No hay peor ni más criminal política que privar a una o a muchas personas de aquello a que aspiran, necesitan y desean, porque significa despojarlas de sus esperanzas, para sumirlas en una frustración paralizante, presa de cualquier depredador.
En una nación que había fraguado su independencia con ríos de sangre, sacrificios y heroísmo sin par, era contra natura la imposición de una república burguesa dependiente, la erosión de la identidad nacional y la inducción de la idea de la incapacidad de los cubanos para gobernarse por sí mismos.
Fidel Castro llegó al escenario político nacional convencido y convenciendo de que no había otra cosa decente que obrar, con el ejemplo personal, en el terreno de la dignidad de las personas. Denunció la desvergüenza de la politiquería y la represión de la dictadura y se lanzó con un grupo de jóvenes, en 1953, a limpiar la imagen del Apóstol, y en aquellas circunstancias el pensamiento de Martí para Cuba y América era altamente subversivo.
Ya en la Sierra Maestra, consciente de a qué parte de los contendientes apoyaba Estados Unidos, dejó constancia en la conocida nota a Celia Sánchez de cuál iba a ser su destino verdadero, pues no había otra cosa más decente que hacer. Como durante 64 años. Como ahora.