por un momento de los aspectos positivos que eso tiene, como un virus: cada día se publican más o menos 500 millones de tuits. Es cierto que de viralidad y comunicación (de media virus) se hablaba en el mundo desde el siglo anterior, sin embargo, con el botón de retuit y el crecimiento de la red favorita de líderes de opinión y políticos, activistas, periodistas, medios de comunicación… y, en suma, unos 350 millones de usuarios activos, el concepto de viralidad tuvo otras dimensiones.
El creador del scroll infinito, Aza Raskin, uno de los ingenieros que trabajó en la creación del botón de me gusta de Facebook, Justin Rosenstein, y el desarrollador del botón de retuit, Chris Wetherell, además de ser expertos en tecnología y aquello que los viejos periodistas llaman “viudas de la información”, o sea, fuentes recientemente independientes que a veces se atreven a decir lo que antes no, tienen algo en común: los tres han despotricado contra sus creaciones y han dicho públicamente que se arrepienten de haber ayudado a desarrollarlas.
Los argumentos de los, digamos, expertos detractores van desde el “poder hipnótico” sin el que quizá no pasaríamos horas deslizando el dedo en busca de lo que sea en una pantalla, el “poder adictivo” o, cuando menos, expectativa de saber que nuestros actos (publicaciones, reacciones) son observados y valorados por otros usuarios (y que nosotros también podemos observar y valorar los de otros), con la respectiva descarga de dopamina o satisfacción que, sabemos, puede provocar el elogio o, en términos de plataformas, un like, hasta la capacidad de amplificar banalidades, llenar la red con todo tipo de contenidos de los que tal vez no se ha leído más que el título y, claro, convertirse en una herramienta para la manipulación, fake news, desinformación y esas cosas.
Del impacto de las plataformas sociales y sus más conocidas funciones se ha hablado bastante en diferentes ámbitos y, por ejemplo, los psicólogos han alertado sobre un ya no tan nuevo narcicismo, voyerismo y exhibicionismo digital y su influencia en cómo los jóvenes y adolescentes forman su identidad; en comunicación y periodismo no hace falta más que darse una vuelta por las plataformas digitales para ver contenidos posiblemente pensados en función de la popularidad que otorgan el retuit y los likes; y en la política esa misma búsqueda, se ha dicho, ha sido capaz de moldear la forma en que se comunican los políticos con los ciudadanos y sus mensajes o contenidos, llegando a lo que los investigadores Cecilia Güena y Jorge Resina llaman una política de la buena onda o, lo que es lo mismo, basada en caer bien y ser popular.
Es conocida la entrevista en la que el arrepentido responsable del botón de retuit comparó esa función con “entregarle un arma cargada a un niño de cuatro años” y Rosenstein describió el botón de me gusta de Facebook, ocho años después de haber ayudado a diseñarlo, como “brillantes timbres de pseudoplacer”. Sean lo uno o lo otro, o no mucho más que mecanismos que facilitan la forma en que nos expresamos y compartimos información en la red, el mundo cada vez más híbrido en que vivimos no sería el mismo sin esos botones. Que los utilicemos para bien, o dejemos que otros los utilicen en contra, es otra cosa. Desde que el ser humano ha desarrollado herramientas hemos aprendido que el conocimiento y la destreza del cazador son tan importantes como la flecha.
Este texto se publicó originalmente en la revista Mundo Diners, de Ecuador.
(Tomado de fronterad.com)